Pero algo más se apoderó de Luther; algo que no podía afrontar. Apoyó la cabeza contra la almohada, y cerró los ojos en un esfuerzo inútil por dormir.
– Es fantástica, Jenn.
Jack miró la mansión con una fachada de casi setenta metros y más dormitorios que una residencia de estudiantes, y se preguntó para qué habían venido. El sinuoso camino particular acababa en un garaje para cuatro coches detrás del caserón. El prado estaba tan bien cuidado que a Jack le parecía contemplar una enorme piscina de jade. Los terrenos de la parte trasera formaban tres terrazas, cada una con su piscina. Tenía todos los accesorios habituales de los muy ricos; canchas de tenis, establos y diez hectáreas de terreno -un auténtico latifundio para las normas de Virginia- para deambular.
La agente inmobiliaria esperaba junto a la entrada; había aparcado su Mercedes último modelo junto a la gran fuente de piedra cubierta con rosas talladas en granito del tamaño de un puño. Calculaba una y otra vez los dólares de la comisión. ¿No formaban una pareja encantadora? Lo había repetido tantas veces que a Jack le dolía la cabeza.
Jennifer Baldwin le cogió del brazo y comenzaron el recorrido, que acabó dos horas más tarde. Jack caminó hasta el borde de los jardines y admiró el bosque, donde los álamos, olmos, nogales, pinos y robles luchaban por ser los dominantes. Las hojas comenzaban a caer y Jack vio los reflejos rojos, amarillos y naranjas bailar sobre la fachada de la mansión.
– ¿Cuánto? -Se sentía con derecho a preguntar. Pero esto estaba totalmente fuera de sus posibilidades. Al menos de las suyas. Debía admitir que estaba bien situada. A sólo cuarenta y cinco minutos de tráfico de hora punta de su oficina. Pero no podían tocar este lugar ni con pinzas. Miró a su prometida que, nerviosa, se retorció un mechón de pelo.
– Tres millones ochocientos.
– ¿Tres millones ochocientos mil? -repitió Jack con el rostro gris del susto-. ¿Dólares?
– Jack, vale tres veces más.
– Entonces, ¿por qué diablos la venden por tres millones ochocientos? No los podemos pagar, Jenn. Olvídalo.
Ella le respondió mirando al cielo. Le hizo una seña a la agente, que rellenaba el contrato sentada en el coche.
– Jenn, gano ciento veinte mil al año. Tú ganas lo mismo, quizá un poco más.
– Cuando te hagan socio…
– Vale. Me aumentarán el sueldo, pero no lo bastante para esto. No podemos pagar los plazos de la hipoteca. Además, pensaba que iríamos a vivir a tu casa.
– No es adecuada para un matrimonio.
– ¿No es adecuada? Es un maldito palacio. -Caminó hasta un banco pintado de verde y se sentó.
Ella se plantó delante de él, con los brazos cruzados, y una expresión decidida en el rostro. Comenzaba a perder el moreno del verano. Llevaba un sombrero marrón claro, debajo del cual el pelo largo le caía sobre los hombros. Los pantalones a medida realzaban la elegancia de su figura. Calzaba botas de cuero con las cañas ocultas por las perneras.
– No pagaremos ninguna hipoteca, Jack.
– ¿De veras? ¿Qué, nos regalan la casa porque somos una pareja tan encantadora?
Jennifer vaciló por un instante.
– Papá la pagará en efectivo, y nosotros se lo devolveremos.
Jack se esperaba algo así.
– ¿Devolvérselo? ¿Cómo diablas vamos a devolvérselo, Jenn?
– Nos propone un plan de pagos muy generoso, que toma en cuenta las futuras ganancias. Por amor de Dios, Jack, podría pagar esta casa con los intereses acumulados de cualquiera de mis fondos de inversiones, pero sé que no lo aceptarías. -Se sentó a su lado-.Pensé que si lo hacíamos así no te sentirías tan mal respecto a todo el asunto. Sé lo que piensas del dinero de los Baldwin. Se lo devolveremos a papá. No es un regalo. Es un préstamo con intereses. Venderé mi casa. Me darán unos ochocientos. Tú también tendrás que aportar algún dinero. Esto no es una bicoca. -Ella le apoyó un dedo en el pecho y apretó, para dejar aclarado el punto. Miró hacia la casa-. Es preciosa, ¿verdad, Jack? Aquí seremos muy felices. Estabamos destinados a vivir aquí.
Jack miró la fachada de la casa sin verla en realidad. Sólo veía a Kate Whitney en cada una de las ventanas del monolito.
Jennifer le apretó el brazo, se apoyó contra él. Jack se sintió dominado por el pánico. Su mente se negaba a funcionar. Tenía la garganta seca y los miembros rígidos. Apartó con suavidad el brazo de su prometida, se levantó y caminó en silencio hacia el coche.
Jennifer permaneció sentada unos segundos, la incredulidad dominaba entre las emociones reflejadas en su rostro. Después fue tras él, furiosa.
La agente inmobiliaria, que no había perdido detalle de la discusión, dejó de escribir el contrato y frunció los labios en un gesto de disgusto.
Luther salió del pequeño hotel escondido en los superpoblados barrios residenciales de la parte noroeste de Washington a primera hora de la mañana. Cogió un taxi para ir al centro, pero le pidió al chófer que siguiera otra ruta con el pretexto de ver algunos de los monumentos de la ciudad. La petición no sorprendió al taxista, que automáticamente siguió el circuito que realizaba mil veces mientras duraba la temporada turística, aunque nunca se podía decir que se había acabado de verdad.
El cielo amenazaba lluvia, pero nunca se sabía si acabaría por llover. Los frentes de tormenta que atravesaban la región algunas veces pasaban de largo o descargaban tremendos aguaceros sobre la ciudad antes de continuar el viaje hacia el Atlántico. Luther contempló la oscuridad, que el sol no acababa de disipar.
¿Estaría vivo dentro de seis meses? Quizá no. Ellos acabarían por encontrarle, a pesar de sus precauciones. Pero pensaba disfrutar a fondo del tiempo que le quedaba.
El metro le llevó hasta el aeropuerto nacional de Washington, donde tomó el autobús hasta la terminal central. Ya había facturado el equipaje en el vuelo de American Airlines que le transportaría hasta Dallas/Fort Worth. Allí haría transbordo para seguir hasta Miami. Pasaría la noche en aquella ciudad, viajaría en otro vuelo hasta Puerto Rico, y finalmente, cogería un avión hasta Barbados. Todo lo había pagado al contado; su pasaporte decía que era Arthur Lanis, de sesenta y cinco años de edad, procedente de Michigan. Tenía otros seis pasaportes, todos hechos por expertos y todos absolutamente falsos. El pasaporte tenía una validez de ocho años y mostraba que era un viajero asiduo.
Se instaló en la sala de espera y simuló leer un periódico. El lugar estaba a rebosar y el ruido era ensordecedor, un típico día de semana en un aeropuerto muy activo. De vez en cuando, Luther espiaba por encima del periódico para ver si alguien se interesaba por él un poco más de la cuenta, pero no vio nada extraño. Llevaba haciendo esto tanto tiempo que si hubiese habido algo anormal se hubiera dado cuenta. Anunciaron su vuelo, le entregaron la tarjeta de embarque y recorrió la rampa hasta el grácil proyectil que al cabo de tres horas le depositaría en el corazón de Texas.
El vuelo Dallas/Fort Worth era uno de los que siempre iban llenos, pero por una de esas casualidades el asiento contiguo al de Luther estaba vacío. Se quitó el abrigo y lo colocó sobre el asiento como desafiando a cualquiera que intentase ocuparlo. Se acomodó en la butaca y miró por la ventanilla.
Durante el carreteo hacia la pista, vio asomar la punta del monumento a Washington sobre el manto de niebla. A un kilómetro y medio de aquel punto su hija se levantaría dentro de un rato para ir a trabajar mientras su padre ascendía entre las nubes para comenzar una nueva vida, un poco antes de hora y con remordimientos de conciencia.
El avión continuó el ascenso en busca de la altitud asignada y Luther contempló el suelo allá abajo; siguió con la mirada los meandros del Potomac hasta que los dejaron atrás. Por un momento pensó en la esposa muerta y después una vez más en la hija. Miró el rostro sonriente y eficaz de la azafata y pidió café. Un minuto más tarde aceptó el sencillo desayuno. Bebió el líquido caliente y después extendió la mano y tocó el cristal de la ventanilla con las extrañas estrías y surcos. Al quitarse las gafas para limpiarlas se dio cuenta de que lloraba. Echó una ojeada rápida a los demás; la mayoría de los pasajeros estaban acabando de desayunar o se disponían a echar una cabezada antes de aterrizar.