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Jeremy pareció sorprenderse.

—No he tenido nunca la menor idea de semejante cosa. De lo que sí estoy seguro es de que no había hecho ninguno antes de salir de Nueva York.

—Podía haber hecho uno durante los dos días que pasó en Londres.

—¿En casa de algún notario?

—O redactado por su puño y letra.

—¿Con qué testimonio?

—Con el de los tres criados que había en la casa —le recordó Poirot—. Los que murieron con él en la explosión.

—Sí, es posible; pero de todos modos, no es aventurado suponer que haya desaparecido en el derrumbamiento.

—Éste es, precisamente, el punto. Multitud de documentos que antes se creían perdidos irremisiblemente han hoy descifrarse por nuevos y complicados procedimientos. Los incinerados dentro de cajas de caudales s, pongo por caso, pero no hasta el punto de que merced a este nuevo proceso que digo, no haya podido leerse de nuevo, y con toda claridad, su contenido.

—Comprendo, señor Poirot, que su idea es interesante... ¡muy interesante!, pero no creo que tenga aplicación alguna en nuestro caso. No sé de ninguna caja de caudales que hubiese podido haber en Sheffield Terrace. Gordon guardaba todos sus papeles de importancia en la oficina, y ningún testamento ha sido encontrado allí.

—Pero pueden hacerse indagaciones... —prosiguió obstinadamente Poirot—. En la A. R. P., por ejemplo. ¿Me da usted su autorización para hacerlas por mi cuenta?

—¡Claro que sí! Es usted muy amable al querer tomarse tales molestias. Me temo, sin embargo, que va usted a perder el tiempo. En fin..., ¡allá usted!

Y añadió casi a continuación:

—Supongo que se marchará usted a Londres inmediatamente.

Los ojos de Poirot se entornaron ligeramente. Pareció notar una especie de apremio en la forma como fueron pronunciadas estas palabras.

«¡Y dale! —pensó—. ¿Será que todos se han confabulado para quitarme del paso?»

Antes de que pudiese contestar, se abrió la puerta y entró Frances Cloade.

Dos cosas de ella impresionaron a Poirot. Una su aspecto enfermizo. Otra, su extraña semejanza con el retrato de su padre.

—El señor Hércules Poirot, que ha tenido la amabilidad de venir a vernos, querida —dijo Jeremy casi innecesariamente.

Poirot estrechó la mano que aquella le tendía y, Jeremy le hizo un sucinto relato de la sugestión del detective acerca de la posible existencia de un testamento.

—Me parece algo improbable —replicó Frances.

—El señor Poirot se va a Londres y se ha ofrecido a hacer las diligencias a que hubiere lugar.

—El comandante Porter —explicó Poirot— era, según tengo entendido, uno de los encargados de la Defensa Pasiva.

Una curiosa expresión se reflejó en la cara de la señora Cloade.

—¿Quién es, en resumidas cuentas, el comandante Porter? —preguntó.

Poirot se encogió de hombros.

—Un oficial retirado que vivía de su pensión.

—¿Y estuvo realmente en África?

El detective la miró con curiosidad.

—Sin duda alguna, señora. ¿Por qué lo pregunta?

—No sé —contestó como abstraída en sus propios pensamientos—. Por nada. Es un hombre que me extrañó desde el primer instante que le vi.

—Lo comprendo, señora —interpuso Poirot—. Lo mismo me sucedió a mí.

Ella miró fijamente al detective y una expresión de terror se dibujó en sus pálidas facciones.

Volviéndose a su marido, le dijo:

—Jeremy, estoy preocupada por Rosaleen. Está sola en Furrowbanks y sabes lo trastornada que se ha quedado con el arresto de David. ¿Tendrías algún inconveniente en que la invitara a pasarse unos días con nosotros?

—¿Crees que eso es aconsejable, mi vida?

—Aconsejable..., no lo sé. Humano..., sí. Sabes lo desamparada que se encuentra.

—Dudo mucho que acepte tu invitación.

—Podemos probarlo.

—Bien —dijo el leguleyo con calma—. Si crees que eso te ha de hacer más feliz...

—¡Más feliz!

Las palabras cayeron de su boca con extraña amargura. Después miró suspicazmente a Poirot.

Éste murmuró con solemnidad:

—Con su venia, deseo retirarme.

Ella le acompañó hasta el vestíbulo.

—¿Es verdad que se va usted a Londres?

—Sí, mañana; pero sólo por veinticuatro horas. Después volveré a la posada de «El Ciervo», donde me encontrará usted si me necesita, señora.

—¿Para qué he de necesitarle yo? —preguntó ella con acritud.

Poirot no contestó a la pregunta. Se limitó a decir:

—Estaré en «El Ciervo».

Más tarde, y de la oscuridad, brotaron unas palabras que Frances Cloade dirigía a su marido.

—No creo que ese hombre vaya a Londres por la razón que dio, ni tampoco en su historia acerca del testamento de Gordon. ¿Lo crees tú, Jeremy?

—No, Frances, no. Debe existir algún otro motivo.

—¿Qué motivo?

—No tengo la menor idea.

Y añadió Frances:

—¿Qué va a hacer, Jeremy? ¿Qué vamos a hacer?

Después de unos breves instantes respondió éste:

—Creo, Frances, que sólo nos queda un camino...

Capítulo IX

Equipado con las necesarias credenciales de Jeremy Cloade, Poirot logró obtener contestación a sus preguntas. Todas eran concluyentes. La casa había quedado totalmente destruida. El solar se había limpiado recientemente con vistas a la reconstrucción. No había habido supervivientes, con excepción de David Hunter y la señora Cloade. Los tres criados de la casa: Frederick Game, Elisabeth Game y Eileen Corrigan, habían muerto instantáneamente. Gordon salió con vida, pero murió camino del hospital sin recuperar el conocimiento. Poirot tomó nota de los nombres y direcciones de los parientes más cercanos de la servidumbre.

—Es posible —dijo— que alguno de éstos haya hecho comentarios entre sus amigos que puedan conducirnos a informaciones de las que tan faltos andamos.

El paso siguiente lo dio Poirot en dirección a la casa en que vivía el comandante Porter. Recordaba, por declaración espontánea de éste, que había sido uno de los encargados de la Defensa Pasiva y que bien pudiera ser que hubiese estado de guardia aquella noche y que supiese algo del incidente de Sheffield Terrace.

Tenía además otros motivos que le impulsaban a ir a ver al comandante Porter.

Al volver la esquina de la calle Edge, se sorprendió de ver a un policía de uniforme plantado precisamente en la escalerilla de la casa que él pretendía visitar. Un grupo de curiosos, niños en su mayoría, se agolpaban frente a la puerta. El corazón de Poirot latió con sobresalto al interpretar los signos que éstos hacían.

—No se puede entrar aquí, caballero —dijo.

—¿Qué ha ocurrido?

—No es usted de la casa, ¿verdad?

Poirot movió la cabeza negativamente.

—¿A quién deseaba usted ver, si puede saberse?

—A un señor a quien llaman el comandante Porter.

—¿Es usted amigo suyo?

—No, estrictamente, lo que pudiese llamarse un amigo, ¿por qué?

—Porque tengo entendido que ese caballero se ha pegado un tiro. ¡Ah! Aquí parece que viene el inspector.

La puerta se había abierto, y dos figuras aparecieron en su marco. Una era la del inspector local, y la otra la del sargento Graves, del recinto de Warmsley Vale. Éste reconoció a Poirot e hizo la presentación.

—Pase usted, señor Poirot —dijo el inspector.

Los tres volvieron a entrar en la casa.

—Recibimos una llamada telefónica —explicó el sargento Graves—, y el superintendente Spence me envió a que recogiera informes.

—¿Suicidio?

—Sí —contestó el inspector—. Un caso clarísimo. No sé si el haber declarado en la encuesta debió perturbar también su cerebro, pero tengo entendido que estaba atravesando una situación económica bastante crítica. Se mató con su propio revólver.