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Todos los asociados y pasantes que conocía en la firma tenían problemas estomacales; una cuarta parte de ellos estaban sometidos a algún tipo de terapia. Cada día, Jack contemplaba los rostros pálidos y los cuerpos fofos mientras desfilaban por los pasillos inmaculados de PS amp;L cargados con el peso de alguna tarea legal hercúlea. Esa era la contrapartida de los emolumentos que los colocaban entre el cinco por ciento de los profesionales mejor pagados del país.

Él era el único entre todos ellos que ya tenía la condición de socio en el bolsillo. El control de los clientes era el gran igualador en la abogacía. Sólo llevaba un año en Patton, Shaw como un abogado de empresa bisoño, y sin embargo le trataban con el respeto debido a los miembros más antiguos y experimentados de la firma.

Todo esto le hubiese hecho sentirse culpable y poco digno de no haber sido que se sentía igual de mal respecto al resto de su vida.

Se comió el último donut minúsculo, colocó el sillón en posición normal y abrió un expediente. El trabajo de empresa era bastante monótono y dados sus pocos conocimientos del tema no le tocaban los temas más importantes. La jornada de trabajo consistía en repasar contratos de alquiler, aperturas de negocios, estatutos de sociedades de responsabilidad limitada, acuerdos y otros asuntos, y las jornadas se hacían cada vez más largas, pero él aprendía rápido; debía hacerlo para sobrevivir, aquí sus habilidades para el debate no le servían casi de nada.

La firma no se ocupaba de litigios; prefería encargarse de asuntos empresariales e impositivos, que eran más duraderos y rentables. Si surgía algún pleito lo traspasaban a un grupo de bufetes selectos especializados en litigios, que a su vez pasaban a Patton, Shaw cualquier asunto que no era de los que ellos atendían. Era un arreglo que funcionaba de maravilla desde hacía años.

A mediodía, Jack había vaciado la bandeja de asuntos pendientes, dictado tres contratos y un par de cartas y atendido cuatro llamadas de Jennifer para recordarle que esa noche asistirían a una recepción en la Casa Blanca.

Alguna organización había escogido a su padre como empresario del año y decía mucho del estrecho vínculo del presidente con la gran empresa el hecho de que esta elección fuese motivo de una fiesta en la Casa Blanca. Pero al menos Jack vería al hombre de cerca. Conocerlo ya era otra cosa, aunque nunca se sabía.

– ¿Tienes un minuto? -Barry Alvis asomó la cabeza por la puerta. Era un asociado senior; esto significaba que él le había pasado en el ascenso a socio en más de tres ocasiones y que de hecho nunca daría el siguiente paso. Trabajador brillante, era un abogado que cualquier firma habría deseado tener. Sin embargo, no era un pelota y, por lo tanto, su capacidad para aportar nuevos clientes era nula. Ganaba ciento sesenta mil dólares al año, y otros veinte mil en primas. Su esposa no trabajaba, sus hijos iban a colegios privados, conducía un Beemer, no se esperaba que generara negocios y no tenía motivos de queja.

Como abogado con mucha experiencia y diez años de trabajo de alto nivel a las espaldas, era lógico suponer que estaría resentido con Jack Graham, y lo estaba.

Jack le invitó a pasar. Sabía que no le caía bien a Alvis, comprendía los motivos y no se lo reprochaba. Estaba dispuesto a soportar las envidias de los mejores, pero no dejaría que le pisotearan.

– Jack, hay que ocuparse ya de la fusión Bishop.

Jack se quedó en blanco. Aquel asunto, una auténtica pesadez, estaba muerto y enterrado, o al menos era lo que él creía. Le temblaban las manos cuando cogió un bloc.

– Pensaba que Raymond Bishop no quería acostarse con tcc.

Alvis se sentó, dejó el expediente de treinta centímetros de grosor sobre la mesa de Jack y se reclinó en la silla.

– Los acuerdos mueren, y después resucitan para atormentarnos. Necesitamos tus comentarios sobre los documentos de financiación secundaria para mañana por la tarde.

– Son catorce acuerdos y más de quinientas páginas, Barry. -Jack casi soltó la estilográfica-. ¿Cuándo te has enterado de esto?

Alvis se levantó y Jack vio la sombra de una sonrisa en el rostro del visitante.

– Quince acuerdos, y el número correcto de páginas es seiscientas trece, a un espacio, y sin contar las exposiciones. Gracias, Jack. La empresa te estará muy agradecida. -Se volvió-. Ah, por cierto, que te lo pases bien esta noche con el presidente, y saluda a la señora Baldwin de mi parte.

Alvis salió del despacho.

Jack miró el expediente que tenía delante y se masajeó las sienes. Se preguntó desde cuándo el muy cabrito sabía que el asunto Bishop había resucitado. Algo le decía que no había sido esta mañana.

Miró la hora. Llamó a la secretaria, canceló todos los compromisos para el resto del día, recogió los cuatro kilos de documentos y se fue a la sala de conferencias número nueve, la más pequeña y aislada de todas, donde podía esconderse y trabajar en paz. Trabajaría seis horas, iría a comer algo, volvería, trabajaría toda la noche, tomaría un baño turco, se ducharía y afeitaría aquí, acabaría los comentarios y los tendría sobre la mesa de Alvis a las tres, o como mucho a las cuatro. Hijo de puta.

Seis acuerdos más tarde, Jack comió la última patata, acabó la Coca-Cola, se puso la chaqueta y bajó a pie los diez tramos de escalera hasta el vestíbulo.

El taxi lo dejó en la puerta de su casa. Se quedó de una pieza.

El Jaguar estaba aparcado delante de su edificio. La matrícula privada success [Éxito] le informó que su futura esposa le esperaba en el apartamento. Estaría enfadada. Nunca venía al apartamento a menos que estuviese enfadada con él por algún motivo y quería hacérselo saber.

Miró la hora. Estaba un poco retrasado, pero tenía tiempo. Abrió la puerta mientras se tocaba la barbilla; quizá podía pasar sin afeitarse. La vio sentada en el sofá que había cubierto primero con una sábana. Estaba preciosa, una auténtica princesa. Ella se levantó muy seria y le miró.

– Llegas tarde.

– Ya sabes, no soy mi propio jefe.

– Eso no es ninguna excusa. Yo también trabajo.

– Sí, pero la diferencia está en que tu jefe tiene tu mismo apellido, y está chalado por su hija.

– Mamá y papá ya han salido. La limusina vendrá a recogernos dentro de veinte minutos.

– Sobra tiempo. -Jack se desnudó y corrió a la ducha. Apartó la cortina-. Jenn, ¿puedes sacar el traje azul cruzado?

Ella entró en el baño sin disimular el disgusto ante el desorden.

– La invitación decía corbata negra [Esmóquin. «Corbata blanca» sería frac. (N. del T.)].

– Corbata negra opcional -le corrigió él, mientras se quitaba el jabón de los ojos.

– Jack, no me hagas esto. Es la Casa Blanca, es el presidente.

– Te dan a escoger, corbata negra o no. Sólo ejercito mi derecho a no llevar corbata negra. Además, no tengo esmóquin. -Le sonrió y cerró la cortina.

– Tenías que conseguirte uno.

– Me olvidé. Venga, Jenn, por lo que más quieras. Nadie se fijará en mí, a nadie le importará cómo voy vestido.

– Gracias, muchas gracias, Jack Graham, gracias por hacerme un favor.

– ¿Sabes lo que valen esas cosas?

El jabón le irritaba los ojos. Pensó en Barry Alvis, en tener que trabajar todo la noche, en explicárselo a Jenny y después al padre, y su tono se agrió un poco.

– Además, ¿cuántas veces me pondré esa cosa? ¿Una o dos veces al año?

– Después de casarnos iremos a muchos actos donde el esmóquin no es opcional sino obligatorio. Es una buena inversión.

– Antes invertiría mi fondo de pensiones en pipas. -Asomó la cabeza otra vez para demostrarle que no lo decía en serio, pero ella no estaba.

Se secó el pelo con la toalla, se la envolvió alrededor de la cintura y entró en el pequeño dormitorio donde encontró un flamante esmóquin colgado en la puerta. Jennifer reapareció con una sonrisa.

– Con los mejores deseos de empresas Baldwin. Es de Armani. Te quedará precioso.

– ¿Cómo sabes mi talla?

– Tienes una cincuenta y dos. Podrías ser modelo. El modelo personal de Jennifer Baldwin. -Ella le pasó los brazos perfumados por los hombros y apretó. Jack sintió la presión de los pechos bastante grandes contra la espalda y maldijo en silencio no tener tiempo para aprovechar esta ocasión. Sólo una vez sin los malditos murales, sin los querubines y las carrozas; quizá sería otra cosa.

Miró con nostalgia la pequeña cama revuelta. Para colmo tenía que trabajar toda la noche. Todo por culpa del maldito Barry Alvis y el gilipollas de Raymond Bishop.

¿Por qué cada vez que veía a Jennifer Baldwin deseaba que las cosas fueran diferentes entre ellos? Por diferente quería decir mejor. Que ella o él cambiaran, o poder encontrarse a medio camino. Era hermosa, tenía todo lo que podía desear. Joder, ¿cómo podía ser tan imbécil?