El detalle era que Wanda Broome había estado en prisión, de esto hacía unos veinte años, por desfalco cuando trabajaba de contable para un médico en Pittsburgh. Los demás sirvientes no tenían antecedentes. Ella había quebrantado la ley, y había pasado una temporada entre rejas. En aquel entonces se llamaba Wanda Jackson. Se había divorciado al salir de la cárcel, o mejor dicho él la había dejado. Desde entonces nunca había cometido ningún delito. Con el cambio de nombre y una condena tan lejana, si los Sullivan habían averiguado los antecedentes, quizá no habían encontrado nada, o quizá no les había importado. Según todas las fuentes, Wanda Broome había sido una ciudadana honesta y trabajadora durante estos últimos veinte años.
Frank se preguntó qué le había hecho cambiar.
– ¿Hay alguna cosa que recuerde o piense que me pueda servir de ayuda, Wanda? -Frank intentó parecer lo más inocente posible; abrió la libreta e hizo ver que tomaba notas. Si ella era el cómplice en el interior, lo que menos le interesaba era que Wanda alertara a Rogers. Por otro lado, si conseguía que se derrumbara, quizás ella decidiría cambiar de bando.
Se la imaginó quitando el polvo en el vestíbulo. Hubiese sido fácil, tan fácil rociar el paño con el producto químico y después pasarlo por el panel de la alarma. Hubiese parecido tan natural, que nadie, incluso alguien que le hubiese estado mirando mientras lo hacía, hubiese sospechado nada. Sólo una criada eficaz haciendo su trabajo. Después no había tenido más que regresar al vestíbulo cuando todos dormían, iluminar un segundo el panel y ya está.
Desde un punto de vista estrictamente técnico, quizá se le podía considerar cómplice de un asesinato, dado que el homicidio era una de las consecuencias probables del robo a una casa. Pero Frank no pretendía mandar a Wanda Broome a la cárcel de por vida, sino atrapar al que había disparado. Estaba seguro de que esta mujer no había trazado el plan. Ella había interpretado un papel pequeño pero muy importante. Frank quería al maestro de ceremonias. Llamaría al fiscal de la mancomunidad y arreglaría un trato para Wanda a cambio de su ayuda.
– ¿Wanda? -Frank se inclinó sobre la mesa y la cogió de una mano, ansioso-. ¿Recuerda algo más? ¿Algo que me ayude a detener a la persona que asesinó a su amiga?
Frank recibió una leve sacudida de cabeza como única respuesta y se echó hacia atrás. No había esperado gran cosa de este encuentro, pero había conseguido transmitir el mensaje. La pared comenzaba a desmoronarse. Estaba seguro de que ella no avisaría al tipo. Se haría con la confianza de Wanda Broome, poco a poco.
Más tarde descubriría que ya había ido demasiado lejos.
14
Jack dejó el maletín en un rincón, arrojó el abrigo sobre el sofá y se resistió al impulso de echarse a dormir sobre la alfombra. Ucrania y vuelta en cinco días le había hecho polvo. La diferencia horaria de siete horas ya había algo terrible, pero para ser alguien que rondaba los ochenta, Walter Sullivan se había mostrado infatigable.
Les habían hecho pasar por los controles de seguridad con el respeto y la celeridad que se merecían la fortuna y la fama de Sullivan. A partir de aquel momento se había sucedido una serie de reuniones interminable. Habían visitado fábricas, minas, oficinas, hospitales, y después habían ido a cenar y a emborracharse con el alcalde de Kiev. El presidente de Ucrania les había recibido al segundo día, y al cabo de una hora Sullivan le había subyugado. El capitalismo y la libre empresa eran respetados por encima de todo lo demás en la república liberada y Sullivan era un capitalista con C mayúscula. Todos querían hablar con él, estrecharle la mano, como si les fuera a contagiar parte de su capacidad para hacer dinero, y ellos se fueran a hacer ricos en cuestión de días.
El resultado había superado todas las expectativas a medida que los ucranianos aceptaban entusiasmados todos los puntos del acuerdo comercial. La oferta por los misiles vendría después en el momento apropiado. Todos esos cacharros inútiles se convertirían en dinero contante y sonante.
El 747 de Sullivan había hecho el vuelo directo desde Kiev al aeropuerto internacional de Washington y una limusina había llevado a Jack a su casa. Fue a la cocina. Lo único que había en el frigorífico era leche agria. La comida ucraniana no estaba mal pero era pesada, y después del primer par de días sólo había picoteado. Y había bebido demasiado. Al parecer, no se podían hacer negocios sin beber.
Se rascó la cabeza, tenía un sueño brutal, pero estaba demasiado cansado para dormir. En cambio tenía hambre. El reloj interno le decía que eran casi las ocho de la mañana y el que llevaba en la muñeca marcaba las doce pasadas. Si bien la capital del país no podía compararse con la Gran Manzana en la capacidad de atender cualquier apetito o interés las veinticuatro horas del día, había algunos lugares donde Jack podía encontrar una comida decente en una noche de semana a horas intempestivas. Mientras se ponía el abrigo sonó el teléfono. Tenía conectado el contestador automático. Jack abrió la puerta, pero vaciló. ¿Quién llamaba a estas horas? Escuchó el mensaje del contestador seguido por la señal.
– ¿Jack?
Se abalanzó sobre el teléfono al escuchar aquella voz que acababa de surgir del pasado como una pelota retenida debajo del agua hasta que se suelta y sale a la superficie con un estallido.
– ¿Luther?
El restaurante, uno de los favoritos de Jack, era poco más que una fonducha. Aquí se podía conseguir una comida digna a cualquier hora, de día y de noche. Era un lugar en el que Jennifer Baldwin nunca hubiera puesto los pies y que él y Kate habían frecuentado. Hasta hacía muy poco, los resultados de esta comparación le habrían preocupado, pero ya lo había decidido, y no tenía la intención de volver al tema. La vida no era perfecta, y nadie se podía pasar toda la existencia buscando esa perfección. No pensaba hacerlo.
Jack devoró los huevos revueltos, el beicon y las cuatro tostadas. El café recién hecho le quemaba la garganta. Después de cinco días de café instantáneo y agua mineral, le sabía a gloria.
Miró a Luther, que entre trago y trago de café miraba la calle mal iluminada a través de la ventana sucia.
– Pareces cansado -comentó Jack.
– Tú también, Jack.
– He estado fuera del país.
– Yo también.
Eso explicaba el estado del jardín y la correspondencia. Una preocupación innecesaria. Jack apartó el plato y pidió más café. -El otro día fui a tu casa.
– ¿Para qué?
Jack se esperaba la pregunta. Luther Whitney nunca se iba por las ramas. Pero la anticipación era una cosa: y otra tener la respuesta preparada. Encogió los hombros.
– No lo sé. Sólo quería verte. Ha pasado mucho tiempo.
Luther asintió.
– ¿Sales otra vez con Kate?
Jack bebió un trago de café antes de contestar. Notó el latido en las sienes.