– Los multimillonarios de ochenta años a veces tienen ideas extrañas. -El detective sonrió al ver la incredulidad de su amigo-. Es como aquello de ¿quién le dice que no a King Kong?
El médico forense meneó la cabeza mientras sonreía. ¿Multimillonario? ¿Qué haría él con mil millones de dólares? Miró la hoja de papel secante sobre la mesa. Apagó el cigarrillo, echó otra ojeada al informe, después miró a Frank. Carraspeó.
– Pienso que la segunda bala tenía funda metálica media o entera.
– Bueno. -Frank se aflojó el nudo de la corbata y apoyó los codos sobre la mesa.
– Entró por el parietal derecho y salió por el izquierdo, dejando un orificio de salida más del doble de grande que el de entrada.
– Por lo tanto está claro que fueron dos armas.
– A menos que el tipo utilizara munición de distinto tipo en la misma arma. -El médico forense dirigió a Frank una mirada aguda-. No parece sorprenderte, Seth.
– Lo hubiera hecho hace una hora. Ahora no.
– Así que tenemos a dos asaltantes.
– Dos asaltantes con dos armas. Y una dama ¿cómo de grande? -Un metro cincuenta y cinco de estatura, cincuenta kilos de peso -respondió el médico de memoria.
– Así que tenemos a una mujer pequeña y a dos asaltantes, probablemente varones, armados con armas de grueso calibre que intentan estrangularla, le pegan y después los dos disparan contra ella y la matan.
El forense se acarició la barbilla. Los hechos eran realmente desconcertantes.
– ¿Estás seguro de que las marcas de estrangulamiento y de los golpes son anteriores al fallecimiento?
– Desde luego. -El hombre pareció ofenderse-. Vaya lío, ¿no?
– Ya lo puedes decir -comentó Frank mientras hojeaba el informe-. Ningún intento de violación. ¿No hay nada?
El forense no respondió. Por fin, Frank le miró, se quitó las gafas, las dejó sobre la mesa y se reclinó en la silla mientras bebía un trago del café solo que le habían ofrecido antes.
– El informe no menciona nada de un ataque sexual -le recordó a su amigo, que pareció volver a la realidad.
– El informe es correcto. No hubo ataque sexual. Ni un rastro de líquido seminal, ninguna prueba de penetración, ninguna señal de violencia. Todo esto me llevó a la conclusión oficial de que no hubo un ataque sexual.
– ¿Qué pasa? ¿No estás satisfecho con la conclusión? -Frank le miró expectante.
El hombre bebió un trago de café, estiró los brazos por encima de la cabeza hasta sentir un crujido en el interior de su cuerpo y después se inclinó sobre la mesa.
– ¿Tu esposa visita al ginecólogo?
– Claro, ¿no lo hacen todas las mujeres?
– No lo creas -replicó el forense con un tono seco-. La cuestiones que si vas a una revisión, por muy bueno que sea el ginecólogo, siempre queda una ligera inflamación y pequeñas heridas en los genitales. Es algo natural. Para hacer bien las cosas tienes que meterte y escarbar.
– ¿Qué insinúas? -Frank dejó la taza de café-. ¿Que la visitó el ginecólogo en mitad de la noche justo antes de que se la cargaran?
– Las indicaciones era pequeñas, muy pequeñas, pero estaban allí -contestó el médico. Pensó bien las palabras antes de añadir-: No he dejado de pensar en esto desde que entregué el informe. Compréndeme, quizá no es nada. Se lo pudo hacer ella misma. Cada uno a lo suyo. Pero por lo que vi, no creo que se lo hiciera ella. Pienso que alguien la revisó poco después de muerta. Quizá dos horas más tarde, quizás antes.
– ¿La revisó para qué? ¿Para ver si había pasado algo? -Frank no disimuló la incredulidad.
– No hay otros motivos para revisar los genitales de una mujer en aquella situación, ¿no te parece?
Frank le devolvió la mirada. Esta información sólo sirvió para aumentar la fuerza de los martillazos que notaba en las sienes. Sacudió la cabeza. Otra vez la teoría del globo. Si se hunde por un lado se hincha por el otro. Garrapateó unas notas, con el entrecejo fruncido. Bebió otro trago de café sin darse ni cuenta.
El médico forense le observó. No era un caso fácil, pero hasta ahora, el detective había formulado las preguntas correctas. Estaba intrigado, algo lógico, que formaba parte del proceso. Los buenos nunca lo resolvían todo. Pero tampoco se quedaban intrigados para siempre. A la larga, si tenían suerte y eran diligentes, quizá más de lo primero o de lo segundo según el caso, acababan por descubrir la clave y todas las piezas encajaban. El deseaba que fuera uno de estos casos, aunque ahora mismo no pintaba bien.
– Estaba bastante borracha cuando la mataron -señaló el detective consultando el informe de toxicología.
– Dos coma uno. No veía esa cantidad desde los años en la facultad.
– Me pregunto dónde consiguió llegar al dos coma uno. -Abunda la bebida en un lugar como ese.
– Sí, excepto que no había copas sucias, ni botellas abiertas, ni botellas vacías en la basura.
– Bueno, quizá se emborrachó en otra parte
– Entonces, ¿cómo volvió a casa?
El forense pensó durante unos segundos, se frotó los ojos somnoliento.
– En coche. He visto a personas con porcentajes más altos sentados detrás del volante…
– Querrás decir en la sala de autopsias, ¿no? El problema con esa teoría es que ninguno de los coches salió del garaje desde que la familia se marchó al Caribe.
– ¿Cómo lo sabes? Un motor no se mantiene caliente durante tres días.
Frank pasó las páginas de su libreta, encontró lo que buscaba y se la paso a su amigo.
– Sullivan tiene un chófer en la casa. Un tipo mayor llamado Barnie Kopeti. Sabe de coches como el que más, y lleva un registro meticuloso de toda la flota de automóviles de Sullivan. Apunta el kilometraje de cada uno en un libro, y lo actualiza cada día. ¿Te lo puedes creer? Le pedí que comprobara los odómetros de cada uno de los coches del garaje, que presumiblemente eran los únicos al alcance de la señora, y de hecho los únicos coches que había en el garaje cuando se descubrió el cadáver. Además, Kopeti confirmó que no faltaba ningún coche. No había kilómetros adicionales en ninguno de los odómetros. No habían sido utilizados desde que todos se marcharon al Caribe. Christine Sullivan no regresó a casa en uno de sus coches. ¿Cómo volvió a casa?
– ¿En taxi?
– No. Hablamos con todas las compañías de taxis que funcionan en esta zona. Aquella noche nadie hizo una carrera hasta la dirección de los Sullivan. No es un lugar que se olvide fácilmente.
– A menos que el taxista se la cargara, y ahora no hable.
– ¿Crees que invitó a un taxista a su casa?
– Digo que estaba borracha y probablemente no se dio cuenta de lo que hacía.
– Eso no concuerda con el hecho de que manipularon la alarma, o que hubiera una soga colgada de la ventana del dormitorio. Y ya que hablamos de dos asaltantes, nunca vi un taxi conducido por dos taxistas.
Frank pensó una cosa y se apresuró a anotarla en la libreta. Estaba seguro de que a Christine Sullivan la había llevado a casa alguien que conocía. Dado que esa persona o personas no se habían presentado, Frank creía saber por qué no lo habían hecho. Descolgarse por la ventana en lugar de salir por donde habían entrado -la puerta principal- significaba que algo había espantado a los asesinos. La razón más obvia era la patrulla de vigilancia privada, pero el guardia de servicio aquella noche no había informado de nada extraordinario. Sin embargo, los atacantes no lo sabían. El mero hecho de ver el coche del guardia les había puesto en fuga.
El forense se balanceó en la silla, sin saber muy bien qué decir. Separó los brazos.
– ¿Algún sospechoso?
– Quizá. -Frank acabó de escribir.
– ¿Cuál es la historia del marido? Una de las personas más ricas del país.
– Y del mundo. -Frank guardó la libreta, recogió el informe y se bebió el resto del café-. Ella decidió quedarse mientras iban al aeropuerto. Sullivan pensó que se alojaría en el apartamento del edificio Watergate. Este hecho está confirmado. El jet la recogería al cabo de tres días para llevarla a la mansión de los Sullivan en las afueras de Bridgetown, Barbados. Cuando no se presentó en el aeropuerto, Sullivan se preocupó y comenzó con las llamadas. Esta es su historia.