Volvió a la oficina con la taza de café en una mano y se detuvo un momento para contemplar su reflejo en la ventana. En su trabajo la apariencia no tenía demasiada importancia; caray, no había tenido una cita en más de un año. Pero fue incapaz de desviar la mirada. Era alta y delgada, quizá demasiado en algunas partes, pero no por eso había abandonado la costumbre de correr siete kilómetros cada día mientras disminuía el consumo de calorías. Subsistía a base de café malo y galletas, y sólo fumaba dos cigarrillos al día, sin renunciar a la esperanza de abandonarlo.
Se sintió culpable del abuso a que sometía a su cuerpo con tantas horas de trabajo y el estrés de pasar de un caso terrible a otro horroroso, pero ¿qué podía hacer? ¿Renunciar porque no se parecía a las mujeres de las portadas de Cosmopolitan? Se consoló a sí misma con el hecho de que ellas trabajaban las veinticuatro horas del día para mantenerse hermosas. El suyo era ocuparse de que la gente que infringía la ley, que hería a los demás, fuera castigada. Llegó a la conclusión que desde cualquier punto de vista estaba haciendo cosas mucho más productivas con su vida.
Se dio un manotazo en la melena; necesitaba un corte de pelo, pero ¿de dónde sacaría el tiempo? El rostro todavía no reflejaba demasiado el peso de la carga que cada vez le resultaba más difícil arrastrar. A los veintinueve años, después de cuatro de jornadas de diecinueve horas e innumerables juicios, había aguantado. Suspiró al comprender que no duraría mucho. En la facultad había sido objeto de las miradas de todos, la causa de pasiones encendidas y sudores fríos. Pero a punto de entrar en los treinta, era consciente de que aquello que había dado por sentado durante tanto tiempo, que incluso había despreciado en muchas ocasiones, no le duraría para siempre. Y como tantas otras cosas que se dan por sentadas o se descartan como poco importantes, poder silenciar un sala con el mero hecho de entrar era algo que echaría de menos.
Conservar la belleza durante los últimos años era algo notable si tenía en cuenta lo poco que había hecho para preservarla. Buenos genes, ahí estaba la razón; tenía suerte. Entonces pensó en su padre y decidió que no había tenido ninguna suerte en materia de genes. Un hombre que robaba a los demás y después pretendía llevar una vida normal. Un hombre que había engañado a todos, incluidas su mujer y su hija. Un hombre en el que no se podía confiar.
Se sentó ante su escritorio, probó el café caliente, le echó un poco más de azúcar y miró al señor Simmons mientras removía las profundidades oscuras de su estimulante nocturno.
Cogió el teléfono y marcó el número de su casa para escuchar los mensajes. Había cinco: dos de otros abogados, uno del policía que sería testigo en el juicio contra el señor Simmons y uno de un investigador de la fiscalía que llamaba a las horas más intempestivas para darle informaciones inútiles. Tendría que cambiar de número de teléfono. En el último mensaje habían colgado. Pero escuchó el rumor de una respiración, casi entendió una o dos palabras. Algo en el sonido le resultó conocido, pero no consiguió ubicarlo. Gente que no tenía nada mejor que hacer.
El café hizo su efecto, su mirada enfocó otra vez el expediente. Miró el pequeño estante con los libros. Encima había una vieja foto de la madre y Kate cuando tenía diez años. Había recortado la figura de Luther Whitney. Un gran agujero junto a la madre y la hija. Una gran nada.
– ¡Me cago en la gran puta! -El presidente de los Estados Unidos se sentó, con una mano sobre sus fláccidas y dolidas partes pudendas, la otra sosteniendo el abrecartas que un momento antes estaba destinado a convertirse en el instrumento de su muerte. Ahora el objeto tenía algo más que sólo su sangre en él-. ¡Me cago en la gran puta, Bill, la has matado! -El objeto de su ira se agachó para ayudarle a levantarse mientras su compañero comprobaba el estado de la mujer; una verificación inútil, ya que dos proyectiles de grueso calibre le habían volado los sesos.
– Lo lamento, señor, no teníamos tiempo. Lo lamento, señor.
Bill Burton era agente del servicio secreto desde hacía doce años; antes había pertenecido a la policía estatal de Maryland durante ocho, y uno de sus disparos acababa de volarle la cabeza a una joven hermosa. A pesar de su gran preparación temblaba como un niño al que acaban de despertar de una pesadilla.
Había matado antes en cumplimiento del deber un vulgar control de carreteras que se había complicado. Pero el muerto había sido un tipo condenado cuatro veces, con una venganza pendiente contra los policías uniformados y había intentado matarle con una pistola Glock semiautomática.
Miró el pequeño cuerpo desnudo y pensó que iba a vomitar. Su compañero, Tim Collin, adivinó lo que iba a pasar y le cogió del brazo. Burton tragó con fuerza y asintió. Lo tenía controlado.
Entre los dos ayudaron a levantarse con mucho cuidado a Alan J. Richmond, presidente de los Estados Unidos, un héroe político y un líder para todas las generaciones, pero que ahora no era más que un borracho desnudo. El presidente les miró ya recuperado del horror inicial a medida que pasaban los efectos del alcohol.
– ¿Está muerta? -Las palabras sonaron borrosas; los ojos parecían moverse en las órbitas como canicas sueltas.
– Sí, señor -respondió Collin. No se dejaba de contestar la pregunta de un presidente, borracho o no.
Burton se mantuvo apartado. Miró una vez más a la mujer y después al presidente. Para eso estaban, hacían su trabajo. Proteger al maldito presidente. Costara lo que costara, esa vida no debía acabar de esa manera. No clavado como un cerdo por una puta borracha.
La boca del presidente esbozó lo que pretendía ser una sonrisa, aunque ni Collin ni Burton lo recordarían así. El presidente comenzó a levantarse.
– ¿Dónde está mi ropa? -preguntó.
– Aquí, señor. -Burton volvió a la realidad; se agachó para recoger las prendas. Estaban muy manchadas, todo el cuarto parecía estarlo, con los sesos de ella.
– Bueno, ayúdenme a levantarme, y a vestirme, maldita sea. Tengo que ir a dar un discurso en alguna parte, ¿no es así? -Soltó una risa aguda. Burton miró a Collin y este a su compañero. Ambos contemplaron cómo el presidente se quedaba dormido en la cama.
En el momento que sonaron los disparos, Gloria Russell, jefa del gabinete, estaba en el baño del primer piso, lo más lejos posible de aquella habitación.
Había acompañado al presidente en muchas de estas aventuras, pero en lugar de acostumbrarse, le disgustaban cada vez más. Imaginar a su jefe, el hombre más poderoso sobre la faz de la tierra, en la cama con todas esas putas de la alta sociedad, las admiradoras de la política. No conseguía entenderlo, y casi había aprendido a no hacer caso. Casi.
Se subió las bragas, cogió el bolso, abrió la puerta, cruzó el vestíbulo y a pesar de los tacones altos subió los escalones de dos en dos. Cuando llegó a la puerta del dormitorio el agente Burton le cerró el paso.
– Señora, no querrá ver esto, no es agradable.
Ella le apartó, cruzó el umbral y se detuvo. Su primer pensamiento fue el de salir corriendo, bajar las escaleras, meterse en la limusina, salir de allí, salir del estado, salir de este horrible país. No sintió pena por Christy Sullivan, que quería que el presidente se la follara. Esa había sido su meta durante los últimos dos años. Bueno, algunas veces no siempre se consigue lo que se desea; algunas veces se consigue mucho más.
Russell recuperó el control y se enfrentó al agente Collin. -¿Qué diablos ha pasado?
Tim Collin era joven, duro y devoto del hombre que le habían asignado proteger. Estaba entrenado para morir defendiendo al presidente, y no tenía ninguna duda de que si llegaba ese momento lo haría. Habían pasado unos años desde que había atrapado a un atacante en el aparcamiento de un centro comercial, donde el entonces candidato presidencial Alan Richmond participaba en un acto. Collin había tumbado al presunto agresor sobre el asfalto y le había inmovilizado antes de que el tipo pudiera desenfundar del todo el arma, antes de que cualquiera de los demás reaccionara. Para Collin, la única misión en su vida era proteger a Alan Richmond.