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El agente Collin tardó un minuto en informar a Russell de los hechos, con frases cortas y coherentes. Burton confirmó el relato.

– Era cuestión de elegir entre él o ella, señora Russell. No hay otra manera de decirlo. -Burton miró instintivamente al presidente, que continuaba tendido en la cama, perdido para el mundo. Habían cubierto la parte más estratégica de su cuerpo con una sábana.

– ¿Quieren decir que no oyeron absolutamente nada? ¿Ningún sonido violento antes…, antes de esto? -Con un gesto indicó el desastre en la habitación.

Los agentes intercambiaron una mirada. Habían escuchado muchos ruidos procedentes de los dormitorios donde estaba su jefe. Algunos podían ser interpretados como violentos, otros no. Pero antes todos habían salido sanos y salvos.

– Nada extraño -contestó Burton-. Entonces oímos el grito del presidente y entramos. El cuchillo estaba a punto de clavarse en su pecho. La única cosa lo bastante rápida era una bala.

Se irguió en toda su estatura y le miró a los ojos. Él y Collin habían hecho su trabajo, y esta mujer no iba a convencerlos de lo contrario. Nadie iba a echarles la culpa.

– ¿Había un maldito cuchillo en la habitación? -La mujer miró a Burton incrédula.

– Si fuera cosa mía, el presidente no saldría a realizar estas pequeñas excursiones. La mitad de las veces no nos deja comprobar nada antes. No tuvimos oportunidad de revisar la habitación. -La miró-. Él es el presidente, señora -añadió como si eso lo justificara todo. Y para Russell por lo general así era, algo que Burton sabía muy bien.

Russell echó una ojeada a la habitación, sin perder un solo detalle. Había sido profesora de Ciencias Políticas en Stanford y gozaba de una reputación a nivel nacional antes de unirse a la campaña de Alan Richmond para conseguir la presidencia. Él era una fuerza poderosa, todo el mundo quería subir al carro del vencedor.

En la actualidad era jefa del gabinete, y se rumoreaba que se convertiría en secretaria de Estado si Richmond ganaba la reelección, cosa que todos daban por hecho. ¿Quién lo sabía? ¿Por qué no la fórmula Richmond-Russell? Formaban una combinación brillante. Ella era la estratega, él un político consumado. El futuro de ambos era cada vez más prometedor. Pero ¿ahora? Ahora tenía un cadáver y a un presidente borracho en el interior de una casa que se suponía vacía.

De pronto recuperó el control. Este pequeño montón de basura humana no le estropearía el futuro. ¡Ni por esas!

– ¿Quiere que llame a la policía, señora? -preguntó Burton.

Russell le miró como si el agente hubiese perdido el juicio.

– Burton, permítame recordarle que nuestro trabajo es proteger los intereses del presidente en todo momento y que nada, absolutamente nada, está por encima de eso. ¿Está claro?

– Señora, la mujer está muerta. Pienso que…

– Así es. Usted y Collin dispararon contra ella y está muerta. -Las palabras de Russell flotaron en el aire.

Collin se frotó los dedos; una mano tocó instintivamente el arma en la funda. Miró a la difunta señora Sullivan como si pudiera resucitarla.

Burton flexionó los hombros; se acercó un poco a Russell para resaltar la diferencia de estatura.

– Si no llegamos a disparar, el presidente estaría muerto. Ese es nuestro trabajo. Mantener al presidente sano y salvo.

– Muy bien, Burton. Y ahora que ha impedido su muerte, ¿cómo piensa explicarle a la policía, a la mujer del presidente, a sus superiores, a los abogados, al Congreso, a los mercados financieros, al país y al resto del maldito mundo, por qué el presidente estaba aquí? ¿Qué hacía aquí? ¿Y las circunstancias que le llevaron a usted y al agente Collin a disparar contra la esposa de uno de los hombres más ricos e influyentes de Estados Unidos? Porque si llama a la policía, si llama a cualquiera, eso es lo que tendrá que hacer. Ahora, si está preparado a aceptar la plena responsabilidad de ese cometido, allí tiene el teléfono, llame.

El rostro de Burton cambió de color. Dio un paso atrás, ahora ser más alto no le servía de nada. Collin se había quedado de una pieza mientras presenciaba el enfrentamiento. Nunca había visto a nadie capaz de hablarle así a Bill Burton. El hombre podía partirle el cuello a Russell como quien aplasta una mosca.

Burton miró una vez más el cadáver. ¿Cómo podía explicarlo para que todo saliera bien? La respuesta era fáciclass="underline" no podía.

Russell le observó de cerca. Burton le devolvió la mirada pero fue incapaz de sostenerla. Ella había ganado. Sonrió bondadosa y asintió. Estaba al mando de la función.

– Vaya y prepare café. Una cafetera llena -le ordenó a Burton, disfrutando por un momento del cambio de poderes-. Después quédese en la puerta principal, no sea que tengamos algún visitante inesperado.

»Collin, vaya a la furgoneta, y hable con Johnson y Varney. No les diga nada de esto. Por ahora sólo dígales que ha habido un accidente, y que el presidente está bien. Eso es todo. Y que permanezcan alerta. ¿Comprendido? Ya llamaré si les necesito. Preciso tiempo para pensar.

Luther no se había movido desde que los disparos habían destrozado la cabeza de la mujer. Tenía miedo. Había superado la conmoción, pero su mirada volvía una y otra vez a lo que había sido un ser humano vivo. En todos los años como delincuente sólo había visto matar a otra persona. Un pedófilo condenado tres veces, al que otro preso le había cortado la médula con un trozo de hierro afilado como una daga. Las emociones que sentía ahora eran muy diferentes, como si fuese el único pasajero de un barco que había atracado en un puerto extranjero. Nada se parecía ni se notaba conocido. Se sentó antes de que las piernas dejaran de sostenerle.

Miró cómo Russell se movía por la habitación, cómo se inclinaba sobre la mujer muerta, pero sin tocarla. Después, cómo cogía el abrecartas por la punta de la hoja con un pañuelo que sacó del bolsillo. La vio observar un buen rato el objeto que casi había acabado con la vida de su jefe y le había costado la vida a la mujer; cómo metía el abrecartas en el bolso de cuero que había dejado sobre la mesa de noche, y guardaba el pañuelo en el bolsillo. Echó una ojeada a los despojos de Christine Sullivan.

Russell reconocía que era admirable la manera en que Richmond realizaba sus tareas extraprofesionales. Todas sus «compañeras» eran mujeres ricas y de una elevada posición social, y todas estaban casadas. Esto garantizaba que nada de su comportamiento adúltero aparecería en los periódicos. Las mujeres con las que se acostaba tenían tanto o más que perder, y lo sabían muy bien

Y la prensa.

Russell sonrió. En estos tiempos el presidente vivía sometido a un escrutinio incesante. No podía mear, fumarse un puro o eructar sin que el público conociera los detalles más íntimos. Al menos así pensaba el público. Todo esto tenía su origen en una valoración exagerada de la prensa y su capacidad para sacar cualquier historia a la luz, por muy escondida que estuviese. Lo que no comprendían era que si bien la oficina del presidente quizás había perdido parte de su enorme poder a lo largo de los años, a medida que los problemas del mundo escapaban ala capacidad de cualquier persona a enfrentarse a ellos en una base igualitaria, el presidente estaba rodeado por un grupo de personas muy capaces y de una lealtad absoluta. Personas cuya capacidad para las actividades encubiertas estaba a años luz de los muy educados y remilgados periodistas, cuya idea de rastrear algún asunto comprometido era preguntarle a un congresista siempre dispuesto a hablar para los telediarios de la noche. Era un hecho que, si lo deseaba, el presidente Alan Richmond podía moverse con la seguridad de que nadie se enteraría de su paradero. Incluso podía desaparecer de la vista del público todo el tiempo que quisiera, aunque eso sería la antítesis de lo que un político deseaba. Este privilegio se reducía a un común denominador.