Un presidente para tener éxito necesitaba cuantos más atributos mejor, y este presidente no se quedaba corto.
– Creo que debo ir a ver al doctor. -El presidente no estaba de buen humor, pero tampoco lo estaba Russell.
– Dime, Alan, ¿cómo piensas explicarle a los periodistas acreditados en la Casa Blanca una herida de arma blanca?
– ¿Qué coño ha pasado con la relación médico-paciente? Russell miró al techo. Algunas veces, él parecía estúpido.
– Eres como una de las 500 compañías que aparecen en Fortune, Alan, todo lo que te concierne es de interés público.
– Bueno, no todo.
– Eso está por verse, ¿no es así? Esto está muy lejos de acabarse, Alan. -Russell se había fumado tres paquetes de cigarrillos y bebido dos cafeteras enteras desde la noche anterior. En cualquier momento su mundo, su carrera se hundirían para siempre. La policía llamaría a la puerta. Era lo único que podía hacer para no salir corriendo a gritos de la habitación. Ahora mismo, le dominaban las náuseas. Apretó las mandíbulas, clavó las uñas en los brazos de la silla. La imagen de la destrucción total no desapareció de su cabeza.
El presidente echó una ojeada a la copia, memorizó algunos párrafos, el resto lo improvisaría; tenía una memoria fenomenal, algo que le había ido muy bien.
– Para eso te tengo a ti, Gloria, ¿no es verdad? Para que todo salga bien.
El presidente la miró.
Por un instante ella se preguntó si él lo sabía. Si sabía lo que ella le había hecho. El cuerpo se le puso rígido y después se relajó. No podía saberlo, era imposible. Recordó sus súplicas de borracho; ¡cómo podía cambiar a una persona una botella de whisky!
– Desde luego, Alan, pero hay que tomar algunas decisiones. Debemos desarrollar algunas estrategias alternativas según las situaciones a las que nos podemos ver enfrentados.
– No puedo cancelar mi programa. Además, ese tipo no puede hacer nada.
– No podemos estar seguros -replicó Russell.
– ¡Piénsalo! Tendría que admitir el robo para justificar su presencia en el lugar. ¿Te lo imaginas intentando aparecer en las noticias de la noche con esa historia? Lo encerrarían en el psiquiátrico en menos que canta un gallo. -El presidente sacudió la cabeza-. Estoy a salvo. Ese tipo no puede tocarme, Gloria. Ni en un millón de años.
Habían planeado una estrategia en la limusina durante el viaje de regreso a la ciudad. La posición sería sencilla: una negativa categórica. Dejarían que el absurdo de la acusación, si se concretaba, trabajara para ellos. Y era una historia absurda a pesar de ser la pura verdad. La comprensión de la Casa Blanca por el pobre y desequilibrado ladrón y su avergonzada familia.
Desde luego había otra posibilidad, pero Russell había escogido no comentarla con el presidente en estos momentos. De hecho, había llegado a la conclusión de que era la más probable. En realidad era la única cosa que le permitía funcionar.
– Cosa más extrañas han pasado. -Ella le miró.
– Limpiaron el lugar, ¿no? No dejaron nada, excepto a ella, ¿no es así? -Había una nota de nerviosismo en la voz del presidente.
– Así es. -Russell se humedeció los labios. El presidente no sabía que el abrecartas con sus huellas y la sangre estaba ahora en poder del ladrón. Abandonó la silla y comenzó a pasearse arriba y abajo-. Desde luego, no puedo garantizar nada sobre rastros de contactos sexuales. Pero, en cualquier caso, no podrían relacionarlos contigo.
– Caray, ni siquiera recuerdo si lo hicimos o no. Aunque tengo la sensación de que lo hice.
Russell sonrió al escuchar el comentario. El presidente la miró. -¿Qué hay de Burton y Collin?
– ¿Qué pasa con ellos?
– ¿Has hablado con los dos? -El mensaje del presidente estaba claro.
– Tienen tanto que perder como tú, ¿no crees, Alan?
– Como nosotros. Gloria, como nosotros. -Él se arregló la corbata delante del espejo-. ¿Alguna pista de nuestro fisgón?
– Todavía no; están investigando la matrícula.
– ¿Cuándo crees que notarán su ausencia?
– Con el calor que ha hecho hoy, espero que muy pronto.
– Muy gracioso, Gloria.
– La echarán de menos, harán averiguaciones. Llamarán al marido, irán a la casa. Al día siguiente, quizá dos, tres como máximo.
– Y entonces la policía comenzará a investigar.
– No podemos hacer nada al respecto.
– Pero no les perderás de vista ¿verdad? -Una sombra de preocupación pasó fugaz por el rostro del político mientras repasaba rápidamente las posibilidades. ¿Se había follado a Christy Sullivan? Esperaba que sí. Así al menos habría aprovechado algo de aquella noche desastrosa.
– Todo lo que podamos sin despertar demasiadas sospechas.
– Eso es fácil. Puedes decir que Walter Sullivan es gran amigo mío además de aliado político. Es lógico que tenga un interés personal en el caso. Piensa las cosas a fondo, Gloria, para eso te pago.
«Y tú te acostabas con su esposa -pensó Gloria-. Vaya amigo.»
– Ya había pensado en ello, Alan.
Russell encendió un cigarrillo y soltó el humo poco a poco. No estaba mal. Tenía que mantenerse por delante de él en este caso. Sólo un paso adelante y ella estaría segura. No sería fácil; él era listo, pero también arrogante. Las personas arrogantes por lo general sobrestiman sus capacidades y minusvaloran las de todos los demás.
– ¿Alguien sabía que iba a reunirse contigo?
– Pienso que podemos confiar en que fuera discreta, Gloria. Christy no tenía mucho en la cabeza, sus dones estaban un poco más abajo, pero entendía de cuestiones económicas. -El presidente le guiñó el ojo a la jefa del gabinete-. Arriesgaba perder ochocientos millones de dólares si el marido se enteraba de que le ponía los cuernos, incluso con el presidente.
Russell sabía de los extraños hábitos de Walter Sullivan, había visto el sillón y el espejo, pero ¿quién sabía cuál hubiese su reacción ante algún encuentro que él no hubiera presenciado? Gracias a Dios, Sullivan no era el que había estado sentado allí, en medio de la oscuridad.
– Te avisé, Alan, de que algún día tus pequeñas aventuras acabarían metiéndonos en líos.
Richmond miró a Russell con una expresión desilusionada.
– Escucha, ¿crees que soy el primer tipo en este cargo que se busca algún apaño? No seas tan ingenua, Gloria. Al menos soy muchísimo más discreto que algunos de mis predecesores. Asumo las responsabilidades del cargo… y también las ventajas. ¿Está claro?
– Clarísimo. -Russell se masajeó la nuca.
– En cuanto a ese tipo… bueno, no puede hacer nada.
– Sólo hace falta un soplo para derrumbar un castillo de naipes. -¿Sí? Hay un montón de gente viviendo en ese castillo. No lo olvides.
– No lo olvido, jefe.
Llamaron a la puerta. El ayudante de Russell asomó la cabeza. -Cinco minutos, señor. -El presidente asintió y le despidió con un ademán.
– Todo cronometrado para esta función.
– Ransome Baldwin hizo un gran aporte a la campaña, lo mismo que todos sus amigos.
– No hace falta que me recuerdes mis deudas políticas, cariño.
Russell se acercó al presidente. Le cogió del brazo sano y le miró atentamente. En la mejilla izquierda tenía una pequeña cicatriz. Recuerdo de un trozo de metralla durante su paso por el ejército al final de la guerra de Vietnam. A medida que despegaba su carrera política, la opinión femenina era que aquella diminuta imperfección realzaba su atractivo. Russell miró la cicatriz.
– Alan, haré lo que sea para proteger tus intereses. Saldrás de esta, pero debemos trabajar juntos. Somos un equipo, Alan, un equipo de cojones. No podrán con nosotros, si trabajamos unidos.