La sala de conferencias número uno, la más grande de la firma, ocupaba un lugar preferente detrás mismo del área de recepción. Ahora, al otro lado de las gruesas puertas corredizas, acababa de comenzar una reunión de todos los socios.
Jack Graham, aunque todavía no era socio, ocupaba una silla entre Sandy Lord y otro socio mayor. Se trataba de un encuentro informal y Lord había insistido.
Los camareros sirvieron café, bollos y pasteles, y después se retiraron.
Todas las miradas se centraron en Dan Kirksen. Éste bebió un trago de zumo, se secó los labios con la servilleta y se levantó.
– Como ya sin duda sabéis todos, una terrible tragedia se ha abatido sobre uno de nuestros más… -Kirksen espió de reojo a Lord- o mejor dicho, nuestro cliente más importante.
Jack miró a los reunidos alrededor de la mesa de mármol de veinte metros de largo. La mayoría miraba a Kirksen, y los demás se enteraban de los hechos por boca de su vecino. Jack había leído los titulares. No había trabajado en ninguno de los asuntos de Sullivan pero sabía que eran tan grandes que ocupaban los servicios de cuarenta abogados casi a tiempo completo. Era, por amplio margen, el mayor cliente de Patton, Shaw.
– La policía investiga el asunto a fondo. Hasta ahora no se han producido novedades en el caso. -Kirksen hizo una pausa, miró otra vez a Lord, y añadió-: Como se pueden imaginar, es un momento muy angustioso para Walter Sullivan. Para facilitarle las cosas en todo lo posible durante este tiempo, hemos pedido a todos los abogados que presten una atención especial a cualquier asunto de sus empresas y que, si es factible, solucionen de raíz cualquier problema antes que pase a mayores. Además, si bien creemos que sólo se trató de un robo con unas consecuencias muy desafortunadas, y que no tiene ninguna relación con los asuntos empresariales de Walter, es recomendable que todos estemos alertas ante cualquier anormalidad en los tratos que realizamos en representación de Sullivan. Cualquier actividad sospechosa tendrá que ser comunicada inmediatamente a Sandy o a mí mismo.
Algunos de los presentes se volvieron hacia Lord que, como de costumbre, miraba el techo. En el cenicero que tenía delante había tres colillas y al lado, una copa con los restos de un Bloody Mary.
Ron Day, de la sección de derecho internacional, tenía una pregunta. El pelo bien cortado enmarcaba su cara de lechuza, disimulada en parte por las gafas ovaladas.
– ¿No será un asunto terrorista, verdad? Ahora mismo estoy ocupado con la creación de una serie de empresas mixtas en Oriente Medio para la subsidiaria kuwaití de Sullivan, y esa gente actúa según sus propias reglas. ¿Debo preocuparme por mi seguridad personal? Esta noche vuelo a Riad.
Lord movió la cabeza hasta que su mirada se fijó en Day. Algunasveces le sorprendía comprobar lo cortos, para no decir idiotas, que eran muchos de sus socios. Day era un socio de servicio cuyo mayor atributo, y para Lord el único, era hablar siete idiomas y saber besarle el culo a los saudís.
– Yo no me preocuparía, Ron. Si esto es una conspiración internacional, no eres lo bastante importante como para que se fijen en ti, y si han decidido matarte estarás muerto antes de que te des cuenta.
Day se arregló el nudo de la corbata mientras una risa nerviosa celebraba la salida de Lord.
– Gracias por la aclaración, Sandy.
– De nada, Ron.
– Estamos seguros -señaló Kirksen- de que se está haciendo todo lo posible para resolver este siniestro asesinato. Incluso se comenta que el presidente autorizará la creación de un grupo de investigación especial para que intervenga. Como ya sabéis, Walter Sullivan ha servido en numerosos cargos gubernamentales en varias administraciones, y es amigo íntimo del presidente. Creo que podemos dar por hecho que los asesinos serán detenidos muy pronto. -Kirksen se sentó.
Lord miró a los presentes, enarcó las cejas y aplastó el último cigarrillo. En unos instantes se quedó solo.
Seth Frank hizo girar el sillón. Su despacho era un cubículo de metro ochenta por metro ochenta; el sheriff era el único que disponía de un poco más de espacio en el pequeño edificio de la jefatura. El informe del forense estaba sobre la mesa. Eran las siete y media de la mañana y Frank ya se había leído tres veces cada palabra del informe.
Había asistido a la autopsia. Era lo que los detectives debían hacer, por varias razones. Aunque había estado presente en centenares de autopsias, no se acostumbraba a ver tratar a los muertos como los restos de animales en las clases de biología, en los que los alumnos metían los dedos. Ahora no le entraban náuseas, pero por lo general se iba a pasear en coche durante dos o tres horas antes de volver al trabajo.
El informe mecanografiado constaba de varias hojas. Christy Sullivan llevaba muerta al menos setenta y dos horas, quizá más, cuando la encontraron. La hinchazón y las ampollas del cadáver, junto con las bacterias y la acumulación de gases en los órganos, confirmaban el cálculo horario con bastante precisión. Sin embargo, la temperatura del cuarto era muy alta, cosa que había acelerado la putrefacción del cadáver. Este hecho, a su vez, aumentaba las dificultades de asegurar la hora exacta de la muerte. Pero no era inferior a las setenta y dos horas; el médico forense había sido muy firme en ese punto. Además, Frank contaba con otras informaciones que le llevaban a creer que Christine Sullivan había muerto la noche del lunes. Esto coincidía con el margen de tres a cuatro días.
Frank frunció el entrecejo. Un mínimo de tres días representaba que el rastro se había enfriado. Cualquiera con dos dedos de frente podía desaparecer de la faz de la tierra en tres o cuatro días. A esto se añadía el hecho de que Christine Sullivan llevaba muerta algún tiempo y la investigación apenas si había avanzado. No recordaba ningún caso sin una sola pista.
No sabían de la existencia de ningún testigo de los hechos ocurridos en la mansión Sullivan, aparte de la víctima y el asesino. Habían publicado anuncios en los periódicos y colocado cárteles en los bancos y centros comerciales. No se había presentado nadie.
Habían hablado con todos los propietarios de casas en un radio de cinco kilómetros. Todos habían manifestado su asombro, repulsa y miedo. Frank había visto el temor reflejado en el movimiento de una ceja, en los hombros encorvados y en la manera de frotarse las manos. La vigilancia sería más estrecha que nunca en el pequeño condado. Pero todas estas emociones no dieron ninguna información útil. Habían interrogado a fondo al personal de cada casa. Otra vía muerta. Habían entrevistado por teléfono a la servidumbre de los Sullivan, que habían ido a Barbados, sin conseguir nada importante. Además, todos tenían coartadas perfectas, aunque esto no significara un obstáculo insalvable. Frank archivó el dato en su memoria.
Tampoco tenían la película del último día de la vida de Christine Sullivan. La habían asesinado en su casa, a altas horas de la noche. Pero si la habían matado un lunes por la noche, ¿qué había hecho durante el día? Esta información tendría que darles alguna pista.
Aquel lunes por la mañana, a las nueve y media, habían visto a Christine Sullivan en una peluquería del centro de Washington, donde a Frank le hubiese costado la paga de dos semanas enviar a su esposa. Si la mujer se preparaba para algún sarao o si esto era algo que los ricos hacían habitualmente era algo por averiguar. Nada sabían de los pasos de Christine después de salir de la peluquería sobre el mediodía. No había regresado a su apartamento en la ciudad ni tampoco, hasta donde sabían, había tomado un taxi.
Si la señora se había quedado en la ciudad cuando todos los demás se iban al soleado sur, Frank supuso que tenía algún motivo. Si aquella noche había estado con alguien, tendría que hablar con él, y quizás arrestarlo.