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Se puso en cuclillas donde comenzaba el prado y echó otra larga ojeada; no hacía falta apresurarse. No había perros a los que temer, algo muy importante. Un humano, por muy joven y preparado que estuviera, no corría más rápido que un perro. Pero era el ruido lo que helaba la sangre de hombres como Luther. No había un sistema de seguridad en el perímetro de la finca, sin duda para evitar las innumerables falsas alarmas provocadas por el paso de ardillas, venados y mapaches que abundaban en la región. Sin embargo, Luther no tardaría en enfrentarse con un sistema muy sofisticado, que debía desactivar en treinta y tres segundos, y ello incluía los diez segundos que emplearía en quitar la tapa del panel.

Los guardias de seguridad privados habían pasado por allí treinta minutos antes. Se suponía que los clones de poli debían variar las rutinas y pasar por los sectores de vigilancia cada hora. Pero después de un mes de observaciones, Luther había descubierto la pauta que seguían. Disponía como mínimo de tres horas antes que hicieran la siguiente ronda. No necesitaba ni la mitad de ese tiempo para hacer el trabajo.

La oscuridad era total, y unos arbustos muy espesos, los mejores amigos de los ladrones, se apretaban contra la entrada de ladrillos como un nido de avispas a la rama de un árbol. Miró cada una de las ventanas de la casa: todas estaban oscuras, todas en silencio. Dos días antes había presenciado la marcha de la caravana que transportaba a los ocupantes de la casa en dirección sur, y había tomado debida nota de los integrantes. La mansión más próxima estaba casi a cuatro kilómetros de distancia.

Inspiró con fuerza. Lo había planeado todo, pero en este negocio, la única pega era que nunca podías preverlo todo.

Aflojó los tirantes de la mochila y después cruzó el prado con pasos rápidos y largos; en diez segundos se encontraba delante de la sólida puerta de madera reforzada con acero y dotada de una cerradura que pasaba por ser la mejor del mercado. Nada de esto le preocupaba en lo más mínimo.

Sacó una copia de la llave del bolsillo y la insertó en la cerradura, aunque no la hizo girar.

Esperó unos segundos. Después se quitó la mochila y se cambió los zapatos para no dejar huellas de barro. Preparó el destornillador eléctrico, que le permitiría abrir la tapa diez veces más rápido que a mano.

Lo siguiente que sacó de la mochila pesaba exactamente ciento sesenta y ocho gramos, era un poco más grande que una calculadora de bolsillo y aparte de su hija era la mejor inversión que había hecho en toda su vida. Bautizada con el nombre de Ingenio por su dueño, el pequeño artilugio había ayudado a Luther en sus tres últimos trabajos sin el menor fallo.

Luther ya conocía los cinco dígitos del código de seguridad de la casa y los había introducido en el ordenador. Ignoraba la secuencia correcta, pero ese obstáculo lo salvaría el pequeño compañero de metal, cables y microchips si quería evitar el aullido estridente de las cuatro sirenas instaladas en las esquinas de esta fortaleza de mil metros cuadrados que estaba invadiendo. Después seguiría la llamada a la policía efectuada por un ordenador anónimo al que se enfrentaría en unos segundos. La casa también contaba con ventanas sensibles a la presión, detectores en el suelo y sellos magnéticos en las puertas. Todo esto no serviría de nada si Ingenio leía correctamente la secuencia del código del sistema.

Con un movimiento ágil enganchó Ingenio en el cinturón para que colgara sin impedimentos. Miró la llave, y la hizo girar atento al sonido que escucharía a continuación, los rápidos pitidos del sistema de seguridad que avisaban del inminente desastre para el intruso si no suministraba el código correcto en el tiempo asignado y no una milésima de segundo más tarde.

Se quitó los guantes de cuero negro y se puso otros de plástico con una segunda capa de guata en las puntas de los dedos y las palmas. No tenía el hábito de dejar atrás ninguna prueba. Luther inspiró con fuerza y abrió la puerta. Le saludaron los pitidos insistentes del sistema de seguridad. Entró en el enorme recibidor y se enfrentó al panel de alarma.

El destornillador eléctrico giró en silencio; Luther recogió los seis tornillos y los guardó en una bolsa sujeta al cinturón. Los cables conectados a Ingenio resplandecieron con el rayo de luz de la luna que se filtraba por la ventana junto a la puerta, y entonces Luther comenzó a buscar como un cirujano en el pecho de un paciente, encontró el punto correcto, conectó las pinzas en el lugar, y después encendió el ordenador.

Desde el otro lado del recibidor, le miraba un ojo encendido. El detector de infrarrojos ya tenía registrado el patrón térmico de Luther. A medida que corrían los segundos, el aparato esperaba pacientemente que el «cerebro» del sistema de alarma decidiera si el intruso era amigo o enemigo.

A una velocidad que el ojo no podía seguir, los números parpadearon en la pantalla ámbar de Ingenio; el tiempo corría en una pequeña ventana en la esquina superior derecha de la pantalla.

Pasaron cinco segundos y entonces los números 5, 13, 9, 3 y 11 aparecieron en la pantalla de Ingenio y quedaron fijos.

Se interrumpió el pitido en cuanto se desactivó el sistema de alarma, la luz roja se apagó, en su lugar apareció otra verde, y Luther se encontró con el paso expedito. Quitó los cables, atornilló la tapa, guardó el equipo en la mochila y después cerró la puerta.

El dormitorio principal estaba en el tercer piso. Había un ascensor a mano derecha en el vestíbulo, pero Luther optó por las escaleras. Cuanto menos dependiera de algo que no tenía bajo control, mejor. Quedarse encerrado en un ascensor durante semanas no era parte del plan de trabajo.

Miró el detector en una esquina del techo que parecía sonreír con su gran boca rectangular; ahora descansaba. Se dirigió hacia las escaleras.

El dormitorio principal no estaba cerrado. Sacó la linterna y dedicó un momento a echar un vistazo. El ojo verde de un segundo panel de seguridad brillaba junto a la puerta del dormitorio.

La casa la habían construido en los últimos cinco años. Luther había consultado el registro, incluso había tenido acceso a una copia de los planos en la oficina del comisionado de planificación y urbanismo. La construcción era tan grande que había necesitado una autorización especial, como si alguna vez el ayuntamiento se hubiese opuesto a los deseos de los ricos.

No había ninguna sorpresa en los planos. Era una casa enorme y bien hecha, que valía los millones de dólares que el propietario había pagado en efectivo por ella.

Luther ya había visitado la casa en una ocasión anterior, a plena luz del día y con gente por todas partes. Había estado en este mismo salón y visto todo lo que necesitaba. Por eso estaba esta noche allí.

Una corona dorada de veinte centímetros de altura le contempló mientras se arrodillaba junto a la enorme cama con dosel. A un costado de la cama había una mesa de noche con un pequeño reloj de plata, la última novela romántica y un pesado abrecartas antiguo de plata con empuñadura de cuero.

Todo en el lugar era grande y caro. Había tres armarios empotrados, cada uno del tamaño de la sala de estar de Luther. Dos estaban ocupados por ropas de mujer, zapatos, bolsos y los demás complementos femeninos en los que alguien podía racionalmente o no gastarse el dinero. Luther observó con una mirada irónica las fotos sobre la mesa de noche dónde aparecían la veinteañera «mujercita de la casa» junto al marido setentón.

Había loterías de todas clases en el mundo, y no todas las administraba el gobierno.

Varias de las lotos mostraban los encantos de la señora de la casa al máximo, y una rápida inspección al armario reveló que su gusto en materia de ropas era claramente vulgar y de mal gusto.

Observó el espejo de cuerpo entero, estudió las tallas del marco y después revisó los costados de éste. Era un marco muy pesado que, al parecer, estaba encastrado en la pared. Pero Luther sabía que las bisagras estaban ocultas en los rebajos apenas visibles a quince centímetros del suelo y de la parte superior.