Después de dejar la tarjeta en manos de los técnicos del fbi -que tenían instrucciones precisas de procesar este encargo con la mayor urgencia posible- Burton y Frank tomaron un café junto a la máquina que había en el vestíbulo.
– Esto tardará un poco, Seth. El ordenador dará un montón de probables. Los técnicos tendrán que hacer la identificación a mano. Me quedaré aquí y le avisaré en cuanto sepamos algo positivo -dijo Burton.
Frank miró la hora. Su hija menor participaba en una obra escolar que comenzaba dentro de cuarenta minutos. Sólo hacía de vegetal, pero ahora mismo era la cosa más importante del mundo para su pequeña.
– ¿Está seguro?
– Sólo déjeme un número de teléfono donde pueda localizarle.
Frank se lo dio y se marchó deprisa. La huella podía resultar no ser nada, la de un empleado de alguna gasolinera, pero algo le decía que este no era el caso. Christine Sullivan llevaba muerta bastante tiempo. Las rastros tan fríos por lo general se mantenían tan fríos como la víctima enterrada a un metro ochenta de profundidad, el metro ochenta más largo al que todos se enfrentarían alguna vez. Pero un rastro frío podía volverse de pronto en una cosa ardiente; si después se apagaba estaría por verse. Por ahora, Frank disfrutaría del calor. Sonrió, y no sólo porque pensaba en su hija de seis años corriendo por el escenario disfrazada de pepino.
Burton le miró marcharse. Él también sonreía pero por un motivo muy diferente. El fbi utilizaba un factor de fiabilidad superior al noventa por ciento cuando procesaba las huellas a través del sia. Esto significaba que el sistema daría como mucho dos probabilidades, y casi seguro una. Además, Burton había obtenido una prioridad de búsqueda superior a la que le había dicho a Frank. Todo esto le permitiría ganar tiempo, un tiempo precioso.
Unas horas más tarde, Burton miraba un nombre que le era totalmente desconocido.
Luther Albert Whitney
Fecha de nacimiento 5/8/29. También figuraba el número de la Seguridad Social; los tres primeros dígitos eran 179, que correspondían a Pennsylvania. Según la descripción física, Whitney medía un metro setenta de estatura, pesaba sesenta y cinco kilos, y tenía una cicatriz de cinco centímetros en el antebrazo izquierdo. Esto cuadraba con la descripción de Rogers que había dado Pettis.
Por medio de la base de datos del Indice de Identificación Interestatal del cnic, Burton también había conseguido una buena composición del pasado del hombre. El informe consignaba tres condenas por robo. Luther Whitney tenía antecedentes en tres estados diferentes. Había estado en la cárcel mucho antes, y había salido en libertad a mediados de los 70. Nada más desde entonces. Al menos nada que supieran las autoridades. Burton había conocido a otros hombres como él. Eran auténticos profesionales que cada vez eran mejores en su actividad. Estaba seguro de que Whitney era uno de esos.
Una pega, la última dirección conocida correspondía a Nueva York y era de veinte años atrás.
Burton escogió el camino más fácil. Fue a la cabina de teléfonos del vestíbulo y se hizo con todas las guías de teléfono de la región. Primero probó con el distrito capitaclass="underline" no encontró nada. Después intentó Virginia Norte. Había tres Luther Whitney en el listín. La siguiente llamada telefónica fue a la policía estatal de Virginia, donde tenía un contacto. Se consultaron por ordenador los archivos de la dirección de Tráfico. Dos de los Luther Whitney tenían veintitrés y ochenta y cinco años respectivamente. Sin embargo, el Luther Whitney del 1645 East Washington Avenue, Arlington, había nacido el 5 de agosto de 1929, y el número de la Seguridad Social, utilizado en Virginia como número del carné de conducir, confirmaba que era el hombre. Pero ¿era Rogers? Había una manera de averiguarlo.
Burton sacó su libreta. Frank había sido muy amable al dejarle leer el expediente de la investigación. El teléfono sonó tres veces y ala cuarta respondió Jerome Pettis. Sin precisar mucho, Burton se hizo pasar como alguien de la oficina de Frank, y formuló la pregunta. Durante los cinco segundos siguientes, Burton intentó controlar los nervios mientras escuchaba el jadeo del hombre al otro extremo de la línea. La respuesta bien valió la corta espera.
– Caray, así es. El motor casi se agarrotó. Alguien había dejado flojo el tapón del aceite. Le dije a Rogers que lo hiciera porque estaba sentado sobre la lata de aceite que llevábamos en la parte de atrás.
Burton le dio las gracias y colgó. Miró la hora. Todavía disponía de tiempo antes de dejarle a Frank el mensaje. A pesar de las constancias cada vez mayores, Burton no tenía la certeza absoluta de que Whitney hubiera sido el tipo de la caja fuerte, pero el instinto le decía que Whitney era el hombre. Y aunque no había ningún motivo para que Luther Whitney hubiese vuelto a su casa después del asesinato, Burton quería conocer mejor al tipo y quizás encontrar alguna pista sobre el lugar donde había ido. La mejor manera de hacerlo era visitar la casa donde vivía. Antes que lo hiciera la policía. Marchó a paso rápido a buscar el coche.
El tiempo volvía a ser frío y lluvioso mientras la madre Naturaleza se entretenía en jugar con la ciudad más poderosa del planeta. Los limpiaparabrisas hacían todo lo posible por quitar el agua del cristal. Kate no tenía muy claro por qué estaba allí. Había visitado el lugar sólo una vez en todos estos años. En aquella ocasión se había quedado en el coche mientras Jack entraba a verle. A decirle que él y la única hija de Luther iban a casarse. Jack había insistido, a pesar de las protestas de ella en el sentido de que al hombre le importaba un pimiento. Al parecer, se había equivocado. Él había salido a la galería, le había mirado, sonriente, e incluso había insinuado un movimiento como si quisiera acercarse a ella. Con ganas de felicitarla, pero sin saber muy bien cómo hacerlo dadas las circunstancias tan peculiares. Él había estrechado la mano de Jack, le había dado una palmada en la espalda, y después había vuelto a mirarla como si diera la aprobación.
Ella había mantenido la mirada al frente, los brazos cruzados, hasta que Jack volvió al coche y se marcharon. Por el espejo lateral había visto la pequeña figura mientras se alejaban. Parecía mucho más pequeño de lo que recordaba, casi diminuto. En la memoria, su padre siempre sería un monolito enorme que encarnaba todo lo que ella odiaba y temía en el mundo, que llenaba todo el espacio a su alrededor y le quitaba la respiración con su tamaño sobrecogedor. Aquella criatura era una ficción, pero se negaba a reconocerlo. Pero si bien no había querido tratar nunca más con aquella imagen, fue incapaz de desviar la mirada. Durante más de un minuto, a medida que el coche aceleraba, mantuvo los ojos en el reflejo del hombre que le había dado la vida para después quitársela junto con la de la madre con una finalidad brutal.
A medida que el coche se alejaba, él había continuado mirándola, con una mezcla de tristeza y resignación en las facciones que la sorprendió. Pero Kate la racionalizó, la atribuyó a otra de sus tretas para hacerle sentirse culpable. Ninguna de sus acciones merecía una calificación benigna. Era un ladrón. No tenía ningún respeto a la ley. Un bárbaro en una sociedad civilizada. En él no existía la sinceridad. Entonces doblaron en la siguiente esquina y la imagen desapareció bruscamente, como si hubiesen dado un tirón a un hilo imaginario que la sujetaba.