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Ella se levantó, se echó una bata sobre los hombros y se sirvió otra copa de la botella casi vacía.

– Ser presidente no te hace inmune a los intentos de chantaje, Tim. Joder, tienes mucho más que perder o ganar.

Russell hizo girar la bebida en la copa sin prisas, se sentó en el sofá y se bebió la copa de un trago. Sintió el calor reconfortante de la bebida que le llegaba al estómago. Desde hacía un tiempo bebía más de lo habitual. Hasta ahora no afectaba a su rendimiento, pero tendría que vigilarlo, sobre todo en este nivel, en este momento crítico. Pero decidió que lo vigilaría a partir de mañana. Esta noche, con el peso de un desastre político a punto de caerle encima y con un hombre joven y apuesto en su cama, bebería. Se sentía quince años más joven. Cada momento con él la hacía sentir más hermosa. No olvidaba su objetivo, pero ¿dónde estaba escrito que no podía divertirse?

– ¿Qué quieres que haga?

Russell esperaba esta pregunta. Su joven y apuesto agente del servicio secreto. Un moderno caballero blanco como aquellos que aparecían en las novelas que leía siendo niña. Ella le miró sosteniendo la copa con la punta de los dedos mientras que con la otra mano se quitaba la bata y la dejaba caer al suelo. Había tiempo de sobra, sobre todo para una mujer de treinta y siete años que nunca había tenido una relación seria con un hombre. Tenía tiempo para todo. La bebida disipó los temores, la paranoia. Y también la cautela que tanta falta le hacía. Pero no esta noche.

– Hay algo que puedes hacer por mí. Te lo diré por la mañana. -Sonrió, se tendió en el sofá y tendió una mano. Él se levantó obediente y fue hacia ella. Unos instantes después sólo se oían los gemidos y el chirriar de los resortes sobrecargados del sofá.

A media manzana de la casa de Russell, Bill Burton permanecía sentado en el Bonnevilla de su esposa, con una lata de gaseosa sin calorías entre las rodillas. De vez en cuando echaba una ojeada a la casa donde había entrado su compañero a las doce y cuarto de la noche y había atisbado a la jefa de gabinete con un atuendo poco adecuado para una visita de trabajo. Con la cámara equipada con teleobjetivo había sacado dos fotografías de aquella escena que Russell habría matado por tener. Las luces se habían encendido sucesivamente en todas las habitaciones hasta llegar al lado este, cuando todas las luces se apagaron al unísono.

Burton miró los faros traseros apagados del coche del colega. El chico había cometido un error al venir aquí. Se jugaba la carrera, quizá no sólo él, sino también Russell. Burton recordó otra vez aquella noche. Collin que corría de regreso a la casa. Russell blanca como una sábana. ¿Por qué? En medio de la confusión Burton se había olvidado preguntar. Y después habían corrido a través de un maizal persiguiendo a alguien que no tenía que estar allí, pero que estaba.

Collin había vuelto a la casa por algún motivo y Burton decidió que ya era hora de saber cuál era. Tenía el presentimiento de que se gestaba una conspiración. Dado que le habían excluido, llegó a la conclusión de que él no se beneficiaría de la misma. Ni por un momento había creído que a Russell sólo le interesaba lo que había detrás de la bragueta de su compañero. Ella no era de esa clase, ni de lejos. Todo lo que hacía tenía un propósito, un propósito importante. Un buen polvo no era suficiente.

Pasaron otras dos horas. Burton miró la hora y entonces se puso alerta al ver salir a Collin de la casa, bajar poco a poco por la calle, y subir al coche. Cuando pasó a su lado, Burton se agachó, un poco avergonzado por vigilar las actividades de otro agente. Vio la señal del intermitente cuando el Ford dobló por la calle que le sacaba de la zona residencial.

Burton miró otra vez hacia la casa. Se encendió una luz en la que debía ser la sala de estar. Era tarde, pero la señora de la casa funcionaba a tope. Su vigor era legendario en la Casa Blanca. Burton se preguntó si en la cama mostraría la misma resistencia. Dos minutos más tarde la calle quedó desierta. La luz en la casa continuó encendida.

12

El avión aterrizó y con un poderoso rugido de los motores se detuvo en la corta faja de asfalto que era la pista principal del aeropuerto Nacional, dobló por otra inmediatamente a la izquierda a unos centenares de metros de pequeña cala que la multitud de navegantes de fin de semana utilizaba para acceder al Potomac, y carreteó hasta la puerta número nueve. El guardia de seguridad del aeropuerto que respondía las preguntas de un grupo de turistas no se fijó en el hombre que pasó a toda prisa junto a él. Tampoco tenía motivos para pedir su identificación.

El viaje de regreso de Luther había seguido el mismo circuito de la partida. Una escala en Miami, y después Dallas/Fort Worth.

Cogió un taxi y contempló el tráfico cada vez más denso que se dirigía hacia el sur por la avenida George Washington a medida que la gente regresaba a sus casas. El cielo prometía más lluvia y el viento sacudía los árboles de la avenida que corría paralela al Potomac. Cada pocos minutos pasaba un avión que giraba a la izquierda y desaparecía rápidamente entre las nubes.

Una nueva batalla llamaba a Luther. La imagen del presidente Richmond en el estrado embargado por una justa indignación mientras pronunciaba un apasionado discurso contra la violencia, con su presumida jefa de gabinete a su costado, era una constante en la vida de Luther. El hombre viejo, cansado y temeroso que había escapado del país ya no estaba cansado ni tenía miedo. La sensación de culpa por haber permitido la muerte de una mujer joven había dado paso a un odio tremendo, a una furia que le brotaba por todos los poros del cuerpo. Se convertiría, por decirlo de alguna manera, en el ángel vengador de Christine Sullivan. Realizaría esa tarea con todas las energías y el ingenio que le quedaba.

Luther se acomodó en el asiento, y mientras masticaba una de las galletas que había guardado de la comida en el avión, se preguntó qué tal sería Gloria Russell jugando al gato y al ratón.

Seth Frank miró a través de la ventanilla del coche. Las entrevistas personales con la servidumbre de Walter Sullivan habían revelado dos cosas de interés, la primera de las cuales era la empresa delante de la cual Frank estaba ahora; la segunda podía esperar. Albergada en un gran edificio gris en una zona comercial de Springfield, apenas pasada la carretera de circunvalación, el cartel de la Metro Steam Cleaner proclamaba que llevaba en funcionamiento desde 1949. Esta estabilidad no significaba nada para Frank. Eran muchas las empresas legítimas de toda la vida que ahora se habían convertido en fachadas para el blanqueo de dinero para el crimen organizado como la Mafia, las triadas chinas y sus versiones locales. Y un limpiador de alfombras que atendía casas ricas estaba en la posición ideal para estudiar los sistemas de alarma, averiguar dónde guardaban el dinero y las joyas y saber cuáles eran los hábitos de las futuras víctimas y sus servidumbres. Frank no sabía si se enfrentaba a un solitario o a toda una organización. Lo más probable era que se estuviera metiendo en un cajellón sin salida, pero nunca se sabía. Había dos coches de policía aparcados a tres minutos del lugar, sólo como una medida de precaución. Frank salió del coche.

– Tuvieron que ser Rogers, Budizinski y Jerome Pettis. Sí, el 30 de agosto, a las nueve. Tres pisos. Coñazo de casa. Tres pisos. Enorme, les llevó el día entero -le informó George Patterson después de consultar el libro de registro mientras Frank observaba la oficina mugrienta.

– ¿Puedo hablar con ellos?

– Puede hablar con Pettis. Los otros dos se han marchado. -¿Para siempre? -Patterson asintió-. ¿Cuánto tiempo llevaban en la empresa?

– Jerome lleva conmigo cinco años -contestó Patterson, que consultó otra vez el libro-. Es uno de mis mejores trabajadores. Rogers estuvo unos dos meses. Creo que se mudó a otra parte. Budizinski trabajó aquí unas cuatro semanas.