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Lanzó un profundo suspiro que pareció aliviarla un tanto.

—Pero he recibido reiteradas promesas del Más Allá: «Ten coraje y paciencia», me han dicho, «y encontrarás el modo de resolver tu situación». Y realmente, cuando el simpático comandante Porter se adelantó hoy a declarar de aquella manera tan convincente que el cadáver no era otro que el de Robert Underhay, comprendí que al fin había conseguido encontrar el modo. Es admirable, ¿verdad, señor Poirot?, cómo todo acaba por resolverse satisfactoriamente.

—Hasta el propio asesinato —murmuró Poirot.

Capítulo VII

Poirot entró pensativo en «El Ciervo», temblando ligeramente a consecuencia de una fría brisa que empezaba a soplar del Este. El vestíbulo estaba desierto. Abrió la puerta del saloncito de la derecha. En su interior se sentía un fuerte olor a humo rancio y en la chimenea ardía sólo una vacilante lumbre, así es que Poirot se dirigió de puntillas hasta la puerta del fondo señalada con el letrero de «Sólo para huéspedes». Aquí había un confortable fuego. Sentada sobre un amplio sillón y tostándose con fruición los dedos de los pies, estaba una voluminosa señora que miró a Poirot con tal ferocidad que éste decidió batirse prudentemente en retirada. Permaneció unos momentos en el vestíbulo, mirando alternativamente al vacío y encristalado cuchitril pomposamente llamado «Oficina», y a la puerta sobre la que pintado con antiguos caracteres aparecía un rótulo que decía «Salón de Café». Por experiencia ya habida en otros hoteles rurales, sabía Poirot que el único café que en estos salones se servía era el del desayuno y que aun éste estaba compuesto en una gran parte por un líquido muy claro que con gran esfuerzo imaginativo recordaba la leche. Pequeñas tazas llenas de un indefinido y turbio brebaje llamado «café negro», sólo podían tomarse en el saloncillo y el budín hervido, que eran los invariables componentes de la cena, podían obtenerse asimismo en el «Salón de Café» a las siete en punto de la tarde. Entre aquellas horas, una paz octaviana reinaba en el interior de las distintas dependencias de la posada de «El Ciervo».

Poirot subió pensativamente las escaleras. En vez de volverse hacia la izquierda, que era donde estaba situado el cuarto número 11, que él ocupaba, se volvió hacia la derecha y se detuvo frente a la puerta de la habitación señalada con el número 5. Miró a su alrededor. Silencio y soledad. Abrió la puerta y entró. La Policía debía haber acabado con sus pesquisas, pues el suelo había sido recientemente enjabonado y barrido. No habla alfombra. La vieja «Axminster» debía hallarse sin duda en casa de algún lavandero. Mantas y sábanas estaban cuidadosamente dobladas y apiladas al pie de la cama.

Cerrando la puerta tras él, Poirot entretúvose en husmear por la habitación. Estaba limpia y totalmente desprovista de detalles que pudiesen despertar curiosidad o interés. Poirot se puso a inspeccionar los muebles, una mesa escritorio, una cómoda de antigua y excelente caoba, un armario del mismo material (posiblemente el que ocultaba la puerta de comunicación con el cuarto número 4), una cama matrimonial, de bronce, un lavabo con juego de grifos para agua caliente y fría (tributo al modernismo y a la posible falta de servicio), un grande pero incómodo butacón, dos sillas, una chimenea con repisa de mármol de un estilo «Victoria», pasado ya de moda, y provista de su correspondiente pincho y pala (compañeros sin duda de las «criminales» tenazas) y provista de un guardafuegos rectangular, también de mármol, rematada por puntiagudos vértices y afiladas y cortantes aristas.

Fue este último detalle el que más atrajo la atención de Poirot. Se agachó y humedeciendo con saliva los dedos índice y corazón, los frotó a lo largo de la aristas del vértice de la derecha. Después inspeccionó el resultado. Sus yemas aparecían cubiertas por un ligero tizne. Repitió la operación empleando los dedos de la otra mano, sobre los cantos de la parte izquierda, y esta vez el color de las yemas no experimentó la menor alteración.

—Sí —se dijo Poirot pensativamente para sus adentros—. Sí.

Echó después una mirada al lavabo. Luego se encaminó a la ventana y miró hacia fuera en busca de posibles indicios. Le llamó la atención el tejadillo de un garaje y un estrecho callejón. Un fácil acceso y escape para quien, sin ser visto, quisiera visitar el cuarto número 5. Pero análogas garantías las ofrecía la escalera. Él mismo acababa de tener la oportunidad de comprobarlo.

Volvió a salir pausadamente y cerró de nuevo la puerta, teniendo sumo cuidado de no hacer el menor ruido. Después se dirigió a su cuarto. Lo encontró demasiado frío, así es que se lanzó resueltamente escaleras abajo, abrió la puerta del saloncillo privado, tomó otro de los desvencijados sillones que en él había y se sentó junto al fuego.

La voluminosa dama, vista de cerca, alcanzaba inconmensurables proporciones. Su pelo era de un gris acerado; un poblado bigote adornaba su labio superior y al hablar, su voz completaba el conjunto de sus siniestras entonaciones.

—Este saloncillo —dijo— está reservado para las personas que residen en el hotel.

—Precisamente. Yo soy uno de los residentes —contestó Hércules Poirot.

La anciana meditó unos instantes antes de decidirse a reanudar el ataque. Después aulló, señalándole acusadoramente con un dedo:

—Usted es un extranjero.

—No lo niego —replicó el detective.

—En mi opinión —prosiguió la anciana—, deberían ustedes marcharse.

—¿Marcharnos? ¿Dónde?

—A su país.

Y añadió sotto voce, como si fuese una apostilla y seguida de un sonoro resoplido:

—¡Puf...! ¡Extranjeros!

—Eso —replicó plácidamente Poirot— es un poco difícil y complicado.

—¡Difícil...! ¿Para qué se ha luchado, si no, en esta guerra? ¿No ha sido acaso para que cada cual se vuelva a su casita y se quede tranquilo en ella?

Poirot decidió no entrar en controversia con la furibunda dama. Ya había tenido ocasión de observar que cada individuo tenía por lo visto un concepto muy distinto de la cuestión «¿Para qué se habría luchado, en realidad, en esta guerra?»

Reinó un silencio que tenía mucho de hostilidad.

—¡No sé a dónde iremos a parar! —tronó la vieja—. ¡No lo sé! Mi marido murió aquí hace dieciséis años, y aquí está enterrado. Yo vengo todos los años, sin faltar uno, y me paso casi un mes en este fonducho.

—Una piadosa peregrinación —dijo cortésmente Hércules Poirot.

—Y cada año las cosas van más de mal en peor. ¡No hay servicio! ¡La comida es detestable! ¡Picadillo a todo pasto! ¡Un bistec es un bistec, señor, de pierna o solomillo, pero nunca carne de caballo desmenuzada!

Poirot movió desconsoladamente la cabeza.

—Una de las cosas buenas que han hecho es cerrar los aeródromos —continuó la anciana—. Era una vergüenza que todos esos aviadores anduviesen de aquí para allá acompañados siempre de esas espantosas chiquillas. ¡Chiquillas, sí! No sé en qué están pensando las madres de hoy en día. Dejar corretear a sus hijas de esa manera. Y la culpa la tiene el Gobierno por obligar a las madres a trabajar en las fábricas a menos que estén criando. ¡Criando! ¡Estupideces! Cualquiera puede cuidarse de una criatura. Las niñas de pecho no andan detrás de los soldados. Las que están entre los catorce y los dieciocho, ¡ésas son las que hay que vigilar! Las que verdaderamente necesitan a sus madres. Sólo una madre sabe leer en el pensamiento de sus hijas. ¡Soldados! ¡Aviadores! Eso es lo único en que piensan. ¡Americanos! ¡Negros! ¡Gentuza polaca!