– Poco tiempo, ¿no?
– Diablos, así es este negocio. Te gastas mil dólares enseñándoles el trabajo a estos tipos y de un día para el otro se largan. Este no es un trabajo donde se haga carrera, ya sabe. Es un trabajo sucio y pesado. Y la paga no da como para irte a vivir a la Riviera. ¿Escucha lo que le digo?
– ¿Tiene las direcciones? -Frank sacó la libreta.
– Bueno, como le dije, Rogers se mudó. Pettis está aquí si quiere hablar con él. Tiene un trabajo en McLean dentro de media hora. Ahora esta cargando el camión.
– ¿Quién forma los equipos que van a cada casa?
– Yo.
– ¿Siempre?
– Algunas veces tengo gente que está especializada.
– ¿Quién está especializado en las zonas ricas?
– Jerome. Ya le dije que es el mejor.
– ¿Cómo fue que le asignaron a los otros dos?
– No lo sé. Depende de quien se presenta a trabajar.
– ¿Recuerda si alguno de los tres tenía algún interés especial en ira la casa de Sullivan?
Patterson meneó negativamente la cabeza.
– ¿Qué sabe de Budizinski? ¿Tiene la dirección?
Patterson consultó una libreta llena con hojas sueltas y escribió la dirección en un trozo de papel.
– Está en Arlington. No sé si todavía vive allí.
– Quiero los expedientes. Los números de la seguridad social, fechas de nacimiento, antecedentes laborales, todas esas cosas.
– Sally se los dará. Es la chica de la recepción.
– Gracias. ¿Tiene fotos de estos tipos?
– ¿Lo dice en serio? Esto no es el fbi.
– ¿Puede darme una descripción? -preguntó Frank sin impacientarse.
– Tengo sesenta y cinco empleados y un promedio de renovaciones de más del sesenta por ciento. Por lo general, ni siquiera veo al tipo después de contratarlo. Al cabo de un tiempo todos me parecen iguales. Pettis los recordará.
– ¿Recuerda alguna cosa más?
– No. ¿Cree que alguno de ellos mató a la mujer?
– No lo sé. -Frank dejó la silla y se desperezó-. ¿Usted qué piensa?
– Aquí hay gente de todas clases. Nada me sorprende.
– Ah, por cierto -dijo Frank cuando estaba a punto de salir del despacho-, quiero la lista de todas las casas y locales de Middleton que limpiaron en los dos últimos años.
– ¿Para qué coño la quiere? -gritó Patterson que se levantó como impulsado por un resorte.
– ¿Tiene los registros?
– Sí, los tengo.
– Bien, avíseme cuando tenga la lista. Que pase un buen día.
Jerome Pettis era un negro alto y cadavérico de unos cuarenta años con un cigarrillo perpetuo en la boca. Frank le observó admirado mientras el hombre cargaba el pesado equipo de limpieza con la eficacia que daban los años de práctica. El mono azul anunciaba que era un técnico superior en la Metro. No miró a Frank, atento a su trabajo. A su alrededor, en el enorme garaje cargaban otras furgonetas blancas. Un par de tipos miraron a Frank por un segundo antes de continuar con el trabajo.
– El señor Patterson dijo que quería hacerme algunas preguntas.
– Unas cuantas. -Frank se sentó en el parachoques delantero de la furgoneta-. Usted hizo un trabajo en la casa de Walter Sullivan en Middleton el 30 de agosto de este año.
– ¿Agosto? -Pettis frunció el entrecejo-. Joder, hago cuatro casas al día. No las recuerdo porque no vale la pena recordarlas.
– Esta le llevó todo el día. Una casa muy grande en Middleton. Rogers y Budizinski estaban con usted.
– Así es. -Pettis sonrió-. La casa más grande que he visto en mi vida y, tío, he visto algunas tremendas.
– Lo mismo pensé cuando la vi. -Frank le devolvió la sonrisa.
– El problema fueron todos aquellos muebles -comentó Pettis mientras encendía un cigarrillo-. Tuvimos que moverlos todos, y algunos pesaban un huevo. Ya no los hacen tan pesados.
– ¿Así que estuvieron allí todo el día? -Frank no pretendía formular la pregunta de este modo.
Pettis se puso tenso, dio una chupada al Camel y se apoyó contra la puerta de la furgoneta.
– ¿Cómo es que la poli está interesada en saber cómo se limpian las alfombras?
– Asesinaron a una mujer en aquella casa. Al parecer, sorprendió a unos ladrones. ¿No lee los periódicos?
– Sólo los deportes. ¿Y ahora se pregunta si soy uno de esos tipos?
– Ahora no. Sólo busco información. Todo el mundo que estuvo en la casa en los últimos meses me interesa. Quizás interrogue también al cartero.
– Para ser un poli es divertido. ¿Cree que la maté?
– Creo que si lo hizo, no sería tan tonto como para quedarse por aquí a esperar que viniera a buscarle. Sobre los dos hombres que estuvieron con usted, ¿qué puede decirme de ellos?
Pettis acabó de fumar y miró a Frank sin contestar. Frank se dispuso a cerrar la libreta.
– ¿Quiere un abogado, Jerome?
– ¿Lo necesito?
– Por mí no, pero no soy yo el que tiene que llamarlo. No pienso sacar la tarjeta Miranda [Se refiere a la ley Miranda, que establece los derechos del detenido. (N. del T.)] si es eso lo que le preocupa.
Pettis miró por un instante el suelo de cemento, aplastó la colilla y miró otra vez a Frank.
– Escuche, llevo mucho tiempo con el señor Patterson. No falto, hago mi trabajo, cojo la paga y me voy a casa.
– Entonces no tiene de que preocuparse.
– Así es. Escuche, me vi mezclado en un asunto hace un tiempo. Cumplí condena. Lo puede averiguar por los ordenadores en cinco segundos. Así que no pienso contarle ningún rollo, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– Tengo cuatro hijos y no tengo mujer. No entré en aquella casa ni le hice nada a aquella mujer.
– Le creo, Jerome. A mí me interesan Rogers y Budizinski.
– Vamos a dar una vuelta -respondió Pettis después de pensárselo un momento.
Los dos hombres salieron del garaje y caminaron hasta un viejo Buick oxidado y grande como un barco. Pettis entró en el coche. Frank le siguió.
– En el garaje los tipos tienen las orejas muy largas.
Frank asintió.
– Brian Rogers. Le decían el Listo porque era un buen trabajador, aprendía rápido.
– ¿Qué pinta tiene?
– Un tipo blanco de unos cincuenta años, quizá más. No muy alto, metro setenta, quizá setenta y cinco. Bastante hablador. Trabajaba duro.
– ¿Y Budizinski?
– Buddy. Aquí todo el mundo tiene un apodo. Yo soy Ton. Ya sabe, por esqueleton. -Frank sonrió al escuchar la explicación-. Otro tipo blanco. Quizá mayor que el Listo. Muy callado. Hacía lo que le decían y nada más.
– ¿Quién hizo el dormitorio de los dueños?
– Lo hicimos entre todos. Tuvimos que levantar la cama y la cómoda. Pesaban un par de toneladas cada una. Todavía me duele la espalda. -Jerome estiró el brazo y cogió una fiambrera del asiento trasero-. No tuve tiempo de desayunar esta mañana -explicó mientras sacaba un plátano y una galleta.
Frank se movió incómodo en el asiento destartalado. Un trozo de metal se le clavó en la espalda. El interior del coche apestaba a tabaco.
– ¿En algún momento estuvo alguno de los dos a solas en el dormitorio de los dueños o en algún otro lugar de la casa?
– Siempre había alguien en la casa. El tipo tenía un montón de gente trabajando allí. Cualquiera de los dos pudo ir solo a la planta alta. No les vigilé. No era asunto mío.
– ¿Cómo fue que Rogers y Budizinski trabajaron con usted aquel día?
– Ahora que lo pienso no lo sé -contestó Jerome después de una pausa-. Sé que era un trabajo de primera hora. Quizá porque fueron los primeros en llegar. A veces es lo único que hace falta.
– Entonces, si sabían por anticipado que iban a ir allí a primera hora y se presentaron aquí antes que los demás, ¿se podían enganchar con usted?
– Sí, es posible. Mire, sólo buscamos fuerza, ¿entiende lo que le digo? No hace falta ser doctor para hacer esta mierda.