—Pero si se le encuentra..., sí, como se espera, el capitán Underhay está vivo aún, entonces..., digo yo..., no habría ninguna dificultad en..., vamos, en resarcirle de todos sus desembolsos.
—¡Ah! ¿Quiere eso decir que el capitán Underhay es rico...?
—No; no es eso precisamente, pero..., puedo asegurarle, darle mi palabra de honor, si es preciso, de que la cuestión monetaria no presentará ninguna dificultad.
Poirot movió lentamente la cabeza en señal de desaprobación.
—Lo siento, señora. Mi respuesta es: «no».
Le costó cierto trabajo conseguir que aceptara su negativa.
Cuando al fin decidió marcharse, Poirot se levantó y permaneció unos instantes en pie, perdido en un mar de confusos pensamientos, y con el ceño fruncido. Ahora recordaba por qué el nombre de Cloade le era tan familiar. La conversación sostenida en el club el día del ataque aéreo, volvió súbitamente a su memoria. La estentórea y pesada voz del comandante Porter relatando una interminable historia a la que nadie ponía atención.
Recordó el crujir de un periódico y la cara de consternación que a renglón seguido puso Porter.
Pero lo que más le preocupaba era el tratar de reconcentrar las ideas que la mujer que acababa de salir había hecho agolpar en su cerebro. Aquella locuacidad de factura eminentemente espiritista; aquella vaguedad de su charla; aquel vaporoso chal; aquel tintinear de amuletos y cadenas que rodeaban su cuello, y finalmente, y como variante de todo lo antedicho, el fulgor que despedían aquel par de inquietantes ojos azules.
—¿Qué es lo que en realidad había venido buscando esta mujer aquí? —se preguntó—. ¿Y qué habrá tras toda esa sarta de incongruencias?
Después miró a la tarjeta que yacía sobre su mesa escritorio.
—«Warmsley Vale» —leyó.
Fue exactamente cinco días después cuando en uno de los periódicos de la noche, apareció un pequeño párrafo que hacía referencia a la muerte, en Warmsley Vale, viejo villorrio distante unas tres millas de las populares pistas de golf de Warmsley Heath, de un hombre llamado Enoch. Hércules Poirot volvió a repetir:
—Quisiera saber qué es lo que ha sucedido en Warmsley Vale...
Y quedó sumido en hondas meditaciones.
LIBRO PRIMERO
Capítulo I
Warmsley Heath consiste en un espacioso campo de golf, dos hoteles, unas cuantas villas elegantes y modernas, circundando a aquél, una fila de lo que antes de la guerra fueron lujosas tiendas, y una estación de ferrocarril.
A la izquierda de ésta, y partiendo de la misma, una hermosa carretera surca los campos en dirección a Londres. A la derecha hay un camino vecinal con un letrero que dice: Sendero a Warmsley Vale.
Warmsley Vale, medio oculto entre la espesa arboleda que crece en las colinas del distrito, es el reverso de Warmsley Heath. Es en esencia, un microscópico centro de abastecimiento de los pueblos colindantes, relegado hoy a la categoría de villorrio. Tiene una calle principal compuesta por casas de estilo georgiano, varios «bares», dos o tres anticuados almacenes y un ambiente general como de estar a ciento cincuenta en vez de a veintiocho millas de Londres.
Sus ocupantes, individual y colectivamente, desprecian aquellos edificios que, como hongos, van apareciendo en los alrededores de Warmsley Heath.
En las afueras hay casitas verdaderamente encantadoras, provistas de primorosos jardines. Fue a una de éstas (la llamada Casa Blanca) adonde Lynn Marchmont volvió a principios de la primavera, después de haber sido desmovilizada del Cuerpo de la WRENS[4].
La mañana del tercer día de su estancia, contempló desde la abierta ventana de su cuarto, el panorama que ofrecían los olmos que se erguían en su vecino prado y aspiró con fuerza el aire embalsamado por esa peculiar emanación de la tierra húmeda por el rocío. Un olor que había echado mucho de menos durante aquellos últimos años.
¡Qué alegría la de estar de nuevo en su hogar! ¡En aquella alcoba en la que tan a menudo y tan nostálgicamente había pensado desde que se fue allende el mar! ¡Qué alegría la de poder desprenderse de aquel uniforme, de volver a ponerse su falda de mezclilla y su blusón, aún después de que la polilla hubiera dejado en ellas su huella destructora durante aquel largo período de actividad bélica!
Estaba contenta de haber abandonado la «Wrens» y de ser de nuevo una mujer libre, sin que esto significara que no se hubiese divertido de lo lindo en el servicio de ultramar. El trabajo había sido relativamente interesante, con frecuentes intercambios de fiestas en las que reinaba el espíritu de camaradería y buen humor, pero en el que no había faltado tampoco el fastidio y la rutina y la sensación de ir siempre en manada con compañeras que en más de una ocasión le habían hecho pensar seriamente en la deserción.
Fue entonces, en aquel largo y achicharrante verano que pasó en el Oriente Medio, cuando pensó con fuerza irresistible en Warmsley Vale, en su fresca y vetusta casita y en su querida mamy.
Lynn amaba a su madre tanto como ésta parecía complacerse en irritarla. Lejos de su casa había conseguido olvidar los motivos de la irritación, y si estos volvían por cualquier causa a su memoria, lo hacían siempre acompañados por esa indefinible sensación de melancolía que trae al alma el recuerdo de nuestro lejano hogar. ¡Oh, querida mamy, tan tierna y tan enloquecida a la vez! ¡Cuánto no hubiese dado por escuchar de nuevo el timbre de su quejumbrosa voz, y por estar ahora a su lado para nunca más volverse a separar!
Sus sueños se habían convertido en realidad y allí estaba, fuera de servicio, libre, y en su adorada Casa Blanca.
Sólo tres días habían transcurrido desde su llegada, pero ya una extraña sensación de desencanto y de inquietud iba apoderándose poco a poco de toda su persona. Todo estaba igual, quizá demasiado igual, la casa, mamy, Rowley, la granja y la familia. Lo único que al parecer había cambiado había sido ella...
—¡Encanto...! —sonó la voz de la señora Marchmont desde el descansillo inferior de la escalera—, ¿quiere que se le lleve a la niña el desayuno a la cama?
—¡Claro que no! Bajo en seguida —contestó Lynn, con voz estridente.
—¿Por qué —se dijo para sí— habrá mamy de llamarme siempre «la niña»? ¡Es ridículo!
Bajó precipitadamente y penetró en el comedor. El desayuno no era de los que podían calificarse de buenos. Ya Lynn se había dado cuenta de la indebida proporción de tiempo e interés que era necesario para la obtención de alimentos. Con excepción de una mujer, poco recomendable, por cierto, que acudía cuatro días a la semana a ayudar unas horas en las labores, la señora Marchmont permanecía sola en la casa para atender a la cocina y a los menesteres de limpieza. Frisaba ya en los cuarenta cuando Lynn vino al mundo, y su salud se hallaba un tanto quebrantada. También comprendió Lynn con desmayo el gran cambio experimentado en la situación pecuniaria. La modesta, pero adecuada renta fija que en los días que precedieron a la guerra les permitió vivir con cierta holgura, había quedado prácticamente reducida a la mitad a consecuencia de lo exorbitante de las contribuciones. Impuestos, coste de la vida y salarios habían subido a velocidades casi meteóricas.
—¡Bonito mundo! —pensó Lynn, con amargura. Sus ojos se posaron sobre las columnas de un diario que había a su alcance:
«Ex W.A.A.F
[5]
. busca empleo donde se requiera iniciativa y dinamismo.» «Anterior miembro de la W.A.A.F. se ofrece para puesto en que necesite habilidad y espíritu de organización y mando.»
Iniciativa, espíritu emprendedor, mando, éstas eran las cualidades ofrecidas. Pero, ¿qué era lo que se solicitaba? Gente que pudiese cocinar, barrer y limpiar, o con conocimientos de mecanografía y taquigrafía. Gente que supiese de trabajos rutinarios y capaz de rendir útiles servicios.