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Había habido un hecho importante antes de que Luther decidiera volver al país. Alan Richmond había dado una conferencia de prensa donde había manifestado su pesar por el trágico asesinato de Christine Sullivan. Sin duda el tipo se había estado follando a la mujer, a saber cómo ella acabó muerta, y el muy cabrón había aprovechado para ganar votos demostrando que era un gran amigo, una persona dispuesta a enfrentarse con dureza a los criminales. Había sido una actuación de primera. Una auténtica representación teatral. Una mentira de principio a fin. La habían transmitido a todo el mundo. ¿Qué había pensado Luther cuando vio la noticia? Jack creía saberlo. Ahí estaba la razón del regreso de Luther. Para ajustarle las cuentas.

Todas las piezas del rompecabezas encajaron sin problemas en cuanto apareció el catalizador.

Jack miró una vez más la mansión presidencial.

Tim Collin, desde un coche aparcado junto a una farola, echó otra ojeada al pequeño accidente de tráfico, pero los faros de los vehículos que circulaban por la calle le impidió ver con claridad ningún detalle. Junto a él, Bill Burton también contemplaba la escena. Collin se encogió de hombros, y después subió el cristal de la ventanilla. Burton colocó la luz de emergencia en el techo, encendió la sirena, y, sin más pérdidas de tiempo, atravesó el portón trasero de la Casa Blanca para dirigirse a la zona de los tribunales en persecución de Jack.

Jack miró a Seth Frank y sonrió mientras reflexionaba sobre el exabrupto del detective. La misma frase había salido de la boca de Luther, en el segundo anterior a que le mataran. Por fin recordó dónde la había escuchado antes. El periódico arrojado contra la pared del calabozo. La fotografía del presidente en primera plana.

Delante del juzgado, mientras miraba al hombre. Las mismas palabras habían salido de la boca del viejo con toda la furia que había sido capaz de reunir.

– Cabrón hijo de puta -repitió Jack.

Alan Richmond miró por la ventana de su despacho mientras se preguntaba si su destino era estar rodeado de incompetentes. Gloria Russell parecía estar en trance, inmóvil en una silla. Se había acostado con la mujer media docena de veces y ya no le despertaba el menor interés. Se la quitaría de encima en el momento apropiado. En el próximo período presidencial formaría un equipo mucho más capacitado. Subalternos que le dejarían tiempo para ocuparse de su visión particular del país. No había aspirado a la presidencia para preocuparse de los detalles.

– Veo que no hemos avanzado ni una décima en las encuestas. -No miró a la mujer. Incluso ya sabía la respuesta.

– ¿Tiene alguna importancia ganar por el sesenta o el setenta por ciento?

– Sí -afirmó Richmond, que se dio la vuelta furioso-. Sí, maldita sea, es importante.

– Haremos otro esfuerzo, Alan -dijo la jefa de gabinete, sin ánimos para discutir-. Quizá podamos hacer algo en el colegio electoral.

– Es lo mínimo que podemos hacer, Gloria.

La mujer desvió la mirada. Después de las elecciones, se iría de viaje. Daría la vuelta al mundo. Donde no conociera a nadie y fuera una desconocida para todos. Un nuevo comienzo. Eso era lo que necesitaba. Entonces todo iría bien.

– Bueno, al menos nuestro pequeño problema está solucionado. -Richmond la miró, con las manos a la espalda. Alto, delgado, muy bien vestido. Parecía el comandante de una armada invencible. Pero la historia había demostrado que las armadas invencibles eran mucho más vulnerables de lo que la gente pensaba.

– ¿Te has deshecho del abrecartas?

– No, Gloria, lo tengo guardado en un cajón de mi escritorio. ¿Quieres verlo? Quizá quieras llevártelo otra vez. -Su desprecio era tan evidente que ella sintió la necesidad imperiosa de acabar con la reunión. Se levantó.

– ¿Hay algún otro asunto pendiente?

Richmond negó con la cabeza y volvió a mirar por la ventana. Russell se disponía a sujetar la manija de la puerta cuando vio que ésta se movía.

– Tenemos un problema -anunció Bill Burton mientras miraba a la pareja.

– ¿Qué es lo que quiere? -El presidente miró la fotografía que le había dado Burton.

– La nota no lo dice -se apresuró a responder el agente-. Supongo que al tener a los polis pegados al culo busca hacerse con algún dinero.

– Me asombra el hecho de que Jack Graham supiera dónde mandar la fotografía -comentó Alan Richmond con la mirada puesta en Russell.

Burton no pasó por alto la mirada malévola del presidente, y si bien no le interesaba defender a Russell, tampoco podía perder tiempo en un análisis erróneo de la situación.

– Es probable que Whitney se lo dijera -contestó Burton.

– Si es así, se ha tomado su tiempo para ponerse en contacto con nosotros -replicó el presidente.

– Quizá Whitney nunca se lo dijo a las claras. Graham puede haberlo deducido por sí mismo. Atar cabos.

El presidente arrojó la foto. Russell desvió la mirada en el acto. La sola visión del abrecartas la había paralizado.

– Burton, ¿en qué medida puede afectarnos? -El presidente le miró como si quisiera escarbar en lo más profundo de la mente del hombre.

Burton buscó una silla donde sentarse, se acarició la barbilla conla palma de la mano.

– Ya lo he pensado. Puede ser que Graham intente sujetarse a un clavo ardiendo. Se ve enfrentado a una situación desesperada. Y a su amiguita la tienen encerrada en un calabozo. Yo diría que no ve salidas. De pronto tiene una idea, suma dos y dos y decide arriesgarse a enviarnos esto, con la ilusión de que le pagaremos su precio, sea el que sea.

Richmond bebió un trago de café.

– ¿Hay alguna manera de encontrarlo? ¿Que sea rápida?

– Siempre hay maneras. Lo que no sé es cuánto tardaremos.

– ¿Qué pasará si no hacemos caso de la nota?

– Quizá no haga nada, huir y ver qué pasa.

– Pero una vez más nos enfrentamos a la posibilidad de que le detenga la policía…

– … y hable hasta por los codos -Burton acabó la frase de su jefe-. Sí, es una posibilidad, una posibilidad real.

El presidente se agachó para recoger la foto.

– Sólo tiene esto para respaldar la historia. -En su rostro apareció una expresión de incredulidad-. ¿Por qué preocuparnos?

– No es el valor testimonial de lo que hay en la foto lo que me preocupa.

– Lo que te preocupa es que las acusaciones aunadas a las ideas o pistas que la policía pueda desarrollar a partir de la foto puedan dar pie a unas preguntas muy molestas.

– Algo así. Recuerde, son las revelaciones las que pueden hundirlo. Piense en lo que representaría para la reelección. Seguramente, el tipo cree que tiene un comodín. Tener mala prensa en estos momentos sería fatal.

El presidente consideró lo dicho por el agente. Nada ni nadie interferirían en la reelección.

– Comprarle no serviría de nada, Burton. Lo sabes. Mientras Graham ronde por ahí, es peligroso. -Richmond miró a Russell, que no había pronunciado palabra. Permanecía sentada con las manos sobre la falda y la cabeza gacha. El presidente le clavó la mirada. Era tan débil… Volvió a su mesa y comenzó a revisar unos papeles. Después, sin mirar al agente, añadió-: Hazlo, Burton, y hazlo pronto.

Frank miró la hora en el reloj de pared. Se levantó para ir a cerrar la puerta del despacho y cogió el teléfono. Le dolía la cabeza, pero según los médicos se recuperaría sin problemas.

– Executive Inn -dijo una voz en el teléfono.

– Con la habitación 233, por favor.

– Un momento.

Pasaron los segundos y Frank se puso nervioso. Se suponía que Jack estaba en su habitación.

– ¿Hola?