La furgoneta de Correos circuló lentamente por el solitario camino rural. El conductor miraba los buzones oxidados en busca de la dirección correcta. Nunca había hecho una entrega por aquí. La furgoneta parecía meterse en todos los baches del camino.
Se metió en la entrada de la última casa y dio marcha atrás para volver por donde había venido. Por casualidad se le ocurrió mirar y vio la dirección escrita en un pequeño trozo de madera junto a la puerta. Sacudió la cabeza y sonrió. Algunas veces sólo era cuestión de suerte.
La casa era pequeña, y necesitaba una reparación. Las viejas persianas de aluminio, tan de moda veinte años antes de que él naciera, colgaban de las bisagras, como si estuvieran cansadas y sólo desearan descansar.
La mujer mayor que abrió la puerta llevaba un vestido floreado, y un suéter grueso sobre los hombros. Los tobillos hinchados y rojos revelaban sus problemas de circulación y quizás otros cuantos achaques más. Pareció sorprendida por la entrega, pero firmó el recibo.
El conductor miró la firma: Edwina Broome. Después volvió a la furgoneta y se marchó. Ella le observó marcharse antes de cerrar la puerta.
Sonó un ruido de estática en el walkie-talkie.
Fred Barnes llevaba siete años en este trabajo. Hacía la ronda por el vecindario de los ricos, veía las grandes mansiones, los jardines impecables, de vez en cuando un coche de lujo con los ocupantes como maniquíes que atravesaba las verjas y desaparecía por el camino particular sin un bache. No había estado nunca en el interior de las casas que le pagaban por vigilar, y no esperaba hacerlo.
Miró el edificio. Era impresionante, valdría unos cuatro o cinco millones de dólares. Ni trabajando quinientos años ganaría tanto dinero. Algunas veces no parecía justo.
Se puso en comunicación por radio. Echaría una ojeada al lugar. No sabía muy bien qué pasaba. Sólo que el propietario había llamado para pedir que enviaran un coche a inspeccionar el lugar.
El aire frío en la cara le hizo soñar con una taza de café caliente y un suizo, y con poder dormir ocho horas antes de tener que volver a subirse al coche y pasar otra noche protegiendo las propiedades de los ricos. La paga no estaba mal, pero las prestaciones eran un asco. Su esposa también trabajaba, pero con tres hijos, los sueldos de los dos apenas alcanzaban. Claro que todos estaban con el mismo problema. Miró la piscina, la pista de tenis, el garaje para cinco coches. Bueno, quizá no todos.
Recorrió todo el frente de la casa y al dar la vuelta vio la soga colgando, y se olvidó en el acto del café y el suizo. Se agachó al tiempo que empuñaba la pistola. Apretó el botón del radiotransmisor y transmitió el informe con voz quebrada. Los polis de verdad llegarían en cuestión de minutos. Podía esperarlos o investigar por su cuenta. Por lo que le pagaban decidió quedarse donde estaba.
El supervisor de Barnes llegó primero en un todoterreno blanco con el escudo de la compañía en las puertas. Treinta segundos más tarde el primero de los cinco coches patrulla aparcó en el camino particular y los demás se colocaron detrás. Parecían un tren estacionado delante de la casa.
Dos agentes cubrieron la ventana. Era probable que los delincuentes se hubieran marchado hacía tiempo, pero las suposiciones siempre eran peligrosas en el trabajo de la policía.
Cuatro agentes se ocuparon del frente, y otros dos de la parte trasera. Divididos en parejas, los cuatro agentes entraron en la casa. Comprobaron que la puerta estaba sin llave y la alarma desconectada. Revisaron toda la planta baja y con mucha cautela comenzaron a subir por las escaleras, los ojos y oídos atentos a cualquier movimiento o sonido.
Cuando llegaron al rellano del segundo piso, el olfato del sargento al mando le avisó de que este no era un robo vulgar.
Cuatro minutos más tarde estaban en círculo alrededor de una mujer que hasta hacía poco había sido joven y hermosa. El color saludable de cada uno de los hombres se había cambiado por otro blanco verdoso.
El sargento, cincuentón y padre de tres hijos, miró la ventana abierta. Incluso con el aire exterior la atmósfera en el interior de la habitación era irrespirable. Miró una vez más al cadáver y después corrió hasta la ventana para respirar un poco de aire fresco.
Tenía una hija de esa edad. Por un momento, la vio tendida en el suelo, el rostro convertido en un recuerdo, su vida cortada de cuajo. El caso estaba ahora fuera de su jurisdicción, pero deseó una cosa: estar presente cuando atraparan al tipo que había hecho algo tan atroz.
7
Seth Frank masticaba un trozo de tostada al tiempo que intentaba atar el moño de su hija de seis años, impaciente por ir a la escuela, cuando sonó el teléfono. La mirada de su esposa le dijo todo lo que necesitaba saber. Ella se encargó del moño. Seth sujetó el auricular entre el hombro y la barbilla mientras acababa de hacerse el nudo de la corbata, sin dejar de escuchar la voz tranquila del oficial de transmisiones. Dos minutos más tarde estaba montado en el Ford de la jefatura y aceleraba a fondo, con las luces azules encendidas, por los caminos secundarios casi desiertos del condado.
A los cuarenta y un años, el cuerpo alto y fornido de Frank había comenzado el viaje inevitable hacia la madurez, y su pelo negro y rizado había conocido tiempos mejores. Padre de tres hijas que cada día eran personas más complejas y sorprendentes, había llegado a la conclusión de que no todo tenía sentido en la vida. Pero en el conjunto era un hombre feliz. La vida no le había maltratado, al menos por ahora. Llevaba en la policía los años suficientes para saber que eso podía ocurrir en cualquier momento.
Frank cogió un caramelo, le quitó el papel y lo masticó sin prisa mientras veía desfilar los pinos a gran velocidad. Había comenzado su carrera como policía en uno de los peores barrios de Nueva York, donde aquello que se decía sobre «el valor de la vida» era una soberana estupidez y donde había visto a la gente asesinar de todas las maneras posibles. A su debido tiempo le habían ascendido a detective, algo que entusiasmó a su esposa. Al menos ahora llegaría al lugar del crimen después de la marcha de los malos. Ella dormía mejor por las noches sabiendo que quizá nunca llegaría la llamada que destrozaría su vida. Era todo lo que podía desear al estar casada con un poli.
Por fin a Frank le habían destinado a homicidios, que era el último desafío en su trabajo. Después de unos años llegó a la conclusión de que le gustaba el trabajo y el desafío, pero no a un ritmo de siete cadáveres cada día. Así que puso rumbo al sur, hacia Virginia.
Asumió el cargo de detective en jefe de homicidios del condado de Middleton, algo que sonaba mucho mejor de lo que era en realidad, pues era el único detective de homicidios empleado por el condado. Pero los relativamente inocuos confines del rústico condado de Virginia no le planteaban demasiado trabajo. Las rentas per capita en su jurisdicción eran altísimas. Había asesinatos, pero nada más allá de una esposa que mataba al marido o viceversa, o chicos que desesperados por heredar se cargaban a los padres. En estos casos, los autores se descubrían solos, no había que pensar mucho para dar con ellos, sólo había que ir a detenerles. La llamada del oficial de transmisiones prometía un cambio.
La carretera serpenteó por los bosques y después salió a campo abierto donde, en los prados vallados, los pura sangre se enfrentaban al nuevo día. Detrás de los enormes portones y los largos caminos particulares se encontraban las residencias de los ricos que tanto abundaban en Middleton. Frank llegó a la conclusión de que en este caso no averiguaría nada por los vecinos. Una vez en el interior de sus fortalezas, probablemente no oían ni veían nada de lo que ocurría en el exterior. Era lo que deseaban, y pagaban a gusto por el privilegio.