– ¿Qué va usted a hacer?
– Cuanto menos sepa mejor. Pero ¿tiene claro que si este asunto revienta nos hundimos todos, incluido el presidente? En este momento no hay nada que yo pueda o quiera hacer por evitarlo. A lo que a mí respecta, los dos se lo merecen.
– No se anda con rodeos.
– No sirve para nada. -Se puso el abrigo-. Por cierto, ¿es consciente de que Richmond le dio a Christine Sullivan una paliza de cuidado? Por el informe de la autopsia parece que intentó retorcerle el cuello como a una gallina.
– Creo que sí. ¿Tiene alguna importancia?
– Usted no tiene hijos, ¿verdad?
Russell sacudió la cabeza.
– Yo tengo cuatro. Dos hijas, no mucho más jóvenes que Christine Sullivan. Como padre, uno piensa en cosas como esas. Seres queridos en manos de algún cretino. Sólo quería advertirle qué clase de sujeto es su jefe. Si alguna vez el tipo se pone cachondo, quizá más le valga pensárselo dos veces.
Burton se fue y Russell se quedó sentada en la sala pensando en su vida destrozada.
Mientras subía al coche, Burton se tomó un momento para encender un cigarrillo. Desde hacía unos días, se dedicaba a repasar los últimos veinte años de su vida. El precio que pagaba por preservarlos se estaba volviendo astronómico. ¿Valía la pena? ¿Estaba dispuesto a pagarlo? Podía ir a la poli. Contarles todo. Desde luego, su carrera se habría acabado. Los polis le acusarían de obstrucción a la justicia, conspiración para cometer asesinato, quizás una acusación de homicidio involuntario por matar a Christine Sullivan y algunas cosillas más. Pero todo sumaría. Incluso si llegaba a un arreglo tendría que cumplir una condena bastante larga. Pero lo soportaría. También estaba dispuesto a soportar el escándalo. Toda la mierda que escribirían en los periódicos. Pasaría a la historia como un criminal. Estaría unido para siempre a la corrupta administración Richmond. Y sin embargo era capaz de soportarlo todo si se daba el caso. Lo que el duro Bill Burton no podría soportar sería la mirada de sus hijos. Nunca volvería a ver en sus ojos el respeto y el amor que le profesaban. Y la absoluta y total confianza en que su papá, este hombre grande como una montaña, era, sin lugar a dudas, uno de los buenos. Esto era algo demasiado duro, incluso para él.
Estos eran los pensamientos que le llenaban la cabeza desde la conversación con Collin. Una parte de él deseaba no haber preguntado. No haberse enterado del intento de chantaje. Porque eso le habría dado una oportunidad. Y las oportunidades iban siempre acompañadas de elecciones. Burton ya había hecho la suya. No estaba orgulloso de la misma. Si las cosas funcionaban según el plan, haría todo lo posible para olvidar que hubiera ocurrido alguna vez. ¿Y si las cosas no funcionaban? Bueno, mala suerte. Pero si él caía, también caerían todos los demás.
Este pensamiento provocó otra idea. Burton abrió la guantera. Sacó una minigrabadora y un puñado de casetes. Miró hacia la casa mientras daba una chupada al cigarrillo.
Puso el coche en marcha. Mientras pasaba por delante de la casa de Gloria Russell pensó que las luces permanecerían encendidas mucho tiempo.
16
Laura Simon estaba a punto de renunciar a cualquier esperanza de dar con alguna pista.
La furgoneta había sido espolvoreada por dentro y por fuera en busca de huellas digitales. Incluso habían traído un láser especial de la jefatura de la policía estatal en Richmond, pero cada vez que encontraban una huella, correspondía a la de algún otro. Alguien que ya conocían. Laura se sabía de memoria las huellas de Pettis. El pobre tenía todos arcos, una de las composiciones de huellas más raras, además de una pequeña cicatriz en el pulgar, lo que de hecho había permitido arrestarlo años atrás por robar un coche. Los ladrones con cicatrices en las yemas de los dedos eran un regalo del cielo para los técnicos en identificación de huellas.
Las huellas de Budizinski habían aparecido porque había metido un dedo en disolvente y después lo había apretado contra un trozo de contrachapado que había en la parte de atrás de la furgoneta, una huella tan perfecta como si se la hubiese tomado ella misma.
En total había encontrado cincuenta y tres huellas, pero no le servía ninguna. Se sentó en el centro de la zona de carga y observó cariacontecida el interior. Había repasado todos los lugares posibles donde se pudiera encontrar una huella. Había revisado cada hueco y recoveco del vehículo con el láser portátil y ya no se le ocurría dónde más mirar.
Por enésima vez repasó en la imaginación los movimientos de los hombres cargando la furgoneta, conduciéndola -el espejo retrovisor era el lugar ideal para encontrar huellas-, moviendo el equipo, levantando los bidones, arrastrando las mangueras, abriendo y cerrando las puertas. Para complicar todavía más las cosas, las huellas tendían a desaparecer con el paso del tiempo, según las características de la superficie donde estaban y las condiciones ambientales. El calor y la humedad eran los mejores conservantes, el tiempo frío y seco, el peor.
Abrió la guantera y examinó otra vez el contenido. Cada objeto había sido inventariado y espolvoreado. Pasó las hojas del libro de mantenimiento del vehículo. Las manchas rojizas en el papel le recordaron que hacía falta pedir más reactivos para el laboratorio. Las páginas estaban muy ajadas, aunque la furgoneta había tenido pocas averías en los tres años de uso. Al parecer, la compañía era partidaria de un programa de mantenimiento riguroso. Cada entrada llevaba las iniciales del responsable y la fecha. La compañía tenía sus propios mecánicos.
Mientras pasaba las páginas, le llamó la atención una entrada. Todas llevaban las iniciales de G. Henry o H. Thomas, ambos mecánicos de la Metro. Esta entrada tenía al lado las iniciales J. P. Jerome Pettis. La nota indicaba que había bajado el nivel de aceite de la furgoneta y le habían añadido dos litros. Todo muy rutinario excepto que la fecha correspondía al día que habían limpiado la casa de los Sullivan.
Simon respiró un poco más rápido mientras cruzaba los dedos y se apeaba de la furgoneta. Abrió el capó y comenzó a mirar el motor. Alumbró con el láser de aquí para allá y la encontró en menos de un minuto. Una huella aceitosa plantada en el costado del depósito de agua del limpiaparabrisas. El lugar lógico para apoyar la mano cuando había que abrir o cerrar el tapón del aceite. Y una ojeada le dijo que no era de Pettis. Tampoco era de cualquiera de los dos mecánicos. Cogió la tarjeta con las huellas de Budizinski. Estaba segura de que no era de él y acertó. Espolvoreó y recogió la huella, rellenó la tarjeta y corrió hacia la oficina de Frank. Le encontró con el abrigo y el sombrero puestos, prendas que se quitó en el acto.
– Estás de coña, Laura.
– ¿Quieres hacer el favor de llamar a Pettis a ver si recuerda si Rogers añadió el aceite aquel día?
Frank llamó a la compañía de limpieza, pero Pettis ya se había marchado. En su casa nadie atendió el teléfono.
Simon miró la tarjeta con la huella como si fuese la joya más valiosa del mundo.
– Déjalo. La pasaré por nuestros archivos. Me quedaré toda la noche si es necesario. Podemos pedirle a Fairfax que nos dé acceso al afis de la policía estatal, nuestra terminal no funciona. -Simon se refería al sistema automático de identificación de huellas digitales instalado en Richmond, donde las huellas encontradas en la escena del crimen se comparaban con las registradas en la base de datos del estado.
– Creo que tengo algo mejor -afirmó Frank.
– ¿A qué te refieres?
Frank sacó una tarjeta del bolsillo, cogió el teléfono y marcó un número.
– El agente Bill Burton, por favor.
Burton recogió a Frank y juntos fueron al edificio Hoover del fbi, ubicado en la avenida Pennsylvania. La mayoría de los turistas conocen este edificio mastodóntico y bastante feo que forma parte de las visitas obligadas de la capital federal. Allí funciona el Centro Nacional de Información Criminal, un sistema de información computerizada que maneja catorce bases de datos y dos subsistemas, y que en su conjunto es la mayor base de datos sobre criminales conocidos que funciona en el mundo. El Sistema de Identificación Automática (sia) que forma parte del cnic es una herramienta fundamental para el trabajo de la policía. Con decenas de millones de huellas digitales en la memoria, las posibilidades de identificar las que le interesaban a Frank eran muy altas.