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Burton quebró en dos la cerilla mientras se reclinaba en la silla.

– Llevo en el servicio secreto mucho tiempo y esta es la primera vez para mí. Pero lo entiendo. El viejo Sullivan es uno de los mejores amigos del presidente. Le ayudó en sus primeros pasos en la política. Un mentor de verdad. Se conocen desde siempre. Entre usted y yo, no creo que el presidente desee que hagamos nada, aparte de dar la impresión de que nos preocupamos. De ninguna manera pretendemos meternos en sus asuntos.

– Tampoco tienen jurisdicción.

– Así es, Seth. Exacto. Diablos, fui policía estatal durante ocho años. Sé cómo funciona una investigación policial. Lo que menos deseas es tener a alguien mirando por encima del hombro.

La desconfianza comenzó a esfumarse de los ojos de Frank. Un ex policía del estado convertido en agente del servicio secreto. Este tipo era un profesional de tomo y lomo. En el libro de Frank no se podía ir más lejos.

– ¿Cuál es su propuesta?

– Veo mi papel como un canal de comunicación con el presidente. Si hay alguna novedad usted llama y yo se lo digo al presidente. Entonces cuando él vea a Walter Sullivan podrá decirle algo sensato sobre el caso. Créame, tampoco es algo para la galería. El presidente tiene un interés especial en el caso. -Burton sonrió para sí mismo.

– ¿Sin interferencias de los federales? ¿Nada de juego sucio?

– Joder, yo no soy del fbi. Este no es un caso federal. Considéreme como el emisario civil de un vip. Nada más allá de una cortesía profesional.

Frank echó una ojeada a la oficina mientras analizaba la situación. Burton siguió la mirada y trató de valorar a Frank con la mayor precisión posible. Burton había conocido a muchos detectives. La mayoría no eran muy brillantes, lo que, unido a una carga de trabajo cada vez mayor, resultaba en pocos arrestos y un promedio de condenas casi cero. Pero había hecho averiguaciones sobre Seth Frank. El tipo era un ex detective de Nueva York con una hoja de servicios llena de condecoraciones. Desde que había venido al condado de Middleton no había dejado de resolver ni un solo asesinato. Ni uno. Era un condado rural, pero un promedio del ciento por ciento no dejaba de ser impresionante. Todos estos datos tranquilizaban a Burton. Porque aunque el presidente le había pedido a Burton que se mantuviera en contacto con la policía para cumplir con su promesa a Sullivan, Burton tenía sus propios motivos para desear un acceso a la investigación.

– Si surge alguna cosa imprevista, quizá no pueda avisarle en el acto.

– Tampoco pido milagros, Seth, sólo un poco de información cuando le venga bien. Eso es todo. -Burton se levantó. Aplastó la colilla en el cenicero-. ¿Trato hecho?

– Haré todo lo posible, Bill.

– No se puede pedir más. ¿Tiene alguna pista?

– Quizá. -Seth Frank encogió los hombros-. Nunca se sabe dónde saltará la liebre. Ya sabe cómo son estas cosas.

– Dígamelo a mí. -Burton se acercó a la puerta-. Por cierto, si necesita cualquier cosa durante la investigación, acceso a bases de datos, evitar algún trámite, y cosas así, avíseme y su solicitud recibirá alta prioridad. Aquí tiene mi número.

– Se lo agradezco, Bill -respondió Frank deferente, mientras cogía la tarjeta.

Dos horas más tarde, Seth Frank cogió el teléfono y no pasó nada. No tenía tono, no había línea con el exterior. Avisaron a la compañía telefónica.

Al cabo de una hora, Seth Frank volvió a coger el teléfono y escuchó el pitido del tono. El sistema estaba arreglado. La caja de teléfonos estaba siempre cerrada, pero incluso si alguien hubiese mirado en el interior, la masa de cables y otros equipos habrían resultado un galimatías para el lego. Además, la policía no se preocupaba mucho de que alguien le pinchara los teléfonos.

Ahora las líneas de comunicación de Bill Burton estaban abiertas, mucho más de lo que Seth Frank hubiese imaginado.

15

– Opino que es un error, Alan. Pienso que deberíamos distanciarnos, no intentar hacernos cargo de la investigación. -Russell se encontraba junto a la mesa del presidente en el despacho Oval.

Richmond repasaba el articulado de una ley de asistencia sanitaria, un auténtico atolladero en el que no estaba dispuesto a invertir mucho de su capital político antes de las elecciones.

– Gloria, por favor, continúa con el programa. -Richmond estaba preocupado; las encuestas le daban una gran ventaja, pero pensaba que la diferencia tendría que ser aún mayor. Su oponente, Henry Jacobs, era bajo, poco agraciado y mal orador. Su único mérito eran los treinta años de trabajo en pro de los pobres y menesterosos del país. En consecuencia, desde el punto de vista de los medios era un auténtico desastre. En una era de cámaras y micrófonos tener buena pinta y un pico de oro era básico. Jacobs ni siquiera era el mejor entre un grupo bastante flojo que había visto apartados a los dos mejores candidatos por culpa de diversos escándalos, sexuales y de los otros. Todo esto hacía que Richmond se preguntara por qué la ventaja de treinta y dos puntos en las encuestas no eran cincuenta.

Por fin miró a la jefa de gabinete.

– Mira, le prometí a Sullivan ocuparme del asunto. Lo dije delante de audiencia nacional y me consiguió doce puntos en las encuestas que, al parecer, tu bien engrasado equipo electoral no puede mejorar. ¿Tengo que salir y declarar una guerra para que suban las encuestas?

– Alan, tenemos las elecciones en el bote; los dos lo sabemos. Pero tenemos que jugar a no perder. Debemos ser precavidos. Esa persona todavía anda por allí. ¿Qué pasará si le atrapan?

– ¡Olvídate de él! -Richmond se levantó enojado-. Si dejaras de pensar en él por un momento, verías que el hecho de haberme vinculado estrechamente al caso le resta a ese tipo cualquier pizca de credibilidad. Si no hubiera proclamado públicamente mi interés, algún reportero entrometido quizá se mostraría dispuesto a investigar cualquier rumor sobre la presunta implicación del presidente en la muerte de Christine Sullivan. Pero ahora que la nación sabe que estoy dispuesto a llevar al criminal ante la justicia, si se hace cualquier acusación, la gente pensará que el tipo me vio en la televisión y que está loco.

Russell se sentó. El problema radicaba en que Richmond no conocía todos los hechos. De haber sabido lo del abrecartas, ¿habría dado estos pasos? ¿De haber sabido que Russell había recibido la carta y la foto? Le estaba ocultando información a su jefe, una información que podía hundirlos a los dos para siempre.

Russell cruzó el vestíbulo en dirección a su despacho sin darse cuenta de que Bill Burton la miraba desde un pasillo. La mirada no era precisamente de afecto.

«Maldita puta.» Desde su posición podía haberle metido tres balas en la cabeza. Sin problemas. La charla con Collin lo había aclarado todo. Si aquella noche hubiese llamado a la policía hubiese habido problemas, pero no para él y Collin. El presidente y su compañera se habrían llevado la peor parte. La mujer le había embaucado. Y ahora todo aquello por lo que había trabajado y sufrido pendía de un hilo.

Sabía mucho mejor que Russell a lo que se enfrentaban. Y fue este conocimiento por lo que había tomado una decisión. No había sido fácil, pero era la única a su alcance. Era la razón por la que había visitado a Seth Frank. También era la causa por la que había hecho pinchar el teléfono del detective. Burton sabía que era dar palos de ciego, pero ahora ya no había nada seguro. Había que jugar con las cartas que tenían y confiar en que la fortuna les sonriese en algún momento.

Una vez más Burton se estremeció de furia por la posición en que le había puesto. La decisión que había tenido que tomar por su estupidez. Era lo único que podía hacer aparte de estrangularla con sus propios manos. Pero se prometió a sí mismo una cosa. Aunque le fuera la vida en ello se aseguraría de que esta mujer sufriera por sus actos. Él se encargaría de arrancarla de la protección de su carrera, la arrojaría a los lobos, y disfrutaría en el proceso.