– No lo sé, seño… Gloria.
– Ha pasado mucho tiempo con él en estos días. ¿Ha notado algo extraño en el comportamiento del presidente?
– ¿Como qué?
– Si le ha visto nervioso, preocupado. Más de lo habitual. Collin meneó la cabeza. No sabía a qué venía esta conversación.
– Pienso que tenemos un pequeño problema, Tim. Quizás el presidente necesitará nuestra ayuda. ¿Está dispuesto a ayudarle?
– Él es el presidente, señora. Es mi trabajo cuidarle.
– ¿Está ocupado esta noche, Tim? -preguntó la mujer mientras buscaba algo en el bolso-. No está de servicio, ¿verdad? Sé que el presidente no saldrá.
Él asintió.
– Ya sabe dónde vivo. Venga en cuanto acabe el turno. Me gustaría continuar esta conversación en privado. Supongo que no le importara ayudarnos a mi y al presidente, ¿no es así?
Esta vez la respuesta de Collin fue inmediata.
– Estaré allí, Gloria.
Jack llamó otra vez a la puerta. Nadie respondió. Las persianas estaban cerradas y no había luz en el interior de la casa. Estaba dormido o había salido. Miró la hora. Las nueve. Recordó que Luther Whitney casi nunca se acostaba antes de las dos o las tres de la madrugada. El viejo Ford estaba aparcado en el camino particular. El portón del garaje estaba cerrado. Jack miró en el buzón junto a la puerta. Lleno hasta los topes. Mala señal ¿Qué edad tenía ahora Luther? ¿Sesenta y pico? ¿Encontraría a su amigo tendido en el suelo, con las manos aferradas al pecho? Jack miró a su alrededor y después levantó una de las esquirlas del macetero más cercano a la puerta. Allí estaba la llave de recambio. Volvió a cerciorarse de que nadie le espiaba antes de abrir la puerta y entrar.
La sala de estar estaba limpia y en orden. Todo en su lugar.
– ¿Luther? -Cruzó el vestíbulo guiado por los recuerdos de la sencilla configuración de la casa. El dormitorio a la izquierda, el baño a la derecha, la cocina en la parte de atrás, una pequeña galería cerrada y un jardín en el fondo. Luther no estaba en ninguna de estas habitaciones. Jack entró en el pequeño dormitorio, que, como el resto de la casa, estaba aseado y en orden.
Sobre el velador había unos cuantos cuadros con fotos de Kate, que le miraban cuando él se sentó en el borde de la cama. Jack se levantó en el acto y salió del dormitorio.
Los pequeños cuartos de la planta alta sólo tenían un par de muebles. Escuchó con atención durante un momento. Nada.
Se sentó en la silla metálica de la cocina. No encendió la luz Permaneció en la oscuridad mientras pensaba. Tendió la mano y abrió la puerta de la nevera. Sonrió al ver el contenido; dos cajas de seis cervezas. Siempre se podía contar con Luther para conseguir una cerveza fría. Cogió una y salió por la puerta de atrás.
El pequeño jardín estaba seco. Los helechos y las cintas apenas si se aguantaban, incluso las protegidas por la sombra de un roble, y las clemátides que trepaban por la cerca estaban marchitas. Jack observó los parterres que Luther cuidaba con tanto mimo y vio más víctimas que supervivientes de la canícula.
Se sentó y bebió un trago de cerveza. Era obvio que Luther llevaba ausente desde hacía varios días. ¿Y qué? Era una persona adulta. Podía ir donde le viniera en gana y en el momento que le apeteciera. Pero algo no estaba bien. Claro que habían pasado unos cuantos años. Los hábitos cambian. Reflexionó un poco más. Pero Luther no era de los que cambiaban de hábitos. Él era firme como una roca, una de las personas más confiables que Jack había conocido. Él nunca habría dejado por propia voluntad la correspondencia amontonada en el buzón, el coche fuera del garaje o que se marchitaran las flores. Por propia voluntad.
Jack volvió a entrar. No había ningún mensaje en el contestador automático. Abrió la puerta del dormitorio y una vez más olió el olor a mustio. Echó una ojeada. Sintió que estaba haciendo el ridículo, Él no era un detective. Se rió de sí mismo. Lo más lógico era pensar que Luther se había ido de vacaciones a alguna isla durante un par de semanas, y aquí estaba él haciendo de padre nervioso. Luther era un hombre muy capaz. Además, esto no era asunto suyo. Él ya no tenía nada que ver con la familia Whitney. En realidad, ¿qué estaba haciendo allí? ¿Intentaba revivir viejos tiempos? ¿Pretendía recuperar a Kate a través del padre? Esa vía sí que era imposible.
Jack salió de la casa, cerró la puerta y guardó la llave debajo del macetero. Echó una última mirada al lugar y fue en busca del coche.
La casa de Gloria Russell estaba al final de una calle sin salida en la parte alta de Bethesda cerca de River Road. El trabajo como consultora de muchas de las más grandes corporaciones del país unido al sueldo de catedrática, y ahora el salario de jefa de gabinete más las ganancias de muchos años de sabias inversiones, le había permitido acumular una considerable cantidad de dinero, y le gustaba estar rodeada de cosas hermosas. La entrada estaba enmarcada por una vieja glorieta cubierta de hiedra. Un muro de ladrillos de poco más de un metro de altura rodeaba todo el patio delantero, arreglado como un jardín privado con mesas y sombrillas. El murmullo del surtidor de una fuente sonaba en la oscuridad, rota esta sólo por el resplandor que se colaba a través de la gran puerta ventana en el frente de la casa.
Gloria Russell ocupaba una de las mesas del jardín cuando apareció el agente Collin en su convertible, la espalda recta como una escoba, el traje sin una arruga, el nudo de la corbata impecable. La jefa de gabinete tampoco se había cambiado. Saludó al visitante con una sonrisa y juntos caminaron hasta la casa.
– ¿Una copa? ¿Bourbon con agua? -Russell miró al agente mientras acababa con la tercera copa de vino blanco. Hacía mucho tiempo que no recibía en su casa a un hombre joven. Quizá demasiado, pensó, aunque los efectos del vino le impedían pensar con mucha claridad.
– Cerveza, si tiene.
– Ahora mismo. -Ella se quitó los zapatos y fue descalza a la cocina.
Collin echó una ojeada a la amplia sala de estar con las cortinas vaporosas, las paredes empapeladas y las antigüedades, y se preguntó qué hacía allí. Deseó que ella se diera prisa con la cerveza. Atleta de elite, ya había sido seducido antes por las mujeres, desde los años de instituto. Pero esto no era el instituto y Gloria Russell no era una animadora. Necesitaría beber bastante para hacer frente a lo que le esperaba. Hubiera querido comentárselo a Burton antes de venir, pero algo le hizo callar. Burton se mostraba distante y malhumorado desde hacía días. Lo que habían hecho, creía, no estaba mal. Comprendía que las circunstancias resultaban difíciles de explicar, y una acción que en otro momento les habría hecho merecedores de la admiración del país entero tenía que mantenerse en secreto. Lamentaba haber matado a la mujer, pero no hubo más alternativas. La gente moría. A Christine Sullivan le había llegado su hora y punto.
Russell le trajo la cerveza y después se agachó para esponjar uno de los almohadones del sofá antes de sentarse, ocasión que Collin aprovechó para mirarle el trasero mientras se bebía un trago. Ella le sonrió y probó con delicadeza la copa de vino.
– ¿Cuánto tiempo lleva en el servicio, Tim?
– Unos seis años.
– Ha ascendido deprisa. El presidente tiene muy buena opinión de usted. Nunca olvidará que le salvó la vida.
– Se lo agradezco.
Ella bebió otro trago de vino mientras le miraba de arriba abajo. Él estaba sentado muy erguido, sin disimular su inquietud. Russell acabó de valorarlo y reconoció estar impresionada. Su interés no había pasado inadvertido para el agente que ahora paseaba su mirada por la sala contemplando los numerosos cuadros que adornaban las paredes.
– Muy bonitos. -Collin señaló los cuadros.
Ella sonrió mientras le veía beber deprisa la cerveza.
«Tú sí que eres bonito», pensó Russell.
– Vamos a sentarnos en un sitio más cómodo, Tim. -Russell dejó el sofá y llevó a Tim por un pasillo largo y angosto hasta otra sala. Un mecanismo automático encendió las luces, y Collin vio que al otro lado de una puerta entreabierta estaba el dormitorio de la jefa de gabinete-. ¿Le molesta si me tomo un minuto para cambiarme? Llevó desde la mañana con este vestido.