—Pero queda aún otra verdad que por lo visto no está usted dispuesta a admitir.
—Se refiere usted a David Hunter, ¿verdad? —preguntó Lynn fogosamente—. ¿Usted cree que estoy enamorada de David?
—Sólo usted puede contestar a esa pregunta —murmuró discretamente Poirot.
—Ni siquiera yo puedo contestarla. Hay algo en David que me repele..., pero algo también que me atrae.
Quedó silenciosa unos momentos y después añadió:
—Estuve hablando ayer con el que fue su general. Se había enterado del arresto de David y se presentó inmediatamente dispuesto a ayudarle en cuanto pudiese. Me contó cosas verdaderamente temerarias de David, asegurándome que era el soldado más valiente que había tenido bajo su mando. Sin embargo, señor Poirot, y a pesar de todas sus alabanzas, tuve la impresión de que en su interior no estaba muy seguro de que David no fuese capaz de cometer un delito así.
—¿Y usted no está segura, tampoco?
Lynn dibujó en su cara una patética sonrisa.
—No. ¿Cree usted que puede amarse a un hombre en quien no pueda depositar una mujer su confianza?
—Desgraciadamente, sí.
—No he sido nunca leal con David, precisamente por esta razón. He dado siempre crédito a multitud de habladurías que han ocurrido por el pueblo en el sentido de que David no era en realidad David Hunter, sino un mero amigo de Rosaleen, y me sentí avergonzada, al oír decir al general que había conocido a David de niño en la verde Irlanda.
—C'est épatant! —exclamó Poirot— la facilidad con que la gente toma el rábano por las hojas.
—¿Qué quiere usted decir?
—Simplemente lo que he dicho —contestó—. Dígame: ¿recibió usted una llamada telefónica de la señora Cloade, me refiero a la esposa del doctor, la noche en que se cometió el asesinato?
—Sí.
—¿Por qué motivo?
—Nada importante. Un embrollo que se había armado con algunas de sus cuentas.
—¿Sabe usted si habló desde su propia casa?
—No, porque el teléfono estaba estropeado. Tuvo que valerse de uno público.
—¿A las diez?
—Algo así.
—¡Algo así! repitió Poirot, pensativo.
Y luego dijo, procurando dulcificar un poco el tono
de su voz:
—Ésa no fue la única llamada que tuvo usted aquella noche, ¿verdad?
—No —contestó secamente Lynn.
—David Hunter llamó desde Londres, ¿verdad?
—Si.
—Supongo que también querrá usted saber lo que dijo.
—Sí, aunque comprendo que no me asiste derecho alguno para...
—No se preocupe —le atajó Lynn—. Se lo diré con gusto. Me dijo que se marchaba para no volver. Que no era un hombre digno de mí y que nada en el mundo, ni aun yo, podía hacerle cambiar.
—Y como era posible que esto fuese verdad, no le debió hacer mucha gracia la noticia, ¿verdad? —preguntó Poirot con acento de picardía.
—Espero que cumpla su palabra, si sale absuelto, por supuesto, y que ambos se marchen para América o donde sea, de una vez y para siempre. Será el modo de que dejemos de pensar en ellos y de que aprendamos a resolver, sin ayuda de nadie, nuestras propias dificultades. ¡De que cese de una vez nuestra malquerencia!
—¿Malquerencia?
—Sí. La sentí por primera vez la noche de la fiesta en casa de la tía Kathie. Quise atribuirla a mi reciente llegada y a que quizá perdurase en mí aquella especie de aversión que sentía por todo cuanto me rodeaba. Pero no. Vi que era un sentimiento del que participaban todos los de mi familia por igual. Malquerencia... por Rosaleen. Deseos de verla muerta. ¡Es horrible, lo sé, sentir una cosa así por una persona que, al fin y al cabo, no nos ha hecho ningún mal!
—Su muerte, en medio de todo, es lo único que podría beneficiar a todos ustedes —dijo Poirot con un tono de voz frívolo y práctico a la vez.
—¿Económicamente, quiere usted decir? Su simple presencia en estos contornos nos ha hecho más daño que el que pudiera usted imaginar. No es bueno envidiar a nadie, tener que mendigar sus favores, sentir repugnancia por ella... Allí la tiene usted ahora en Furrowbanks, sola. Parece un espectro, muerta de terror, parece... ¡oh...! parece que vaya a perder la razón. ¡Pero no quiere nuestra ayuda! La de ninguno de nosotros. Mamy le pidió que viniese a vivir en nuestra casa. Tía Frances la invitó a ir a la suya. Hasta tía Kathie se ofreció a hacerle compañía en Furrowbanks... ¡Pero es inútil! No quiere aceptar nada de nosotros. Ni siquiera ha querido ver al general Conroy. Creo que ahora está enferma, como consecuencia de sus angustias y de su miedo, claro está; pero aquí nos tiene usted sin poder hacer nada por ella.
—¿Lo ha intentado usted? ¿Usted, personalmente?
—Sí —contestó Lynn—. Estuve ayer a verla y le pregunté si podía ayudarle en algo. Me miró y de pronto se puso a temblar y a llorar como una desesperada. «Usted menos que nadie», exclamó señalándome temerosamente con el dedo. Supongo que es David quien le ha aconsejado que se quede en Furrowbanks. Rowley le llevó mantequilla y huevos de Long Willows. Es por lo visto el único de la familia a quien tolera. Le dio las gracias y le dijo que era muy amable. Y hay que reconocer que Rowley lo ha sido siempre con ella.
—Hay siempre gentes —dijo Poirot— por las que uno siente sin darse cuenta una profunda simpatía, casi diría piedad.
Sin terminar la frase, se puso súbitamente en pie.
—Señorita, es preciso que vayamos a Furrowbanks —exclamó.
—¿Quiere usted que le acompañe?
—Si está usted dispuesta a ser generosa y comprensiva...
—Lo estoy —contestó Lynn sin vacilar—. No le quepa duda que lo estoy.
Capítulo XIII
Tardaron sólo cinco minutos en llegar a Furrowbanks. La vereda del extenso jardín de la casa serpenteaba por un declive cuidadosamente bordeado por una espesa hilera de rododendros. Gordon Cloade no había economizado trabajo ni dinero alguno para convertir a Furrowbanks en un verdadero rincón de ensueño. La doncella que salió a responder a su llamada quedó sorprendida al verlos y manifestó su duda sobre la posibilidad de que pudiesen ver a la señora Cloade. La señora, dijo, no se había levantado todavía. Sin embargo, les condujo a la sala, y se fue escaleras arriba con el mensaje de Poirot.
Éste miró a su alrededor. Estaba haciendo un estudio comparativo entre esta sala y la que poseía Frances Cloade, tan íntima y tan en consonancia esta última con el carácter de su dueña. La sala de Furrowbanks era estrictamente impersonal, sólo hablaba de lujo, asociado, no obstante, a un impecable buen gusto. Gordon Cloade sólo se había cuidado de que todo lo que hubiese en la habitación fuese de la mejor calidad y de indiscutible valor artístico. No había en ella signo alguno de selectividad, o de inclinación personal de su ocupante. Rosaleen Cloade no había estampado en el lugar muestras de su capricho o individualidad.
Había vivido en Furrowbanks con el mismo despego hacia cuanto le rodeara que hubiese mostrado un turista cualquiera alojado en un hotel como el Ritz o el Savoy.
—Me gustaría saber —pensó Poirot— si las otras...
Lynn rompió la cadena de sus pensamientos preguntándole qué pensaba y qué era lo que le hacía parecer tan preocupado.
—El fruto del pecado, señorita, dicen que es la muerte. Aunque veo que, a veces, es también el lujo y el bienestar. ¿Pero valdrá esto, en realidad, la pena de desviar el curso de una vida? ¿De...?
Cortó sus razonamientos al ver a la doncella que, olvidando toda su compostura, bajaba las escaleras con cara de terror y entraba en la sala balbuceando ininteligiblemente unas palabras.
—¡Oh, señora Marchmont! ¡Oh, caballero...! La señorita... arriba... creo que está muy mal. No habla. No he podido despertarla... ¡Y tiene las manos muy frías!
Poirot giró sobre sus talones y salió precipitadamente de la habitación seguido de la doncella y Lynn, y subió las escaleras y entró en un cuarto con la puerta abierta que aquélla señaló y que cerró cuidadosamente tras de sí tan pronto como todos estuvieron en su interior.