—Escribió a Frances, no acabo de alcanzar el porqué. Quizá se imaginara que, debido a su educación superior, conseguiría de ella una mayor comprensión y simpatía. Decía que era posible que nos sorprendiera la noticia de su casamiento. Admitía que todo había sido un tanto precipitado, pero que confiaba en acabar por querer profundamente a Rosaleen, un nombre completamente teatral, ¿no te parece? Y le llamo teatral por no decir algo peor. Añadía que su vida, la de ella, había sido triste por demás; que, no obstante sus pocos años, sus experiencias habían sido abundantes y dolorosas, y era realmente admirable la forma estoica con que supo arrastrar sus situaciones.
—El conocido gambito —murmuró Lynn.
—Así es. ¡Lo hemos oído nombrar con tanta frecuencia...!, ¡pero, ca...!, como todos. Ella tiene un par de hermosos ojos azules y profundos, y encajados con dedos llenos de tizne, como vulgarmente se dice.
—¿Es atractiva?
—Es bonita, por demás, aunque no la clase de lindeza que yo admiro.
—Lo supongo.
—No, querida. No me has entendido. Me refiero a hombres que..., pero, ¿a qué seguir hablando de ellos? Aun los más equilibrados acaban por cometer las más absurdas locuras. La carta de Gordon seguía diciendo que ni por un momento creyésemos que su boda serviría para debilitar los estrechos lazos que con todos les unían, y que seguiríamos siendo objeto de su particular atención.
—¿No hizo, acaso —dijo Lynn—, algún testamento después de su boda?
La señora Marchmont movió la cabeza negativamente.
—No. El último que hizo fue en 1940. No conozco sus detalles, pero nos dio a entender en aquella fecha que se había cuidado de todos y que nada habríamos de temer en caso de su fallecimiento. Su boda, como es natural, hizo nulo ese testamento. Estoy segura que no habría tardado en hacer otro nuevo, pero no le dio tiempo. Murió, puede decirse, al día siguiente mismo de su llegada.
—¿Y así ella, Rosaleen, lo hereda todo?
—Sí.
Lynn quedó silenciosa. No era ni más ni menos mercenaria que la mayoría de las gentes y era humano que la afectara el nuevo curso que habían tomado los acontecimientos. No iban a suceder tal cual Gordon Cloade los proyectara. El grueso de la fortuna habría pasado, sin duda, a poder de su joven esposa, pero no habría dejado de tomar ciertas precauciones en favor de una familia a la que continuamente había animado a depender de él. Vez tras vez había incitado a no hacer economías ni previsión para el futuro. En cierta ocasión oyó cómo le decía a Jeremy: «Serás rico cuando yo muera.» Y a su madre, y repetidamente: «No te preocupes, Adela. Yo me encargo de Lynn, y no debes moverte de esta casa, que puedes considerar como tuya. Repárala y modifícala a tu gusto, y no dejes de enviarme la nota de gastos.» Fue él quien más empeño mostró en que Rowley se dedicara a la agricultura; él quien insistió en la entrada de Anthony, hijo de Jeremy, en el Cuerpo de Guardias, y él quien animó a Lionel Cloade a seguir cierto ramo de investigaciones médicas que le obligaron a abandonar de momento la práctica directa de su profesión.
Este cúmulo de recuerdos que se agolpaban en su memoria, fueron cortados de súbito. Dramáticamente, y con manos temblorosas, la señora Marchmont mostraba un puñado de facturas.
—Y fíjate en todo esto —siguió—. ¿Qué podemos hacer ahora, Lynn? El gerente del Banco me escribió esta mañana notificándome que mi cuenta está sobregirada. No lo comprendo. Tú sabes lo escrupulosa que he sido siempre en mis cuentas. Parece, sin embargo, que mis inversiones no son ya lo que fueron debido al aumento de los impuestos. Ésas son al menos las noticias. Y todos estos papeles amarillos que ves aquí, seguros contra daños de guerra y que has de pagarlos.
Lynn tomó las facturas y las examinó cuidadosamente. Nada había en ellas que pudiese hacer creer en extravagancias de ninguna clase. Empizarrado de los techos, arreglo de vallas, reposición de una vieja caldera en la cocina y la instalación de una nueva cañería del agua. Sumado todo, alcanzaba una cantidad considerable.
—Creo que tendré que marcharme de aquí —exclamó la señora Marchmont, en tono lastimero—. Pero, ¿dónde? No se encuentra una casa pequeña ni por equivocación. Ni siquiera creo que existan. ¡Oh, Lynn! No quisiera amargarte la vida con mis lamentos y menos haciendo sólo tres días que estás entre nosotros, pero no sé lo que voy a hacer. ¡No lo sé, hija mía...!
Lynn miró a su madre. Había cumplido ya los sesenta y su constitución no era ciertamente de las que hubiesen podido clasificarse entre la categoría de las fuertes. Durante la guerra había aceptado evacuados de Londres y cocinado y trajinado para ellos. También había colaborado con la W.V.S., confeccionando compotas y ayudando a preparar la comida para las escuelas. Un trabajo de catorce horas diarias en contraste con la vida tranquila y fácil de los tiempos de anteguerra. Ahora estaba, como bien podía verlo Lynn, al borde de dar un estallido. Sin fuerzas y dominada por el terror de un futuro sin horizontes.
Una sorda cólera empezó a desbordarse en Lynn, que dijo como tratando de masticar las palabras:
—¿Y no podría Rosaleen ayudar?
Un vivo carmín se extendió por las mejillas de la señora Marchmont.
—No tenemos derecho a nada, a nada en absoluto.
—Creo que tienes un derecho moral —objetó Lynn—. El tío Gordon nunca dejó de ayudarnos.
La señora Marchmont hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No sería correcto —dijo— solicitar favores de gentes por las que no sentimos aprecio alguno. De todos modos, su hermano no le permitiría que se desprendiese de un solo chelín.
Y añadió, abandonando el heroísmo y cediendo el paso a su mal contenida felinidad:
—¡Admitiendo que en realidad fuese su hermano!
Capítulo II
Frances Cloade miraba pensativamente a su esposo, sentado frente a ella a la mesa. Frances frisaba en los cuarenta. Era de líneas finas y elegantes que hacían recordar la airosa delgadez de un galgo. Había un sello de arrogancia en la belleza que aún conservaban sus ya un tanto marchitas facciones, desprovistas de todo afeite, con excepción de unos ligeros toques de carmín en los labios. Jeremy Cloade era un enjuto sesentón de cara adusta e inexpresiva.
En la noche a que hacemos referencia, su reserva y seriedad parecían haber llegado a su límite.
Así lo observó la esposa al primer golpe de vista.
Un joven de unos quince años revoloteaba alrededor de la mesa, sirviendo los platos, pendiente siempre de cualquier gesto que pudiera hacer Frances. Un ligero fruncimiento de cejas de ésta, bastaba para que algo se le cayese de entre las manos y cualquier señal de aprobación le hacía resplandecer de gozo.
Se comentaba envidiosamente en Warmsley Vale que si alguien habría de tener criados, ésta sería, indudablemente, Frances Cloade. Y no es que los retuviese con falsas promesas de tentadores sueldos ni porque dejase de exigirles un estricto cumplimiento de sus deberes. No. Se debía a un trato afectuoso y correcto que tenía siempre una frase alentadora de aprobación para cuanto a su juicio estuviese bien hecho y aquella contagiosa energía y dinamismo que hacía que su servicio doméstico tuviese siempre un sello creativo y personal. Estaba acostumbrada desde niña a ser servida y esto lo hacía con entera naturalidad, mostrando el mismo aprecio por un buen cocinero o por una buena camarera que el que hubiese podido sentir por un excelente pianista.
Frances Cloade había sido la hija única de lord Edward Trenton, que adiestraba sus caballos en las inmediaciones de Warmsley Heath. La bancarrota final de lord Edward fue considerada por quienes se preciaban de estar al tanto de ciertos detalles, como algo providencial que vino a librarle de males peores que la ruina material. Habían circulado rumores de caballos que no respondían al freno en determinados momentos y de otras anomalías que habían motivado una investigación por parte de los soltadores y jueces del «Jockey Club». Pero lord Edward había conseguido salir del apuro con sólo unas cuantas salpicaduras y llegar a un convenio holgadamente. en una de las playas de moda del sur de Francia. Todo ello lo debió a la astucia y a los esfuerzos realizados por su abogado Jeremy Cloade. Cloade había hecho algo que pocos en su profesión acostumbraban a hacer. Poner una garantía personal en favor de su cliente. Tampoco había hecho un secreto de la admiración que sentía por Frances, y a su debido tiempo, y cuando ya los asuntos de su padre habían acabado de resolverse satisfactoriamente, ésta se convirtió en la señora de Jeremy Cloade.