Entonces había conocido a Jennifer en un acto. Era la vicepresidenta de desarrollo y comercialización de las empresas Baldwin. Muy dinámica, la muchacha tenía el don de hacer sentirse importantes a sus interlocutores; escuchaba las opiniones aunque no las siguiera. Era una belleza que no dependía sólo de ese valor.
Detrás de la hermosura había mucho más. O al menos daba esa impresión. Jack no hubiese sido humano si no se hubiese sentido atraído. Y ella había dejado bien claro, desde el principio, que la atracción era mutua. Sin dejar de mostrarse impresionada por la tenacidad demostrada en la defensa de los derechos de los acusados en la capital, poco a poco Jennifer había convencido a Jack de que ya había hecho suficiente en beneficio de los pobres, los tontos y los desgraciados, y que quizás era el momento de pensar en sí mismo y en su futuro, y tener en cuenta que tal vez ella deseaba formar parte de ese futuro. Cuando Jack por fin dejó el cargo, la oficina del fiscal le despidió con una fiesta por todo lo alto. Aquello hubiese debido avisarle en el acto de que todavía había muchos pobres, tontos y desgraciados que necesitaban su ayuda. Nunca más sentiría la emoción que había experimentado como defensor público; ocasiones así aparecían una vez en la vida. Había llegado el momento de seguir adelante; incluso los niños como Jack Graham tenían que crecer algún día. Le había llegado la hora.
Apagó el televisor, cogió una bolsa de cortezas de maíz y fue al dormitorio. Junto a la puerta había montones de ropa sucia. Era lógico que a Jennifer no le gustara el apartamento; él era un patán. Pero lo que más le preocupaba era la certeza de que, incluso impoluto, Jennifer no aceptaría vivir allí. Para empezar estaba en el barrio malo; en Capitol Hill, pero no en la parte rica, ni siquiera cerca.
Después estaba la cuestión del tamaño. La casa de Jennifer tenía unos quinientos metros cuadrados, sin contar el ala del servicio y el garaje para dos coches, donde guardaba el Jaguar y el Range Rover nuevos, como si alguien que viviera aquí, con las carreteras atascadas a toda hora, necesitara un vehículo capaz de subir montañas por la cara vertical.
Él disponía de cuatro habitaciones si contaba el baño. Entró en el dormitorio, se desnudó y se acostó. Al otro lado del cuarto, en un pequeño cuadro que había tenido colgado en el despacho hasta que le dio vergüenza mirarlo, estaba el anuncio de su ingreso en Patton, Shaw amp; Lord. PS amp;L era el bufete número uno de la capital. Atendía los asuntos legales de centenares de empresas de primera fila, incluida la de su futuro suegro, que representaba una cuenta de millones de dólares. A él se le atribuía el mérito de aportar el nuevo cliente y eso, a su vez, le garantizaba ser socio. En Patton, Shaw amp; Lord la condición de socio garantizaba unos ingresos de medio millón de dólares al año. Para los Baldwin esa cifra era calderilla, pero él no era un Baldwin. Al menos por ahora.
Se tapó con la manta. La calefacción del edificio dejaba mucho que desear. Cogió un par de aspirinas y se las tragó con un resto de refresco que tenía sobre la mesa de noche, después contempló el dormitorio que era una leonera. Le recordó su habitación de adolescente. Era un recuerdo agradable Las casas eran para vivirlas; tenían que acoger los gritos de los niños mientras corrían de habitación en habitación en busca de nuevas aventuras y objetos para romper.
Este era otro asunto pendiente con Jennifer; ella había dejado claro que tener hijos era un proyecto muy lejano. La carrera en la compañía de su padre era lo primero en su mente y su corazón, quizá por encima incluso de él mismo.
Se dio la vuelta y cerró los ojos. El ruido del cristal de la ventana sacudido por el viento le obligó a abrirlos. Miró en aquella dirección, desvió la mirada, pero después, resignado, miró la caja.
Contenía parte de su colección de viejos trofeos y premios ganados en el instituto y la universidad. Pero esos objetos no le interesaban. En la penumbra tendió la mano para coger la foto, decidió que no, y después volvió a cambiar de opinión.
La sacó. Esto se había convertido casi en un ritual. No tenía motivos para pensar que su novia encontraría este recuerdo porque se negaba a permanecer en su dormitorio más allá de un minuto. Cada vez que se acostaban lo hacían en casa de ella, donde Jack permanecía en la cama mirando el techo a cuatro metros de altura, pintado con una escena de viejos caballeros y jóvenes doncellas mientras Jennifer se divertía sola hasta que se cansaba y se ponía boca arriba para que él la montara. O en la casa paterna, en el campo, donde los techos eran todavía más altos y los murales había sido traídos desde alguna iglesia románica del siglo xiii, todo lo cual le hacía sentir como si Dios le observara mientras la hermosa y desnuda Jennifer Ryce Baldwin le cabalgaba y que él ardería en el infierno por culpa de unos momentos de placer visceral.
La mujer de la foto tenía el pelo castaño que se curvaba en las puntas. La sonrisa le recordó el día que había tomado la foto.
Una excursión en bicicleta por la campiña del condado de Albemarle. Él acababa de entrar en la facultad de Derecho; ella estaba en el segundo curso del college de la universidad Jefferson. Aquella había sido la tercera cita pero a los dos les parecía que siempre habían vivido juntos.
Kate Whitney.
Pronunció el nombre despacio; su mano siguió instintivamente la curva de la sonrisa, el hoyuelo solitario en lo alto de la mejilla derecha que le daba al rostro un aspecto un tanto sesgado. Los pómulos casi almendrados bordeaban una nariz fina que se curvaba hacia los labios sensuales. La barbilla era afilada y proclamaba terquedad. Jack miró otra vez la cara y se detuvo en los ojos que siempre mostraban un destello travieso.
Se puso boca arriba y colocó la foto sobre el pecho para que ella le mirara directamente. Era incapaz de pensar en Kate sin ver una imagen del padre, con su ingenio agudo y la sonrisa un tanto torcida.
Jack había visitado muy a menudo a Luther Whitney en su casita, en un barrio de Arlington que había conocido tiempos mejores. Se pasaban horas bebiendo cerveza y contando cuentos; casi siempre era Luther el que hablaba y Jack quien escuchaba.
Kate nunca visitaba a su padre, y él jamás intentaba ponerse en contacto con ella. Jack había descubierto su identidad casi por accidente, y a pesar de las protestas de Kate, Jack había querido conocerle. Era difícil que ella no sonriera por una cosa u otra, pero en este asunto se mostraba siempre seria.
Después de que él se licenciara, se trasladaron al distrito de Columbia y ella entró en la facultad de Derecho en Georgetown. La vida era idílica. Kate había asistido a sus primeros juicios cuando él trataba de contener el temblor de las piernas y los quiebros de voz, y no siempre recordaba cuál era su mesa. Pero a medida que aumentó la gravedad de los crímenes de sus clientes, se esfumó el entusiasmo de Kate.
Se separaron al año de haber comenzado él a ejercer.
Las razones eran sencillas: Kate no entendía por qué había escogido defender a las personas que violaban la ley, y no toleraba que a él le gustara su padre.
En el último instante de su vida en común, él recordaba haber estado sentado en esta misma habitación, pidiéndole, suplicándole, que no se marchara. Pero ella se había ido. Habían pasado cuatro años, y desde entonces él no la había vuelto a ver.
Sabía que trabajaba en la fiscalía de la mancomunidad en Alejandría, Virginia, donde se ocupaba con gran ahínco en meter entre rejas a sus antiguos clientes por quebrantar las leyes de su estado adoptivo. Aparte de eso, Kate Whitney era una extraña para él.
Pero acostado en su cama, con ella mirándole con aquella sonrisa que le revelaba un millón de cosas que nunca había aprendido de la mujer con la que se casaría dentro de seis meses, Jack se preguntó si seguiría siendo una extraña para él; si su vida estaba destinada a convertirse en algo mucho más complicado de lo que deseaba. Cogió el teléfono y marcó un número.