¡El muy hijo de puta tenía el abrecartas! La sangre, las huellas digitales, todo; el camino directo a la Casa Blanca.
Miró el espejo y después la cama, donde antes, no hacía mucho, ella había estado montada sobre el presidente. En un gesto involuntario se apretó la chaqueta. De pronto le entraron náuseas. Se sujetó a uno de los postes de la cama. Collin salió de la cámara.
– No olvide que él cometió un delito al estar aquí. Se encontrará metido en un follón si va a la poli. -Esto se le había ocurrido al joven agente mientras revisaba la cámara.
Tendría que haber pensado un poco más.
– No tiene por qué ir y entregarse para sacar tajada -replicó Russell, que contuvo a duras penas el vómito ¿Acaso no ha escuchado hablar del maldito teléfono? Lo más probable es que ya esté llamando al Post. ¡Joder! Y después a los periódicos, y el sábado le veremos con Oprah y Sally charlando tranquilamente desde una isla con la cara borrosa. Después aparecerá el libro y a continuación la película. ¡Mierda!
Russell se imaginó la llegada de un paquete al Post, al edificio J. Edgar Hoover, a la oficina del fiscal general o al despacho del jefe de la minoría en el Senado, todos los posible receptores capaces del máximo daño político, sin mencionar las repercusiones legales.
La nota que acompañaría al paquete les pediría que compararan las huellas y la sangre con las del presidente de Estados Unidos.
Parecería una broma pero lo harían. Desde luego que lo harían. Las huellas digitales de Richmond ya estaban en los archivos. El ADN sería el mismo. Encontrarían el cadáver, averiguarían el tipo de sangre y les formularían más preguntas de las que podrían contestar.
Estaban muertos, todos estaban muertos y enterrados. El muy cabrón había estado sentado allí, esperando su oportunidad. Sin saber que esta noche le había tocado la lotería. Nada tan sencillo como el dinero. Estaba en sus manos derribar a un presidente, hacerle estrellarse contra el suelo sin ninguna posibilidad de supervivencia. ¿Cuántas veces tenía alguien una oportunidad como esta? Woodward y Bernstein se habían convertido en superhombres, no podían hacer nada mal. Esto convertía al Watergate en algo ridículo. No había manera de controlarlo.
Russell consiguió llegar al baño por los pelos. Burton miró el cadáver y después a Collin. No dijeron nada; sus corazones latían cada vez más rápido a medida que eran conscientes de la enormidad de la situación que se posaba sobre ellos como una lápida de cemento. Dado que no sabían qué más hacer, Burton y Collin buscaron el equipo de limpieza mientras Russell vaciaba el contenido de su estómago. Se marcharon al cabo de una hora.
Cerró la puerta sin hacer ruido.
Luther calculó que en el mejor de los casos dispondría de dos días, o menos. Se arriesgó a encender la luz y de inmediato echó un vistazo a la sala.
Su vida había pasado de la normalidad, o algo cercano, al mundo de las pesadillas.
Descargó la mochila, apagó la luz y se acercó a la ventana.
Nada, todo estaba tranquilo. Escapar de aquella casa había sido la peor experiencia de su vida, peor incluso que verse en medio de un ataque de los norcoreanos. Todavía le temblaban las manos. Durante el viaje de regreso le había parecido que los faros de los otros coches le iluminaban la cara en busca de su secreto. En dos ocasiones se había cruzado con vehículos de la policía, y se había quedado sin respiración y el cuerpo bañado en sudor.
Había devuelto el automóvil al depósito de coches de donde lo había sacado «en préstamo» unas horas antes. La matrícula no les llevaría a ninguna parte, pero alguna otra cosa sí.
Dudaba de que le hubieran visto. Incluso si le habían visto no sabían más que su estatura aproximada y su constitución. La edad, raza y rasgos faciales seguirían siendo un misterio, y sin eso no tenían nada. Además, la velocidad de la carrera les haría pensar que se trataba de un hombre joven. Quedaba un cabo suelto, y él había pensado en cómo manejarlo durante el viaje de regreso. Guardó todo lo que pudo de los últimos treinta años en dos maletas; ya no volvería.
Mañana por la mañana cancelaría las cuentas; eso le daría los recursos suficientes para marcharse bien lejos. Se había enfrentado a demasiados peligros a lo largo de su vida. Pero no era difícil escoger entre enfrentarse al presidente de Estados Unidos o largarse.
El botín de esta noche estaba a buen recaudo. Tres meses de trabajo por un precio que podía acabar matándole. Cerró la puerta con llave y desapareció en la noche.
4
A las 7 de la mañana se abrieron las puertas doradas del ascensor, y Jack entró en la extensión meticulosamente decorada que era la recepción de Patton, Shaw amp; Lord.
Lucinda no había llegado, así que la mesa de recepción, hecha de teca, que pesaba unos quinientos kilos y costaba unos veinte dólares el kilo, estaba desatendida.
Caminó por los amplios pasillos, iluminados por la luz suave de los apliques de estilo neoclásico, dobló a la derecha, después a la izquierda y un minuto más tarde abrió la puerta de roble de su despacho. A lo lejos oía las campanillas de los teléfonos a medida que la ciudad se despertaba dispuesta a trabajar.
Seis pisos, más de diez mil metros cuadrados en la mejor zona del centro, que albergaban a más de doscientos abogados muy bien remunerados, con una biblioteca de dos plantas, un gimnasio completo, sauna, vestuarios y duchas para hombres y mujeres, dos salas de conferencias, varios centenares de secretarias y personal diverso y, lo más importante, una lista de clientes codiciada por todos los otros grandes bufetes del país, formaban el imperio de Patton, Shaw amp; Lord.
La firma había soportado el triste final de los ochenta, y después había cogido impulso cuando se acabaron los últimos coletazos de la recesión. Ahora funcionaba a toda máquina porque gran parte de la competencia había realizado reconversiones muy profundas. Contaba con algunos de los mejores abogados en casi todos los campos de la ley, o al menos en los campos donde más se ganaba. Muchos procedían de otras grandes firmas, cautivados por los beneficios y las promesas de que no se escatimaría ni un solo dólar a la hora de captar clientes.
Tres de los socios mayores habían pasado a ocupar cargos importantes en el gobierno. La firma les había pagado indemnizaciones superiores a los dos millones de dólares a cada uno, con el acuerdo tácito de que después de su pase por el gobierno volverían al trabajo trayendo con ellos decenas de millones de dólares en asuntos legales conseguidos de los nuevos contactos.
La regla no escrita, pero firmemente cumplida, de la firma era que no se aceptaba a ningún cliente con una facturación inferior a los cien mil dólares. Menos, había decidido el comité de gerencia, sería una pérdida de tiempo. No habían tenido problemas para cumplirla y florecer. En la capital de la nación, la gente buscaba lo mejor y no les importaba pagar por el privilegio.
La firma sólo había hecho una excepción a la regla, y por una de esas ironías había sido por el único cliente que tenía Jack además de Baldwin. Se prometió que pondría a prueba la regla con más frecuencia. Si tenía que estar aquí, lo sería con sus propias condiciones hasta donde fuera posible. Era consciente de que sus victorias serían pequeñas al principio, pero eso no le preocupaba.
Se sentó en su sillón, quitó la tapa al vaso de café y echó una ojeada al Post. Patton, Shaw amp; Lord tenía cinco cocinas y tres mayordomos con sus propios ordenadores. En la firma se consumían unas quinientas cafeteras al día, pero Jack compraba el suyo en el pequeño bar de la esquina porque no soportaba el café que empleaban aquí. Era una mezcla especial importada, costaba una fortuna y sabía a tierra mezclada con algas marinas.
Se balanceó en el sillón y echó una mirada al despacho. No estaba mal para un asociado, unos cuatro metros por cuatro y una bonita vista a la avenida Connecticut.
En el servicio del defensor público, Jack había compartido la oficina con otro abogado y no tenía ventana, sólo un póster gigante de una playa hawaiana que él había clavado una mañana muy fría y desagradable. A Jack le gustaba más el café del servicio.
Cuando le hicieran socio tendría un despacho nuevo, el doble de grande; quizá no en una esquina, todavía no, pero no tardaría en llegar. Gracias a la cuenta, Baldwin era el cuarto en la lista de los que más trabajo aportaban a la firma. Además, los tres primeros tenían más de cincuenta años y miraban más hacia los campos de golf que al interior de sus despachos. Miró su reloj. Era hora de ganarse los garbanzos.
Él era casi siempre uno de los primeros en llegar, pero no tardarían mucho en aparecer todos los demás. Patton, Shaw pagaban los mejores sueldos de Nueva York dentro del ramo, y por ese dinero esperaban grandes esfuerzos. Los clientes eran gigantes y sus demandas legales tenían el mismo tamaño. Cometer un error podía significar que un contrato de defensa de cuatro mil millones de dólares se fuera al demonio o una ciudad se declarara en quiebra.