Jack se quedó en blanco. Aquel asunto, una auténtica pesadez, estaba muerto y enterrado, o al menos era lo que él creía. Le temblaban las manos cuando cogió un bloc.
– Pensaba que Raymond Bishop no quería acostarse con tcc.
Alvis se sentó, dejó el expediente de treinta centímetros de grosor sobre la mesa de Jack y se reclinó en la silla.
– Los acuerdos mueren, y después resucitan para atormentarnos. Necesitamos tus comentarios sobre los documentos de financiación secundaria para mañana por la tarde.
– Son catorce acuerdos y más de quinientas páginas, Barry. -Jack casi soltó la estilográfica-. ¿Cuándo te has enterado de esto?
Alvis se levantó y Jack vio la sombra de una sonrisa en el rostro del visitante.
– Quince acuerdos, y el número correcto de páginas es seiscientas trece, a un espacio, y sin contar las exposiciones. Gracias, Jack. La empresa te estará muy agradecida. -Se volvió-. Ah, por cierto, que te lo pases bien esta noche con el presidente, y saluda a la señora Baldwin de mi parte.
Alvis salió del despacho.
Jack miró el expediente que tenía delante y se masajeó las sienes. Se preguntó desde cuándo el muy cabrito sabía que el asunto Bishop había resucitado. Algo le decía que no había sido esta mañana.
Miró la hora. Llamó a la secretaria, canceló todos los compromisos para el resto del día, recogió los cuatro kilos de documentos y se fue a la sala de conferencias número nueve, la más pequeña y aislada de todas, donde podía esconderse y trabajar en paz. Trabajaría seis horas, iría a comer algo, volvería, trabajaría toda la noche, tomaría un baño turco, se ducharía y afeitaría aquí, acabaría los comentarios y los tendría sobre la mesa de Alvis a las tres, o como mucho a las cuatro. Hijo de puta.
Seis acuerdos más tarde, Jack comió la última patata, acabó la Coca-Cola, se puso la chaqueta y bajó a pie los diez tramos de escalera hasta el vestíbulo.
El taxi lo dejó en la puerta de su casa. Se quedó de una pieza.
El Jaguar estaba aparcado delante de su edificio. La matrícula privada success [Éxito] le informó que su futura esposa le esperaba en el apartamento. Estaría enfadada. Nunca venía al apartamento a menos que estuviese enfadada con él por algún motivo y quería hacérselo saber.
Miró la hora. Estaba un poco retrasado, pero tenía tiempo. Abrió la puerta mientras se tocaba la barbilla; quizá podía pasar sin afeitarse. La vio sentada en el sofá que había cubierto primero con una sábana. Estaba preciosa, una auténtica princesa. Ella se levantó muy seria y le miró.
– Llegas tarde.
– Ya sabes, no soy mi propio jefe.
– Eso no es ninguna excusa. Yo también trabajo.
– Sí, pero la diferencia está en que tu jefe tiene tu mismo apellido, y está chalado por su hija.
– Mamá y papá ya han salido. La limusina vendrá a recogernos dentro de veinte minutos.
– Sobra tiempo. -Jack se desnudó y corrió a la ducha. Apartó la cortina-. Jenn, ¿puedes sacar el traje azul cruzado?
Ella entró en el baño sin disimular el disgusto ante el desorden.
– La invitación decía corbata negra [Esmóquin. «Corbata blanca» sería frac. (N. del T.)].
– Corbata negra opcional -le corrigió él, mientras se quitaba el jabón de los ojos.
– Jack, no me hagas esto. Es la Casa Blanca, es el presidente.
– Te dan a escoger, corbata negra o no. Sólo ejercito mi derecho a no llevar corbata negra. Además, no tengo esmóquin. -Le sonrió y cerró la cortina.
– Tenías que conseguirte uno.
– Me olvidé. Venga, Jenn, por lo que más quieras. Nadie se fijará en mí, a nadie le importará cómo voy vestido.
– Gracias, muchas gracias, Jack Graham, gracias por hacerme un favor.
– ¿Sabes lo que valen esas cosas?
El jabón le irritaba los ojos. Pensó en Barry Alvis, en tener que trabajar todo la noche, en explicárselo a Jenny y después al padre, y su tono se agrió un poco.
– Además, ¿cuántas veces me pondré esa cosa? ¿Una o dos veces al año?
– Después de casarnos iremos a muchos actos donde el esmóquin no es opcional sino obligatorio. Es una buena inversión.
– Antes invertiría mi fondo de pensiones en pipas. -Asomó la cabeza otra vez para demostrarle que no lo decía en serio, pero ella no estaba.
Se secó el pelo con la toalla, se la envolvió alrededor de la cintura y entró en el pequeño dormitorio donde encontró un flamante esmóquin colgado en la puerta. Jennifer reapareció con una sonrisa.
– Con los mejores deseos de empresas Baldwin. Es de Armani. Te quedará precioso.
– ¿Cómo sabes mi talla?
– Tienes una cincuenta y dos. Podrías ser modelo. El modelo personal de Jennifer Baldwin. -Ella le pasó los brazos perfumados por los hombros y apretó. Jack sintió la presión de los pechos bastante grandes contra la espalda y maldijo en silencio no tener tiempo para aprovechar esta ocasión. Sólo una vez sin los malditos murales, sin los querubines y las carrozas; quizá sería otra cosa.
Miró con nostalgia la pequeña cama revuelta. Para colmo tenía que trabajar toda la noche. Todo por culpa del maldito Barry Alvis y el gilipollas de Raymond Bishop.
¿Por qué cada vez que veía a Jennifer Baldwin deseaba que las cosas fueran diferentes entre ellos? Por diferente quería decir mejor. Que ella o él cambiaran, o poder encontrarse a medio camino. Era hermosa, tenía todo lo que podía desear. Joder, ¿cómo podía ser tan imbécil?
La limusina circulaba sin problemas entre los restos de la hora punta. Los días de entre semana, después de las siete de la tarde, el centro de Washington siempre está casi vacío.
Jack miró a su prometida. El abrigo liviano pero carísimo no ocultaba la profundidad del escote. Las facciones exquisitamente modeladas estaban cubiertas por una piel sin mácula donde de vez en cuando brillaba una sonrisa. La abundante cabellera castaña que siempre llevaba suelta, esta vez estaba recogida en un peinado alto. Se parecía a una de aquellas super modelos de un solo nombre.
Él se acercó un poco más. Jennifer le sonrió, comprobó el maquillaje perfecto, y le palmeó la mano.
Él le acarició la pierna, le subió la falda; ella le apartó.
– Quizá más tarde -susurró Jennifer para que el chófer no la oyera.
Jack sonrió; musitó que quizá más tarde le dolería la cabeza. Ella soltó una carcajada y entonces él recordó que hoy no habría un «más tarde».
Se apoyó en el respaldo mullido y miró a través de la ventanilla. No había estado nunca en la Casa Blanca; Jennifer sí, dos veces. No parecía nerviosa; él sí. Se arregló la pajarita y se pasó la mano por el pelo cuando cruzaron el portón de entrada.
Los guardias de la Casa Blanca verificaron las identidades; como siempre, Jennifer fue objeto de las miradas de todos los hombres y mujeres presentes. Cuando se agachó para acomodarse el zapato, casi se le salieron los pechos del vestido de cinco mil dólares para gran alegría de varios ayudantes de la Casa Blanca. Jack recibió las habituales miradas de envidia por parte de los hombres. Después entraron en el edificio y presentaron las invitaciones al sargento de marina que les escoltó a través del corredor bajo nivel y a continuación por las escaleras hasta la sala Este.
– ¡Maldita sea! -El presidente se había agachado para recoger la copia del discurso de esa noche y la punzada de dolor le llegó hasta el hombro-. Creo que me pilló un tendón, Gloria.
Gloria Russell se sentó en una de las amplias y cómodas sillas que la esposa del presidente había escogido para el despacho Oval.
La primera dama por lo menos tenía buen gusto. Era agradable de ver, pero un poco pobre en el aspecto intelectual. No representaba ninguna amenaza al poder del presidente, y ayudaba a ganar votos.
Los antecedentes familiares eran impecables: gente rica de toda la vida, relaciones que venían de antaño. La vinculación del presidente con la riqueza y el sector conservador de la nación no había perjudicado sus relaciones con los liberales en lo más mínimo, aunque esto se debía en buena parte al carisma y a la voluntad de buscar el consenso, y también a que era muy bien parecido, algo cierto, si bien no se quería reconocer.