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– Pero el ordenante de la transferencia puede rastrear el dinero. -Desde luego. Tiene que identificar el banco al que va dirigida.

Le asignan un número de ruta y necesita una cuenta en el banco.

– Por lo tanto, el ordenante, si es listo, puede rastrearla. Y después, ¿qué?

– Después seguirán el camino del dinero. Quizá consigan alguna información de la cuenta. Aunque nadie es tan estúpido como para utilizar el nombre o el número de la seguridad social. Además, un tipo listo de verdad como Whitney dejaría unas instrucciones prefijadas. En cuanto los fondos llegan al primer banco, se transfieren de inmediato a otro, después a otro y a otro. Es probable que el rastro acabe por desaparecer. No olvide que es dinero en el acto. Fondos disponibles al instante.

– Parece lógico. Estoy seguro de que Luther hizo algo así.

Frank se rascó la cabeza en el borde del vendaje. Llevaba el sombrero calado hasta las orejas y todo el conjunto le resultaba muy incómodo.

– Lo que no acabo de entender es por qué tomarse tanto trabajo. No necesitaba dinero después de robar a Sullivan. Podía quedarse en el extranjero y seguir desaparecido. Dejar que el asunto se enfriara. Al cabo de unos meses pensarían que se había retirado para siempre. No me molestes y yo no te molesto.

– Tiene razón. Podía haberlo hecho. Retirarse. Renunciar. Pero regresó, y más que eso, regresó con la intención aparente de chantajear a la persona que mató a Christine Sullivan. Y si, como pensamos, no lo hizo por dinero, ¿por qué lo hizo?

– Para hacerles sufrir -respondió Frank, tras una pausa-. Para que supieran que está en alguna parte. Con las pruebas para destruirlos.

– Pero no estaba seguro de que las pruebas fueran suficientes.

– Porque el asesino era muy respetable.

– Muy bien. Con todos estos datos, ¿usted qué haría?

Frank se acercó al bordillo y aparcó el coche. Se dio la vuelta. -Intentaría conseguir alguna prueba más. Eso es lo que haría. -¿Cómo? ¿Si está chantajeando a alguien?

– Renuncio -dijo Frank que levantó las manos.

– Dijo que el ordenante podía rastrear la transferencia.

– ¿Y?

– ¿Qué pasaría si se hace en el otro sentido? El que recibe hace el camino inverso.

– Soy un imbécil. -Frank se olvidó por un momento del golpe en la cabeza y se dio una palmada en la frente-. Whitney marcó la transferencia en el otro sentido. La persona que envía el dinero piensa en todo momento que está jugando al gato y al ratón con Whitney. Él es el gato y Luther el ratón. El está oculto, listo para escapar.

– Sólo que Luther no mencionó que estaba en favor de un cambio de personajes. Él era el gato y ellos el ratón.

– Y que el rastro acabaría por descubrir a los malos, por muchas protecciones que pusieran en el camino, si es que se les ocurrió poner alguna. Todas las transferencias del país pasan obligatoriamente por la Reserva Federal. Si consigue un número de referencia de la Reserva o del propio banco, ya tiene algo seguro. Incluso si Whitney no siguió el camino inverso, el hecho de recibir el dinero, una cantidad cualquiera, ya es bastante perjudicial. Si das la información a los polis junto con el nombre del ordenante y ellos lo comprobaban…

– Entonces de pronto lo increíble se hace verdad -dijo Jack, que acabó la frase por el detective-. Las transferencias no mienten. Se envió el dinero. Si se trata de una cantidad considerable, como creo que fue en este caso, entonces no habrá cómo explicar el envío. Es una prueba casi definitiva. Los pilló con su propio dinero.

– Se me acaba de ocurrir otra cosa, Jack. Si Whitney estaba reuniendo pruebas contra esa gente, entonces es que tenía pensado ir a la policía. Iba a entrar en la primera comisaría, y entregarse junto con las pruebas.

– Por eso me necesitaba -afirmó Jack-. Sólo que ellos reaccionaron con la rapidez necesaria para utilizar a Kate como una garantía de su silencio. Después apelaron a una bala para conseguirlo.

– Así que pensaba entregarse.

– En efecto.

– ¿Sabe lo que pienso? -preguntó Frank mientras se rascaba la barbilla.

– Que él lo vio venir -contestó Jack en el acto. Los dos hombres intercambiaron una mirada.

Frank habló primero, lo hizo en voz baja, casi en susurros.

– Sabía que Kate era el cebo. Sin embargo, asistió a la cita. Y yo que me creía tan listo.

– Sin duda pensó que era la única manera de poder volver a verla.

– Mierda. Sé que el tipo se ganaba la vida robando, pero le diré una cosa, mi respeto hacia él crece por momentos.

– Sé lo que quiere decir.

Frank puso el coche en marcha y siguieron viaje.

– Está bien, ¿dónde nos llevan todas estas conjeturas?

– No lo sé -contestó Jack, que volvió a recostarse en el asiento. -Me refiero a que mientras no tengamos una pista para saber quién es, no sé qué podemos hacer.

– Pero tenemos pistas -exclamó Jack, que se levantó como impulsado por un resorte, pero después volvió a tenderse como si hubiese gastado toda su fuerza en aquel único movimiento-. Sólo que no le encuentro el sentido.

Los hombres guardaron silencio durante unos minutos.

– Jack, sé que le parecerá ridículo viniendo de un policía, pero pienso que es hora de que considere la posibilidad de largarse de aquí. ¿Tiene algún dinero ahorrado? Quizá le convenga la jubilación anticipada.

– ¿Y qué más? ¿Dejar que Kate cargue con el muerto? Si no pillamos a esos tipos, ¿qué le espera?¿Una condena de diez a quince años por complicidad? No pienso irme, Seth, por nada del mundo. Prefiero que me achicharren antes que permitir semejante cosa.

– Tiene razón. Lamento haber tocado el tema.

Mientras Seth miraba por el retrovisor el coche que circulaba por el carril vecino éste intentó hacer una vuelta en U directamente delante de ellos. Frank pisó el freno y el coche derrapó hasta chocar contra el bordillo con una fuerza tremenda. El otro vehículo, con matrícula de Kansas, continuó la marcha como si no hubiera pasado nada.

– ¡Turistas gilipollas! ¡Cabrones hijos de puta! -Frank apretó el volante con fuerza mientras intentaba recuperar la respiración. El cinturón de seguridad había cumplido su función, pero se había clavado en la carne. Le dolía la cabeza-. ¡Cabrones hijos de puta! -gritó Frank una vez más sin dirigirse a nadie en particular. Entonces recordó que llevaba un pasajero y se apresuró a mirar el asiento trasero-. Jack, Jack, ¿está bien?

Jack estaba con el rostro pegado a la ventanilla. Estaba consciente: de hecho, lo que hacía era mirar algo con mucha atención.

– ¿Jack? -Frank se desabrochó el cinturón de seguridad y sujetó a Jack por el hombro-. ¿Se encuentra bien? ¡Jack!

Jack miró a Frank y después otra vez por la ventanilla. El detective se preguntó si el golpe le habría producido una conmoción. Comenzó a buscar alguna herida en la cabeza de Jack hasta que el joven le sujetó la mano y señaló a través de la ventanilla. Frank miró hacia la dirección indicada.

Incluso para alguien tan curtido como él resultó una sorpresa. La parte trasera de la Casa Blanca ocupaba todo su campo visual.

La mente de Jack funcionaba a toda máquina; las imágenes desfilaban ante sus ojos como en un montaje de vídeo. La visión del presidente que se apartaba de Jennifer Baldwin con la excusa de que le dolía el brazo de tanto jugar al tenis. Sólo que no había sido el uso de la raqueta sino el pinchazo de un abrecartas que había desencadenado esta locura. El desusado interés del presidente y el servicio secreto por la muerte de Christine Sullivan. La oportuna aparición de Alan Richmond en el traslado de Luther al juzgado. «Llevadme hasta él.» El autor del vídeo había informado al detective que esas habían sido las palabras del presidente. «Llevadme hasta él.» También explicaba la presencia de asesinos que podían matar en medio de un ejército de policías y marcharse tan tranquilos. ¿Quién podía detener a un agente secreto que protegía al presidente? Nadie. No era de extrañar que Luther hubiera dado por hecho que nadie le creería. El presidente de Estados Unidos.