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– ¿Alan, hiciste el amor con ella?

– ¿Qué…?

– ¿Hiciste el amor con ella?

– Qué… No. Creo que no. No recuer…

– Déle más café, métaselo por la garganta si es necesario, pero despiértelo.

Collin asintió y puso manos a la obra. Russell se acercó a Burton, ocupado en revisar todo el cuerpo de la difunta señora Sullivan.

Burton había participado en numerosas investigaciones policiales. Sabía muy bien qué buscaban los detectives y dónde lo buscaban. Nunca hubiese imaginado que utilizaría sus conocimientos de experto para entorpecer una investigación, pero tampoco nunca había imaginado encontrarse en una situación como esta.

Echó una ojeada a la habitación, estudió las partes que debían limpiar, pensó en las otras habitaciones que habían usado. No podían hacer nada con las marcas en el cuello de la mujer y las otras pruebas físicas microscópicas que sin duda estaban incrustadas en la piel. El forense las descubriría hicieran lo que hicieran. Sin embargo, no se podía relacionar ninguna de estas cosas con el presidente a menos que la policía le identificara como un sospechoso, algo que estaba fuera de toda lógica.

Explicar la incongruencia del intento de estrangulación de una mujer cuya muerte había sido causada por disparos de armas de fuego era algo que dejarían libre a la imaginación de la policía.

Burton volvió la atención otra vez a la muerta. Con cuidado comenzó a subirle las bragas. Sintió un golpecito en el hombro.

– Revísela.

Burton miró a la jefa de gabinete. Comenzó a decir algo.

– ¡Revísela! -Russell arqueó las cejas. Burton se lo había visto hacer un millón de veces con el personal de la Casa Blanca. Ellos le tenían pánico. Él no le temía, pero era lo bastante listo como para cubrirse las espaldas cuando la tenía cerca. Sin prisa hizo la revisión. Después colocó el cadáver en la misma posición que había caído. Limitó el informe a una sacudida de cabeza.

– ¿Está seguro? -Russell dudaba, aunque sabía por el interludio con el presidente que él no la había penetrado, o si lo había hecho no había eyaculado. Pero podía haber rastros. Era increíble la cantidad de cosas que averiguaban en la actualidad a partir de las muestras más diminutas.

– No soy un maldito ginecólogo. No vi nada y como no llevo un microscopio encima resulta difícil saber si hay algo.

Russell lo dejó correr. Quedaba mucho por hacer y no tenían tiempo.

– ¿Varney y Johnson dijeron algo?

Collin, ocupado en servir al presidente la cuarta taza de café, respondió a la pregunta.

– Se preguntan qué diablos está pasando aquí, si es a eso a lo que se refiere.

– No les…

– Les dije lo que usted me indicó y nada más, señora. -Miró a la mujer-. Son buenos agentes, señora Russell. Llevan con el presidente desde la campaña. No harán nada para perjudicar este asunto, ¿está bien?

Russell recompensó a Collin con una sonrisa. Un chico guapo y, más importante, un miembro leal de la guardia del presidente; le sería muy útil. Burton era más difícil. Sin embargo, ella tenía un triunfo: él y Collin habían apretado el gatillo, quizás en cumplimiento del deber, pero ¿quién lo sabía de verdad? Colofón: estaban metidos en esto hasta el cuello.

Luther observaba la actividad con una actitud que le hacía sentir culpable en estas circunstancias. Estos hombres eran buenos: metódicos, cuidadosos, pensaban las cosas a fondo, y no pasaban nada por alto. No había muchas diferencias entre policías y ladrones profesionales. Las habilidades, las técnicas eran las mismas, sólo el enfoque era distinto, el enfoque marcaba la diferencia.

Habían acabado de vestir al cadáver y lo habían dejado en la posición original. Collin se ocupaba de las uñas. Había inyectado un líquido debajo de cada una, y con un succionador pequeño quitaba los trozos de piel y restos de pelo.

Habían deshecho la cama y puesto sábanas limpias; las sucias ya estaban metidas en un saco para ser quemadas en un horno. Collin se había ocupado de limpiar la planta baja.

Habían limpiado todo lo que habían tocado, excepto una cosa. Burton pasaba la aspiradora por la alfombra y él sería el último en marcharse, lo haría caminando de espaldas mientras borraba las pisadas.

Un momento antes, Luther había visto a los agentes saquear la habitación. Sus intenciones le hicieron sonreír a su pesar. Simular un robo. Habían metido el collar en una bolsa junto con todos los anillos que llevaba la mujer. Harían parecer que la mujer había sorprendido a un ladrón en la casa y que él la había matado, sin saber que dos metros más allá había un ladrón auténtico que miraba y escuchaba todo lo que hacían y decían.

¡Un testigo ocular!

Luther nunca había sido testigo ocular de un robo, aparte de los que él había cometido. Los criminales odiaban a los testigos. Estas personas le matarían si descubrían su presencia; lo tenía claro. Sacrificar la vida de un viejo ladrón, condenado tres veces, no tenía ninguna importancia si era por el bienestar del jefe.

El presidente, todavía bastante borracho, salió de la habitación con la ayuda de Burton. Russell les miró marcharse. No advirtió la búsqueda frenética de Collin. Por fin, la mirada aguda del agente se posó en el bolso de Russell que estaba en la mesa de noche. La empuñadura del abrecartas sobresalía un par de centímetros. Collin utilizó una bolsa de plástico para sacarlo, dispuesto a dejarlo bien limpio. Luther dio un bote al ver cómo Russell corría a sujetar la mano del agente.

– No lo haga, Collin.

Collin no era tan listo como Burton, y, desde luego, no era rival para Russell. Se mostró desconcertado.

– Esto tiene sus huellas por todas partes, señora. Las de ella también, además de otras cosas. No sé si me entiende, es cuero, está empapado.

– Agente Collin, fui escogida por el presidente como responsable de tácticas y estrategias. Lo que a usted le parece una elección obvia, es para mí un asunto que merece un tratamiento más profundo. Hasta que dicho proceso no acabe, usted no limpiará ese objeto. Lo guardará en un recipiente adecuado y después me lo dará.

Collin comenzó a protestar pero Russell le hizo callar con una mirada. El agente guardó el abrecartas en una bolsa de plástico y se lo alcanzó.

– Por favor, tenga cuidado con eso, señora Russell.

– Tim, siempre voy con cuidado.

Le recompensó con otra sonrisa. Él se la devolvió. Russell nunca le había llamado antes por el nombre; ni siquiera imaginaba que lo supiera. También observó, no por primera vez, que la jefa de gabinete era una mujer muy guapa.

– Sí, señora. -Comenzó a recoger el equipo.

– ¿Tim?

Él la miró. La mujer se acercó, miró hacia abajo, y después se cruzaron las miradas. Russell habló en voz baja, y Collin pensó que estaba avergonzada.

– Tim, nos enfrentamos a una situación excepcional. Necesito ir poco a poco. ¿Me comprende?

– Yo también la llamaría una situación excepcional -afirmó Collin-. Me llevé un susto de muerte al ver el abrecartas a punto de clavarse en el pecho del presidente.

Ella le tocó el brazo. Llevaba las uñas largas y bien pintadas. Sostuvo en alto la bolsa con el abrecartas.

– Esto ha de quedar entre nosotros, Tim. ¿De acuerdo? El presidente no debe saberlo. Ni tampoco Burton.

– No sé si…

– Tim, de verdad necesito su apoyo en este asunto. -Le cogió de la mano-. El presidente no sabe lo que ha ocurrido y pienso que, en estos momentos, Burton tampoco lo tiene muy claro. Necesito alguien de confianza. Le necesito, Tim. Esto es muy importante. Lo sabe, ¿verdad? No se lo pediría si no pensara que usted puede hacerlo.

Él sonrió ante el halago, después la miró a los ojos.

– De acuerdo, señora Russell. Lo que usted diga.

Mientras Collin acababa de recoger sus cosas, Russell contempló el trozo de metal de unos veinte centímetros, sucio de sangre, que había estado a punto de acabar con sus aspiraciones políticas. Si el presidente hubiese muerto, no hubiese sido necesario el encubrimiento. Una palabra fea -encubrimiento- pero a menudo muy necesaria en el mundo de la alta política. Se estremeció al imaginar los titulares: el presidente aparece muerto en el dormitorio de un amigo intimo. La esposa autora del crimen. Los líderes del partido hacen responsable a la jefa del gabinete Gloria Russell. Pero no había sucedido. No sucedería.

El objeto que tenía en la mano valía más que una montaña de plutonio, más que toda la producción de petróleo de Arabia Saudita. Con esto en su poder, ¿quién sabía lo que podía pasar? ¿Quizás incluso la fórmula Russell-Richmond? Las posibilidades eran infinitas. Sonrió mientras guardaba la bolsa de plástico en el bolso.

El alarido hizo que Luther volviera la cabeza con tanta violencia que casi gritó de dolor.