Cuando no había dinero todo se reducía a cultivar la privación, a marcharse al extranjero o a pasar una temporada en casa de amigos o familiares. Esto en el caso, tampoco muy frecuente, en que no apareciera quien espontáneamente se brindase a efectuar un préstamo...
Pero mirando a su marido comprendía Frances que no era aquél la clase de mundo que los Cloade se habían forjado para sí. En éste no se podía vivir del préstamo ni del favor de los demás. (Y en justa correspondencia tampoco podían esperar ellos reciprocidad alguna en este sentido.)
Frances sintió por Jeremy una profunda lástima mezclada con cierta sensación de remordimiento por la imperturbabilidad mostrada hacia los negocios de su marido. En ella se amparó prácticamente al hacer esta pregunta:
—¿Tendremos que venderlo todo? ¿Habrá que cerrar el despacho?
El estremecimiento que recorrió el cuerpo de Jeremy Cloade dio a entender a Frances que había dado en el blanco.
—Querido Jeremy —le dijo con dulzura—, dime lo que sea. Sabes que no me gustan las adivinanzas.
—Hace dos años hubimos de afrontar una situación un tanto crítica, como sabes, y pasamos grandes apuros para subsanar el efecto de sus irregularidades. Después se presentaron otras complicaciones derivadas de nuestra posición en Extremo Oriente, pues...
Ella le interrumpió:
—Dejemos esos detalles que nada importan en estos momentos. Te encuentras en un apuro y no sabes cómo salir de él, ¿no es eso?
—Confié en Gordon —contestó—. Él hubiera podido arreglarlo con facilidad.
Frances suspiró con impaciencia.
—Lo comprendo, y no puedo censurar al pobre Gordon. Después de todo, es humano el perder la cabeza por una mujer hermosa. ¿Y por qué no había de casarse si así le vino en gana? Pero fue una desgracia que él muriese en aquel ataque aéreo sin haber hecho el testamento que todos esperábamos. ¡Qué le vamos a hacer! Lo cierto es que nadie se supone, por inminente que sea un peligro, que sea él precisamente quien haya de morir. ¡Cree siempre que la bomba ha de herir por fuerza a los demás!
—Aparte el dolor que me produjo lo sucedido —prosiguió el hermano mayor de Gordon—, pues quise a mi hermano y me sentía orgulloso de él, su muerte ha sido una verdadera catástrofe para mí. Llegó en el momento preciso en que...
Se detuvo.
—¿Estamos arruinados? —preguntó Frances con comedido interés.
Jeremy Cloade miró a su esposa con desesperación. Esperaba una reacción violenta de lágrimas y reproches; y la forma fría e impersonal con que ésta interpretaba sus palabras acabó por anonadarle.
—Es algo peor que todo eso... —dijo con aspereza.
Al ver a Frances quedarse inmóvil y en actitud de profunda meditación, pensó: «Ha llegado el momento de decírselo. Es preciso que sepa quién soy... Le costará trabajo creerlo, pero no debo seguir ocultándoselo por más tiempo.»
Frances Cloade suspiró penosamente y se irguió en su sillón.
—Ahora lo comprendo —dijo—. Desfalco. O si crees que la palabra es inapropiada, algo parecido a lo que le ocurrió a Williams.
—Sí, pero esta vez, quizá no lo comprendas, soy yo el responsable. He hecho uso indebido de fondos encomendados a mi custodia, y aun cuando hasta ahora he logrado disimular la falta...
—No ha de tardar en saberse... —intercaló Frances completando su pensamiento.
—A menos que, y sin pérdida de tiempo, consiga reponer lo sustraído.
No recordó haber experimentado en su vida vergüenza como la que sintió al pronunciar estas palabras. ¿Qué juicio le merecería a Frances?
Ésta, sin embargo, pareció tomárselo con calma. No hubo escenas ni reproches. Se limitó a fruncir el entrecejo y a frotarse con los dedos una de sus mejillas.
—¡Es un escarnio! —dijo—, no poder disponer de dinero propio en una ocasión así.
—Tienes el que aportaste como dote, pero...
Quedóse rígido sin terminar la frase.
—¡No sigas! Me lo figuro. Corrió la misma suerte que el tuyo —contestó ella distraídamente.
Hubo un corto silencio que rompió Jeremy hablando con dificultad.
—Lo siento, Frances. Lo siento como no puedes llegar a imaginarte. Mal negocio hiciste casándote conmigo.
Ella le miró con dureza.
—Explícate —dijo Frances enérgicamente.
—Que cuando tuviste la condescendencia de casarte conmigo, tenías derecho a esperar... ¡qué sé yo!, al menos integridad por mi parte y una vida libre de sórdidas ansiedades.
Ella le miró con asombro.
—¡Pues claro, Jeremy! ¿Por qué crees entonces que me casé contigo!
Él intentó dibujar una sonrisa.
—Has sido siempre una esposa devota y leal; querida mía, pero difícilmente puedo jactarme de creer que me hubieses elegido de haber sido otras las circunstancias.
Ella le miró con fijeza y de pronto rompió en una sonora carcajada.
—¡Qué tonto eres! ¡Y qué mente más folletinesca guardas tras esa aparente severidad! ¿Crees en realidad que me casé contigo porque salvaste a mi padre de las garras de sus acreedores o de los intendentes del hipódromo?
—Tú querías mucho a tu padre, Frances.
—¡Con delirio! Era de lo más atractivo y agradable que te puedas imaginar. Pero también un inconsciente y un trapisondista. Lo sabía. Y si crees que me vendí al consejero y gestor administrativo de la familia para que éste salvase a mi padre, de lo que tarde o temprano y forzosamente habría de ocurrirle, entonces es que nunca supiste nada del corazón de la mujer y mucho menos del mío. ¡Nunca!
Frances continuó mirándole sin pestañear. Era extraordinario, pensó, cómo veinte años de matrimonio no habían bastado para conocerse mutuamente y saber lo que bullía en sus mentes. ¿Pero cómo lograrlo siendo tan diferentes el uno del otro? En el fondo, él era indudablemente un espíritu romántico. «No hay sino mirar —pensó— los retratos de algunos de sus antepasados que cuelgan de las paredes de su alcoba. ¡Pobre encanto mío!»
Y añadió en alta voz:
—Me casé contigo porque te quería.
—¿Quererme? ¿Y qué es lo que pudiste ver en mí?
—Si he de hablarte con sinceridad, te diré que no lo sé. ¡Eras tan diferente a todos cuantos rodeaban a papá! Al menos tú nunca me hablaste de caballos. Estaba harta de ellos y de oír discutir constantemente sobre copas y «handicaps». Viniste a cenar una noche, ¿te acuerdas? Yo estaba sentada junto a ti. Te pregunté lo que era «bimetalismo» y tú me diste una explicación clara y precisa que duró los seis platos de que por aquel entonces se componía nuestra comida.
—Debí ser horriblemente pesado —dijo Jeremy.
—Al contrario. Estuviste sencillamente fascinador. Nadie hasta entonces me había tomado en serio, y tú me trataste con toda deferencia debida a mi sexo, aunque sin mostrar un gran interés en mirarme ni halagar en un ápice mi natural vanidad. Esto, como comprenderás, picó mi amor propio y juré que no pararía hasta hacer que te fijaras en mí.
—No tuviste necesidad de esforzarte —interpuso Jeremy—. Aquella noche no logré pegar los ojos pensando en ti. Llevabas un vestido azul, adornado con amapolas...
Quedaron silenciosos unos instantes. Hubo un leve carraspeo de Jeremy, que intentó prolongar el tema, diciendo:
—¡Hace ya tanto tiempo de esto...!
Ella acudió en su auxilio para sacarle del apuro.
—Y hoy ya no somos —añadió— más que un pobre matrimonio que, en el ocaso de la vida, busca el modo de salir adelante de sus malas andanzas.
—Lo que acabo de oír de tus labios, Frances, centuplica en mí el dolor de mi deshonra...
Ella le interrumpió:
—¡Por favor, Jeremy! Tú tratas de excusarte por haber hecho algo que cae dentro de la jurisdicción de la ley; que quizá te acarree un proceso y hasta la posibilidad de ser condenado a prisión.