El presidente entró en el dormitorio medio borracho y enloquecido. Acababa de recordar lo ocurrido en las últimas horas y la conmoción había resultado tremenda.
Burton apareció un segundo más tarde. El presidente se dirigió hacia el cadáver; Russell dejó el bolso sobre la mesa de noche, y acompañada por Collin se interpuso en el camino.
– ¡Maldita sea! Está muerta. Yo la maté. Ay, Dios, ayúdame. ¡Yo la maté! -Grito, lloró y volvió a gritar. Intentó pasar entre la pareja que tenía delante pero le faltaron fuerzas. Burton sujetó al presidente por detrás.
Entonces, con una fuerza sacada de la desesperación, Richmond se soltó, atravesó la habitación y chocó de cabeza contra la pared. Mientras se desplomaba empujó la mesa de noche y por fin el presidente de Estados Unidos permaneció tendido en el suelo, gimoteando, junto al cadáver de la mujer con la que había tenido la intención de acostarse aquella noche.
Luther le observó asqueado. Se frotó el cuello al tiempo que meneaba la cabeza. Los hechos ocurridos esta noche eran tan increíbles que resultaba difícil soportarlos.
El presidente se sentó poco a poco. Burton parecía compartir las sensaciones de Luther, pero no dijo nada. Collin miró a Russell en espera de instrucciones. Russell captó la mirada y aceptó complacida el cambio de poderes.
– ¿Gloria?
– ¿Sí, Alan?
Luther había visto cómo Russell había mirado el abrecartas. Ahora también sabía algo que ignoraban los demás.
– ¿Saldrá todo bien? Haz que salga bien, Gloria. Ay Dios, por favor, Gloria.
Ella apoyó una mano sobre el hombro de Richmond para darle ánimos, como había hecho a lo largo de centenares de miles de kilómetros de campaña.
– Todo está bajo control, Alan. Lo tengo todo controlado.
El presidente estaba demasiado borracho como para captar el matiz, pero ella no le dio importancia.
Burton apoyó un dedo sobre el auricular, escuchó con atención por un momento. Se volvió hacia Russell.
– Salgamos de aquí. Varney acaba de ver un coche de patrulla que viene por la carretera.
– ¿La alarma…? -preguntó Russell extrañada.
– Debe ser algún guardia privado -contestó Burton-, pero si ve algo… -No le hizo falta añadir nada más.
Marcharse en limusina de este paraíso de los ricos era la mejor protección de la que podían disponer. Russell agradeció la costumbre que había adoptado de utilizar limusinas alquiladas sin chofer para estas pequeñas aventuras. Los nombres en todos los formularios eran falsos, el depósito y el alquiler se pagaban al contado, y el coche lo recogían y devolvían fuera de horas de oficina. No había rostros vinculados a la operación. El coche lo devolvían limpio de cualquier huella. Sería una callejón sin salida para la policía en el caso muy improbable de que siguieran esta pista.
– ¡Vamos! -Russell se dejó llevar un poco por el pánico. Ayudaron a levantarse al presidente. Russell fue con él. Collin recogió las bolsas. Entonces se quedó quieto.
Luther sintió un nudo en la garganta.
Collin fue a la mesa de noche, cogió el bolso de Russell y salió del dormitorio.
Burton puso en marcha la aspiradora, dio la última pasada a la alfombra. Después apagó la luz y salió sin olvidarse de cerrar la puerta.
El mundo de Luther se sumió en las tinieblas.
Esta era la primera vez que se quedaba a solas con la mujer muerta. Al parecer, los demás se habían acostumbrado a la presencia del cuerpo ensangrentado en el suelo, y sin darse cuenta habían pasado por encima o alrededor del objeto inanimado. Pero Luther no se había habituado a la presencia de la muerte a unos pocos pasos de distancia.
Ya no veía las ropas manchadas ni el cadáver que las llevaba, pero sabía que estaba allí. «Hortera puta rica», sería probablemente el epitafio informal. Era verdad que había engañado al marido, algo que al parecer a él no le habría preocupado. Pero no se merecía morir así. Él no la hubiese matado, eso estaba muy claro. En cambio, de no haber sido por el rápido contraataque, el presidente hubiese sido asesinado.
No podía culpar a los hombres del servicio secreto. Era su trabajo y lo habían cumplido. Ella había escogido al hombre equivocado para un intento de asesinato impulsado por lo que había sentido en aquel momento. Quizás era mejor así. Si la mano hubiese sido un poco más rápida o la respuesta de los agentes un poco más lenta, tal vez habría pasado el resto de su vida en la cárcel, si no la condenaban a muerte por matar a un presidente.
Luther se sentó en el sillón. Tenía las piernas casi dormidas. Se forzó a relajarse. Muy pronto tendría que salir pitando. Necesitaba estar preparado.
También tenía muchas cosas en que pensar, a la vista de que sin pretenderlo, todo se había preparado para convertir a Luther Whitney en el sospechoso número uno en lo que sin duda sería considerado como un infame y horroroso asesinato. La riqueza de la víctima exigiría que todos los enormes recursos de las fuerzas policiales se dedicaran a buscar al culpable. Pero de ninguna manera se les ocurriría buscar la respuesta en el 1600 de la avenida Pennsylvania. Buscarían en cualquier otra parte, y a pesar de los intensos preparativos de Luther, quizá le encontrarían. Él era bueno, muy bueno, pero nunca se había enfrentado a las fuerzas que se desatarían para resolver este crimen.
Repasó en un segundo todos los pasos del plan hasta esta noche. No encontró ningún fallo, pero por lo general eran los menores de éstos los que acababan por llevar al autor a la cárcel. Tragó saliva, abrió y cerró las manos, estiró las piernas para calmarse. Una cosa a la vez. Aún no había salido de allí. Muchas cosas podían salir mal, y sin duda una o dos fallarían.
Esperaría otros dos minutos. Contó los segundos, mientras imaginaba a aquellas personas subiendo al coche. Calculó que esperarían cualquier avistamiento o sonido del coche patrulla antes de marcharse.
Abrió la bolsa con mucho cuidado. En el interior estaba gran parte del contenido de la caja de seguridad. Casi había olvidado que estaba allí para robar y que lo había hecho. El coche estaba a cuatrocientos metros. Necesitará todo el aire de los pulmones. ¿Cuántos eran los agentes del servicio secreto? Al menos cuatro. ¡Mierda!
La puerta espejo se abrió lentamente y Luther entró en el dormitorio. Apretó el botón rojo del mando y lo arrojó sobre el sillón mientras se cerraba la puerta.
Miró la ventana. Ya había pensado en utilizarla como una vía alternativa. En la bolsa tenía una soga de nailon de treinta metros de largo, con nudos cada quince centímetros.
Dio un amplio rodeo alrededor del cuerpo, atento a no pisar la sangre, se valió de la memoria para guiar sus pasos. Sólo miró una vez el cadáver de Christine Sullivan. No podía devolverle la vida. Luther se enfrentaba ahora a salvar la suya.
Tardó unos segundos en llegar a la mesa de noche, y meter la mano detrás del mueble.
Los dedos de Luther sujetaron la bolsa de plástico. El choque del presidente contra el mueble había volcado el bolso de Gloria Russell. La bolsa y su muy valioso contenido habían caído detrás de la mesa de noche.
Luther tocó con la punta de un dedo la hoja del abrecartas a través del plástico antes de guardarlo en su bolsa. Se acercó a la ventana y espió el exterior. La limusina y la furgoneta seguían allí. Era una mala señal.
Fue hasta el otro extremo del dormitorio, sacó la soga, la ató a la pata de una cómoda que pesaba un quintal y llevó la soga hasta la otra ventana que le permitiría bajar por el lado opuesto de la casa, fuera de la vista de la carretera. Abrió la ventana poco a poco mientras rogaba que no chirriara. La plegaria fue atendida.
Bajó la soga y la observó serpentear contra la pared de ladrillo.
Gloria Russell contempló la fachada de la mansión. Allí había dinero de verdad. Un dinero y una posición que Christine Sullivan no se merecía. Los había ganado exhibiendo las tetas y el culo y con su boca sucia que vaya a saber por qué habían inspirado al viejo Walter Sullivan, despertando alguna emoción enterrada en lo más profundo de su ser. Dentro de seis meses ya ni la recordaría. Su mundo de riqueza y poder seguiría adelante.
Entonces se dio cuenta.
Russell ya estaba con medio cuerpo fuera de la limusina cuando Collin le cogió del brazo. Le mostró el bolso de cuero que ella había comprado en Georgetown por cien dólares y que ahora valía una fortuna. Se acomodó otra vez en el asiento, y respiró tranquila. Le sonrió a Collin, casi con vergüenza.
El presidente, acurrucado en un estado semicatatónico, no advirtió el intercambio.
Entonces Russell espió el interior del bolso, sólo para estar segura. Abrió la boca asombrada mientras rebuscaba frenética entre las pocas cosas que contenía el bolso. A duras penas consiguió no gritar, al tiempo que miraba horrorizada al joven agente. El abrecartas había desaparecido. Se lo habían dejado en la casa.