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La puerta del dormitorio chirrió un poco cuando la abrieron. Luther hizo memoria. Lo había recogido todo y lo había dejado otra vez en su sitio. Sólo había tocado los mandos a distancia, y los había puesto en el espacio marcado por la leve capa de polvo. Ahora Luther sólo escuchaba tres voces, un hombre y dos mujeres. Una de las mujeres tenía voz de borracha, la otra muy seria. Entonces desapareció la señora Seria, se cerró la puerta pero no echaron la llave, y la señora Borracha y el hombre se quedaron solos. ¿Dónde estaban los demás? ¿Dónde había ido la señora Seria? Continuaron las risas. Los pasos se acercaron al espejo. Luther se agachó en un rincón y confió en que el sillón le ocultara de la vista, aunque sabía que no era posible.

Entonces la luz le hirió en los ojos y casi gritó ante la rapidez conque su pequeño mundo pasó de la oscuridad total a la luz del mediodía. Parpadeó varias veces para ajustarse al cambio, las pupilas dilatadas al máximo se cerraron hasta quedar como cabezas de alfileres. Pero no se escucharon gritos, no se vieron rostros desconocidos ni armas.

Por fin, después de un minuto que le pareció eterno, Luther espió por encima del respaldo del sillón y se llevó otra sorpresa. La puerta de la cámara había desaparecido; veía directamente la maldita habitación. Casi se cayó de espaldas, pero se contuvo. De pronto Luther comprendió para qué servía el sillón.

Reconoció a las dos personas en el dormitorio. A la mujer la había visto esta noche, en las fotos: la mujercita que se vestía como una puta.

Al hombre le conocía por una razón muy diferente; desde luego, no era el dueño de esta casa. Luther meneó la cabeza asombrado y soltó el aliento. Le temblaban las manos y le dominó la inquietud. Hizo un esfuerzo para vencer las náuseas y miró el dormitorio.

La puerta de la cámara acorazada también servía de espejo en una sola dirección. Con la luz exterior y la oscuridad en el pequeño recinto, tenía la impresión de estar delante de una gigantesca pantalla de televisión.

Entonces lo vio y una vez más se sintió lleno de angustia; el collar de diamantes en el cuello de la mujer. Su ojo de experto calculó el valor en unos doscientos mil dólares, quizá más. La clase de chuchería que cualquiera guarda en la caja fuerte antes de irse a dormir. Después se relajó al ver que la mujer se quitaba el collar y lo dejaba caer al suelo.

Poco a poco perdió el miedo, se levantó y se instaló en el sillón. Así que el viejo se sentaba aquí y miraba cómo se follaban a la mujercita una legión de tíos. Por la pinta de la mujer, Luther supuso que entre los voluntarios figuraban jóvenes que no tenían ni para comer o que sólo la tarjeta verde les permitía estar en libertad. Pero el visitante de esta noche era un caballero de otra clase.

Luther miró a su alrededor, los oídos atentos a cualquier ruido de los otros visitantes. Pero ¿qué podía hacer? En treinta años de profesión, nunca se había encontrado con nada parecido. Decidió hacer la única cosa a su alcance. Con un par de centímetros de vidrio entre él y el desastre, se arrellanó en el sillón de cuero y esperó.

2

A tres manzanas de la gran mole blanca del Capitolio de los Estados Unidos, Jack Graham abrió la puerta de su apartamento, tiró el abrigo al suelo y se dirigió al frigorífico sin perder un segundo. Con una cerveza en la mano se dejó caer en el sofá raído de la sala de estar. Echó una rápida ojeada a la pequeña habitación mientras bebía un trago. Un lugar muy diferente al otro donde acababa de estar. Retuvo la cerveza en la boca y después tragó. Los músculos de la barbilla cuadrada se tensaron y a continuación se relajaron. La comezón de la duda desapareció poco a poco, pero no tardaría en reaparecer; siempre lo hacía.

Otra cena importante con Jennifer, su prometida, la familia de la novia y amigos de su círculo social y empresarial. Las personas de ese nivel de sofisticación no tenían amigos sólo para pasar el rato. Cada una realizaba una función particular, y el total era mayor que la suma de las partes. Al menos esa era la intención, aunque Jack tenía una opinión formada al respecto.

La industria y las finanzas habían estado bien representadas, con nombres que Jack leía en el Wall Street Journal antes de buscar las páginas deportivas para saber cómo iban los Skins o los Bullets. Los políticos habían asistido en masa, a la búsqueda de votos futuros y dólares actuales. El grupo se había completado con los omnipresentes abogados, de los cuales Jack era uno, algún doctor como muestra de los vínculos con las viejas costumbres y un par de tipos de interés público para demostrar que los poderosos se preocupaban por los sufrimientos del vulgo.

Acabó la cerveza y encendió el televisor. Se quitó los zapatos, luego los calcetines de cuarenta dólares, regalo de su prometida, que arrojó sobre la pantalla de la lámpara. A este paso, ella no tardaría en comprarle tirantes de doscientos dólares con corbatas pintadas a mano a juego. ¡Mierda! Se hizo un masaje en los dedos de los pies mientras pensaba en beber otra cerveza. La televisión no consiguió retener su interés. Apartó de sus ojos el mechón de pelo oscuro y pensó por enésima vez en el rumbo que seguía su vida, al parecer con la velocidad de un bólido.

La limusina de la compañía de Jennifer había llevado a la pareja hasta la casa de la joven en Northwest Washington donde con toda seguridad él se trasladaría después de la boda; ella detestaba el apartamento de Jack. Faltaban apenas seis meses para el casamiento, un plazo muy corto a juicio de la novia, y él estaba sentado cada vez con más dudas.

Jennifer Ryce Baldwin poseía una belleza espectacular y concitaba las miradas no sólo de los hombres sino también de las mujeres. Además, era inteligente y muy lista, provenía de una familia adinerada y estaba decidida a casarse con Jack. El padre dirigía una de las empresas más grandes de la nación. Centros comerciales, edificios de oficinas, emisoras de radio, filiales, estaba metido en todo lo imaginable, y lo hacía mejor que la mayoría. El abuelo paterno había sido uno de los grandes tiburones de la industria en el Medio Oeste, y la familia de la madre había sido propietaria de una buena parte del centro de Boston. Los dioses habían tenido a Jennifer Baldwin por una de sus criaturas favoritas. Jack no conocía ni a un sólo tipo que no le envidiara la suerte.

Se retorció en el sillón mientras intentaba frotarse el hombro que le dolía. Llevaba una semana sin hacer deporte. Medía un metro ochenta y dos, e incluso a los treinta y dos años, su cuerpo mostraba la misma firmeza de los años de escuela cuando era un hombre entre los niños en casi todos los deportes, y en el college, donde la competición era mucho más dura y sin embargo había destacado como luchador de peso pesado y miembro del equipo de primera. Esto le había permitido ingresar en la facultad de Derecho de la Universidad de Virginia. Se había graduado entre los primeros de la promoción y había aceptado el empleo de defensor público en el distrito de Columbia.

Los compañeros de clase habían preferido las ofertas de los grandes bufetes. Durante un tiempo le habían llamado para darle los teléfonos de los psiquiatras que podían librarlo de su locura. Sonrió mientras se levantaba para ir a buscar la segunda cerveza. Ahora la nevera estaba vacía.

El primer año de Jack como defensor público había sido difícil mientras aprendía el oficio. Había perdido más casos de los que ganó. Con el paso del tiempo le asignaron casos por delitos más graves. Y a medida que volcaba todas sus energías, talento y sentido común en cada uno de ellos, las cosas comenzaron a cambiar.

Los fiscales ya no lo tenían fácil.

Descubrió que su trabajo le sentaba como anillo al dedo, que en los interrogatorios mostraba el mismo talento y habilidad que le habían permitido tumbar sobre la lona a hombres mucho más grandes que él. Era respetado, incluso caía bien como abogado, si es que eso era posible.