Corrió entre dos edificios, y al salir a la calle resbaló en una placa de hielo. Incapaz de recuperar el equilibrio embistió un montón de cubos de basura y fue a dar con los huesos en el suelo. Se levantó con un esfuerzo, mientras se frotaba el codo. Le ardía la rozadura, y notaba una debilidad en las rodillas que era algo nuevo. Volvió a sentarse y entonces se quedó inmóvil.
Los faros de un coche venían directamente hacia él. La luz azul en el techo le cegó cuando las ruedas frenaron a unos centímetros de su cuerpo. Se desplomó en la acera. Ya no tenía fuerzas para dar un paso más.
Se abrió la puerta del pasajero. Jack miró extrañado. Entonces también se abrió la del conductor. Unas manazas le sujetaron por las axilas.
– Coño, Jack, mueva el culo.
Jack vio el rostro de Seth Frank.
28
Bill Burton asomó la cabeza en el puesto de mando del servicio secreto en la Casa Blanca. Tim Collin ocupaba una de la mesas. Repasaba un informe.
– Ven, Tim.
Collin le miró intrigado.
– Le tienen arrinconado cerca del edificio del tribunal -añadió Burton, en voz baja-. Quiero estar allí. Sólo por si acaso.
El coche de Frank avanzó por la calle a gran velocidad, la luz azul colocada en el techo conseguía la respuesta inmediata de unos conductores poco acostumbrados a respetar a los demás automovilistas.
– ¿Dónde está Kate? -Jack estaba tendido en el asiento trasero, cubierto con una manta.
– Es probable que ahora le estén leyendo sus derechos. Después la encerrarán acusada de una serie de cargos accesorios por ayudarle.
– Tenemos que regresar, Seth -afirmó Jack que se sentó en el acto-. Me entregaré. Tendrán que soltarla.
– Sí, ¿y qué más?
– Lo digo en serio, Seth. -Jack intentó pasar al asiento delantero.
– Yo también, Jack. Si vuelve y se entrega, no le hará ningún favor a Kate y estropeará lo poco que le queda para conseguir reconducir su vida a la realidad.
– Pero Kate…
– Yo me ocuparé de Kate. Llamé a un colega local. La estará esperando. Es un buen tipo.
– Mierda. -Jack se sentó.
Frank abrió la ventanilla para quitar la lámpara del techo. La arrojó en el asiento del pasajero.
– ¿Qué coño pasó? -quiso saber Jack.
– No estoy muy seguro -contestó Frank, que le miró por el espejo retrovisor-. Supongo que en algún momento alguien comenzó a seguir Kate. Yo recorría la zona. Habíamos quedado en encontrarnos en el Convention Center después de la cita con usted. Oí por la emisora de la poli que le habían visto. Seguí la persecución por radio, e intenté adivinar dónde podía ir. Tuve suerte. No me lo podía creer cuando le vi salir del callejón. Casi le atropello. ¿Qué tal está?
– Mejor que nunca. Tendría que hacer esta mierda un par de veces al año para mantenerme en forma. Podría presentarme a las olimpíadas de criminales prófugos.
– Todavía está vivito y coleando, amigo mío -señaló Frank, con una risa-. Es un tipo con suerte. ¿Recibió algún regalo bonito? Jack maldijo por lo bajo. Se había preocupado tanto de eludir a la policía que ni siquiera lo había abierto. Sacó el paquete.
– ¿Hay luz?
Frank encendió la luz del techo.
Jack miró las fotos.
– ¿Qué tenemos? -preguntó Frank, sin apartar la mirada del espejo.
– Fotos. Del abrecartas, cuchillo o como quiera llamarlo.
– Vaya. No es ninguna sorpresa. ¿Ve algo en particular?
– No mucho -contestó Jack, que hacía un esfuerzo por ver los detalles pese a la poca luz-. Ustedes deben tener algún aparato que permita ver mejor qué tenemos.
– Le seré sincero, Jack, a menos que consigamos alguna otra cosa no podremos hacer nada -comentó Frank, con un suspiro-. Incluso si logramos sacar algo que se parezca a una huella digital, ¿quién podrá decir de dónde vino? Y no se puede hacer la prueba del adn de una puñetera foto, al menos que yo sepa.
– Lo sé. No pasé cuatro años como defensor público tocándome los cojones.
Seth aminoró la velocidad. Circulaban por la avenida Pennsylvania y el tráfico era más denso.
– ¿Qué propone?
Jack se peinó un poco, se apretó el muslo con las dos manos hasta que disminuyó el dolor de la rodilla y entonces se acostó en el asiento.
– El que va detrás del abrecartas lo quiere con auténtica desesperación. Tanto como para estar dispuesto a matarlo a usted, a mí y a cualquiera que se interponga en el camino. Es un caso de paranoia aguda.
– Cosa que encaja con nuestra teoría de que es algún pez gordo con mucho que perder si esto trasciende al público. ¿Y bien? Ya lo tienen. ¿Dónde nos deja eso, Jack?
– Luther no hizo las fotos sólo como una precaución por si algo le ocurriera al artículo original.
– ¿De qué habla?
– Volvió al país, Seth, no lo olvide. No hemos conseguido averiguar la razón.
Frank frenó al ver que el semáforo se ponía rojo. Se dio la vuelta en el asiento.
– De acuerdo. Regresó. ¿Cree que sabe el motivo?
Jack se sentó y mantuvo la cabeza gacha para que no asomara por encima de la línea de la ventanilla.
– Creo que sí. Le dije que Luther no era la clase de tipo que dejaría correr una cosa así. Si estaba a su alcance haría algo al respecto.
– Pero se marchó del país. En el primer momento.
– Lo sé. Quizás era el plan original. Tal vez lo tenía decidido desde el principio si el golpe salía de acuerdo al plan. La cuestión es que regresó. Algo le hizo cambiar de idea y regresó. Y tenía estas fotos. -Jack las desplegó en abanico.
Cambió el semáforo y Frank puso el coche en marcha.
– No lo entiendo, Jack. Si quería pillar al tipo, ¿por qué no se limitó a enviar el objeto a la policía?
– Pienso que ese era el último objetivo. Pero le comentó a Edwina Broome que si le decía quién era el sujeto, no le creería. Si ella, una amiga íntima, no creería su historia, y para convencer a alguien de su veracidad tendría que reconocer su participación en el robo, lo más lógico es que su credibilidad fuera cero.
– De acuerdo, tenía un problema de credibilidad. ¿Dónde encajan los fotos?
– Digamos que hace un intercambio directo. Dinero en efectivo a cambio de cierto objeto. ¿Cuál es la parte más difícil?
– El pago -respondió Frank en el acto-. Cómo conseguir el dinero y evitar que te maten o te atrapen. Las instrucciones para la recogida del objeto siempre se pueden enviar más tarde. El problema es hacerse con el dinero. Por eso ha bajado tanto el número de secuestros.
– Entonces, ¿qué haría?
– A la vista de que hablamos de un pago procedente de personas que no llamarán a la policía, me preocuparía por la rapidez -contestó el detective después de pensar un momento-. Correría el mínimo riesgo personal, y me aseguraría el tiempo para escapar.
– ¿Cómo se consigue?
– A través de las transferencias electrónicas de fondos. Una transferencia. Una vez, cuando estaba en Nueva York, investigué el caso de una estafa bancaria. El tipo lo hacía todo a través del departamento de transferencias de su propio banco. No se creería la cantidad de dólares que pasan cada día por esos lugares. Y tampoco se creería la cantidad de dinero que se pierde en el trasiego. Un tipo listo cogería un poco de aquí y otro de allá y cuando lo descubrieran ya se habría marchado hacía tiempo. Se envían las instrucciones de la transferencia. Se transfiere el dinero. Sólo se tarda unos minutos. Muchísimo más cómodo que buscar en un contenedor de basura en el parque donde cualquiera le puede volar la cabeza con una pistola.