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—¿Nadie recuerda haber visto un coche vagar por estos alrededores?

—Sólo el del doctor Cloade que salió a visitar un paciente en Middingham. De haberse tratado de otro y ocupado por una forastera, no habría faltado quien hubiese podido darnos toda clase de informes.

—¿Y por qué dice usted «una forastera»? —preguntó pausadamente Poirot—. Un hombre ligeramente bebido y a cien yardas de distancia difícilmente hubiese reconocido a una persona de la villa con quien tuviese gran intimidad, máxime si ésta iba vestida en forma que no fuese la habitual en ella.

Spence le echó una mirada interrogadora.

—¿Podía ese Pierce haber reconocido a Lynn Marchmont, pongo por caso? —añadió aquél.

—Lynn Marchmont estaba en la Casa Blanca con su madre a la hora en que hablamos.

—¿Está usted seguro?

—La señora de Lionel Cloade, la del doctor, dijo que habló con ella por teléfono a eso de las diez y diez. Rosaleen Cloade estaba en Londres. A la señora de Jeremy... ¡Caramba! ¡A ésta nunca se la ha visto con pantalones ni con potingues en la cara! Además, no tiene nada de joven.

—¡Oh, mon cher! —Poirot se incorporó ligeramente para hablar—. En una noche oscura, y en una calle débilmente iluminada, es difícil adivinar los años de una cara que se encuentra transfigurada bajo la máscara del maquillaje.

—Oiga usted, Poirot —dijo Spence—. ¿Quiere usted decirme de una vez qué es lo que pretende insinuar?

El detective volvió a recostarse y cerró perezosamente los ojos.

—Unos pantalones, una chaqueta de mezclilla, un pañuelo para envolverse la cabeza, una cantidad considerable de pintura, y luego una barrita de labios que cae y rueda bajo la cómoda. Todo muy sugestivo.

—Lo menos que usted se figura es que es el oráculo de Delfos —gruñó el superintendente—. No es que yo sepa qué es eso del oráculo de Delfos, pero Graves dice saberlo y veo que de poco le ha servido en su carrera policíaca. ¿Tiene usted alguna otra declaración críptica que hacer, señor Poirot?

—Le dije ya —contestó éste— que el caso era incongruente por demás. Como ejemplo mencioné que el propio cadáver era en sí un rompecabezas. Al menos, si lo considerábamos como el de Underhay. Underhay era, según descripciones, un hombre un tanto excéntrico y caballeroso, chapado a la antigua y apegado a la tradición. El hombre que se hospedaba en «El Ciervo» era un chantajista, carecía de caballerosidad, no era ni reaccionario ni anticuado, ni podía observarse en sus costumbres excentricidad alguna. No podía ser, por tanto, Underhay. Lo interesante es que, aun siendo así, Porter lo identificara como el tal Robert Underhay.

—¿Y por eso fue a ver a la mujer de Jeremy?

—No. Fue el extraordinario parecido que encontré entre ambos. Por lo visto el perfil es un sello distintivo de la familia Trenton. Permitiéndome un pequeño juego de palabras diré que, como Charles Trenton, el cadáver encajaba perfectamente en este rompecabezas. Pero quedan aún varias preguntas por hacer. ¿Cómo es que David Hunter, temerario y violento como todos sabemos, se dejara intimidar tan fácilmente por un chantajista vulgar? Otro, pues, que al parecer actuaba fuera de su papel. Después tenemos a Rosaleen Cloade. Su comportamiento en general es incomprensible, pero hay algo en particular ahí que me llama poderosamente la atención. ¿Por qué ese miedo constante? ¿Por qué ha de creer que por el mero hecho de que su hermano no esté a su lado para protegerla, haya de sucederle algo? Debe haber una razón. Y su temor no es precisamente el de perder su fortuna, no; es algo peor que todo eso. Es miedo a perder su propia vida.

—iPor Dios, señor Poirot, no irá usted a decirme que...!

—No olvidemos, Spence, que, como acaba usted de decir, volvemos a estar donde estábamos. Mejor dicho, que son los Cloade los que vuelven a estar donde estaban. Robert Underhay murió en África y la vida de Rosaleen Cloade es el obstáculo que se levanta entre ellos y la posesión de la fortuna del viejo Gordon.

—Yo sólo digo lo siguiente. Rosaleen Cloade tiene hoy veintiséis años, y aunque de mente un tanto inestable es fuerte y goza de una excelente salud. Puede perfectamente llegar a los setenta, y aun a los ochenta si me apura. ¿No cree usted, superintendente, que cuarenta y cuatro años son muchos años de espera?

Capítulo XII

Acababa de salir de la Comisaría de Policía cuando vio a la «tía Kathie» que, presurosa y con un montón de bolsos de compra en la mano, se dirigía hacia él.

—¡Es horrible lo que acabo de oír de Porter! —dijo casi sin aliento al llegar a su lado—. No puedo por menos de creer que su concepto de la vida debió ser completamente materialista. ¡Claro! ¿Qué podía esperarse de un soldadote? Tengo entendido que pasó muchos años en la India, pero me temo que no sacaría ningún provecho de las oportunidades espirituales que allí encontraría. Todo se habría reducido a pukkas[6], a chota hazris[7] y a tiffins[8]. ¡Y pensar que podía haber llegado a sentarse como un chela[9] a los pies de alguno de los gurús[10]!. ¡Qué pena, señor Poirot, haber perdido una oportunidad así!

La «tía Kathie» movió tristemente la cabeza, y al hacerlo debió aflojar la presión de sus manos, pues se abrió uno de los bolsos dejando caer unas prosaicas postas de bacalao que Poirot se apresuró a recoger del suelo. En su agitación la «tía Kathie» dejó resbalar un segundo bolso, de donde saltó una lata de dorado jarabe que inició una alegre carrera a lo largo de la pronunciada pendiente de la High Street, recorriendo un buen trecho.

—¡Oh, gracias, señor Poirot! —dijo, tomando el bacalao.

El detective había salido corriendo tras la fugitiva lata.

—¡Qué atolondrada soy! —añadió al llegar aquél—. Pero créame que la noticia es como para descomponer a cualquiera. Ese desgraciado... sí, es pegajoso, pero no quisiera ensuciar su pañuelo. Gracias de todos modos, señor Poirot. Como decía, la verdadera vida es lo que llamamos muerte, y viceversa muerte es lo que llamamos vida. No me sorprendería ver el cuerpo astral de alguno de mis amigos que ya están en el Más Allá. A lo mejor se cruza usted con cualquiera de ellos en la calle. Sin ir más lejos, la otra noche...

—Permítame... —interrumpió Poirot empujando el bacalao que amenazaba con desbordarse de nuevo—. ¿Decía usted que...?

—Hablaba de los cuerpos astrales. Pedí, como usted sabe, dos monedas de a penique, porque yo sólo tenía en mi monedero de las de a medio penique. Ya me pareció en aquel momento que la cara que tenía delante me era familiar, sólo que no conseguí colocarla en su sitio, como si dijéramos. Ni aun ahora lo consigo, pero estoy segura de que era alguien que había roto ya sus lazos terrenales. Es admirable la forma en que son enviados, aunque sólo sea para darnos unos peniques y ayudarnos a que podamos hacer una llamada telefónica. Pero... ¿en qué estoy pensando? ¡Mire usted la cola que hay en Peacock! Con seguridad que deben estar repartiendo crema o panecillos vieneses. ¡Dios quiera que no llegue tarde!

La señora de Lionel Cloade atravesó apresuradamente la calle y se incorporó a la fila de mujeres que con cara torva esperaban armadas de paciencia a la puerta de la tienda del repostero.

Poirot siguió calle abaje. No se volvió en dirección a la posada, sino que encaminó sus pasos hacia la parte en que se hallaba la Casa Blanca.

Tenía ansias de hablar con Lynn Marchmont y sospechaba que ésta participaría también de un deseo análogo con respecto a él.

Hacía una hermosa mañana. Una de esas templadas y espléndidas mañanas de primavera que el propio verano envidiaría.