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– Te avisé, Alan, de que algún día tus pequeñas aventuras acabarían metiéndonos en líos.

Richmond miró a Russell con una expresión desilusionada.

– Escucha, ¿crees que soy el primer tipo en este cargo que se busca algún apaño? No seas tan ingenua, Gloria. Al menos soy muchísimo más discreto que algunos de mis predecesores. Asumo las responsabilidades del cargo… y también las ventajas. ¿Está claro?

– Clarísimo. -Russell se masajeó la nuca.

– En cuanto a ese tipo… bueno, no puede hacer nada.

– Sólo hace falta un soplo para derrumbar un castillo de naipes. -¿Sí? Hay un montón de gente viviendo en ese castillo. No lo olvides.

– No lo olvido, jefe.

Llamaron a la puerta. El ayudante de Russell asomó la cabeza. -Cinco minutos, señor. -El presidente asintió y le despidió con un ademán.

– Todo cronometrado para esta función.

– Ransome Baldwin hizo un gran aporte a la campaña, lo mismo que todos sus amigos.

– No hace falta que me recuerdes mis deudas políticas, cariño.

Russell se acercó al presidente. Le cogió del brazo sano y le miró atentamente. En la mejilla izquierda tenía una pequeña cicatriz. Recuerdo de un trozo de metralla durante su paso por el ejército al final de la guerra de Vietnam. A medida que despegaba su carrera política, la opinión femenina era que aquella diminuta imperfección realzaba su atractivo. Russell miró la cicatriz.

– Alan, haré lo que sea para proteger tus intereses. Saldrás de esta, pero debemos trabajar juntos. Somos un equipo, Alan, un equipo de cojones. No podrán con nosotros, si trabajamos unidos.

El presidente la miró por un instante, y después la recompensó con la misma sonrisa de rutina que acompañaba los titulares de primera plana. Le dio un beso en la mejilla, la estrechó contra él y Russell le devolvió el abrazo.

– Te quiero, Gloria. Eres magnífica. -Recogió el discurso-. Hora de salir a escena. -Dio media vuelta y se dirigió a la puerta.

Russell contempló los hombros anchos, se pasó la mano por la mejilla y le siguió.

Jack admiró la recargada elegancia del inmenso salón del ala Este. El lugar estaba lleno con algunos de los hombres y mujeres más poderosos de la nación A su alrededor se desarrollaba un intenso juego de intereses y él no podía hacer otra cosa que mirar boquiabierto. Vio a su prometida al otro lado del salón. Tenía arrinconado a un congresista de uno de los estados occidentales; sin duda intentaba conseguir la ayuda del buen legislador para defender los derechos ribereños de la empresa Baldwin.

Su prometida dedicaba mucho tiempo a relacionarse con los poseedores del poder en todos los niveles, desde comisionados de los condados a presidentes de los comités del Senado. Jennifer alimentaba los egos adecuados, untaba las manos convenientes y se aseguraba de que todos los actores importantes estuviesen en su lugar cuando la empresa Baldwin quería conseguir otro negocio gigantesco. La compañía de su padre había duplicado el capital en los últimos cinco años y en buena parte había sido gracias a su cometido. En realidad, ¿había algún hombre a salvo de ella?

Ransome Baldwin, un hombre de un metro noventa y dos de estatura, pelo blanco y voz de barítono, hacía la ronda, repartiendo fuertes apretones de mano entre los políticos que ya poseía y cortejando a los pocos que todavía no tenía.

La ceremonia de entrega había sido muy breve. Jack miró la hora. Dentro de poco tendría que regresar al despacho. En el trayecto, Jennifer había mencionado una fiesta privada en el hotel Willard a partir de la once. Se rascó la barbilla. Vaya mala suerte.

Estaba a punto de ir a buscar a Jennifer para explicarle las razones de su marcha, cuando el presidente se acercó a ella en compañía del padre, y al cabo de un instante los tres vinieron hacia él.

Jack dejó la copa y carraspeó para tener la voz clara y no quedar como un idiota cuando le tocara hablar. Jennifer y el padre conversaban con el presidente como amigos de toda la vida. Reían, comentaban, se tocaban como si él fuese el primo llegado del campo. Pero él no era un primo, era el presidente de Estados Unidos, joder.

– ¿Así que usted es el afortunado? -La sonrisa del presidente era amable. Se estrecharon las manos. Era tan alto como Jack, y éste admiró que se mantuviera en tan buen estado físico con un trabajo como el suyo.

– Jack Graham, señor presidente. Es un honor conocerle, señor.

– Tengo la impresión de que ya le conozco, Jack. Jennifer me ha hablado mucho de usted. Casi todo bueno. -Volvió a sonreír.

– Jack es socio en Patton, Shaw amp; Lord. -Jennifer mantenía el brazo entrelazado con el del presidente. Miró a Jack con una sonrisa encantadora.

– Bueno, socio todavía no, Jenn.

– Es sólo cuestión de tiempo -tronó la voz de Ransome Baldwin-. Con las empresas Baldwin como cliente, tú eres el que fija el precio con cualquier firma del país. No lo olvides. No permitas que Sandy Lord te engañe.

– Hágale caso, Jack. La voz de la experiencia. -Richmond levantó la copa y después apartó el brazo bruscamente en un gesto involuntario. Jennifer se tambaleó al quedarse sin apoyo.

– Perdona, Jennifer. Demasiado tenis. Vuelvo a tener problemas con este maldito brazo. Ransome, por lo que se ve te has conseguido un magnífico protégé.

– Más le vale. Tendrá que luchar con mi hija por el imperio. Quizá Jack pueda hacer de reina y Jenn ser el rey. ¿Qué os parece como igualdad de derechos? -Ransome soltó una carcajada a la que se sumaron los demás.

– Sólo soy un abogado, Baldwin -señaló Jack, un poco picado-. No busco ocupar un trono vacío. Hay otras cosas que hacer en la vida.

Jack cogió la copa. Esto no funcionaba como había deseado. Estaba a la defensiva. Jack mordió un cubito. Se preguntó qué pensaba en realidad Ransome Baldwin de su futuro yerno. ¿Ahora mismo? La verdad era que a Jack le traía al fresco.

Ransome dejó de reír y le miró. Jennifer ladeó la cabeza de la manera que acostumbraba cuando él decía algo inconveniente, que era la mayoría de las veces. El presidente los miró a los tres, sonrió y se disculpó. Se dirigió a un rincón donde estaba una mujer.

Jack le observó alejarse. Conocía a la mujer por la televisión, la había visto defendiendo la postura del presidente en mil y un asuntos. Gloria Russell no parecía muy contenta en este momento, pero con todas las crisis en el mundo, sin duda la alegría era un bien escaso en su trabajo.

Esta fue una reflexión posterior. Jack había conocido al presidente, le había dado la mano. Le había deseado que mejorara del brazo. Aprovechó el momento a solas con Jennifer para disculparse. Ella no ocultó su disgusto.

– Esto es algo inaceptable, Jack. ¿Te das cuenta de lo importante que es esta noche para papá?

– Eh, para el carro. Soy un trabajador, ¿sabes? Cobraré las horas.

– ¡Eso es ridículo! Y tú lo sabes. Nadie de esa firma puede pedirte semejante cosa, y mucho menos un don nadie de asociado.

– Jenn, no es para tanto. Me lo he pasado muy bien. Tu papá ya tiene su premio. Ahora tengo que volver al trabajo. Alvis no es mal tipo. Me maltrata un poco, pero trabaja tanto o más que yo. Ya sabes cómo es eso.

– No me parece justo, Jack. Me plantea un inconveniente.

– Jenn, es mi trabajo. A mí no me preocupa, así que tú no te preocupes Te veré mañana. Cogeré un taxi.

– Papá se llevará una desilusión.

– Tu padre ni siquiera se dará cuenta. Eh, tómate un copa a mi salud. Y no te olvides de lo que dijiste para más tarde. Te tomo la palabra, quizá por una vez podríamos hacerlo en mi casa.

Ella dejó que la besara. Pero en cuanto Jack se marchó fue en busca de su padre hecha una furia.

5

Kate Whitney dejó el coche en el aparcamiento de su edificio. La bolsa de la compra le golpeó una pierna, y el maletín cargado hasta los topes en la otra mientras subía los cuatro pisos por las escaleras. Las casas con alquileres a su alcance tenían ascensor, pero no de los que funcionaban siempre.

Se cambió la ropa de calle por otra deportiva, escuchó los mensajes del contestador y volvió a salir. Hizo los ejercicios de calentamiento delante de la estatua de Ulysses S. Grant y comenzó a correr.

Se dirigió al oeste. Pasó por el Museo Aéreo y Espacial, y después por el castillo del Smithsoniano que, con las torres, las almenas y el estilo de la arquitectura italiana del siglo xii, parecía más que nada la casa de un científico loco. Las zancadas elásticas y rítmicas la llevaron a través del Mall por su parte más ancha y dio dos veces la vuelta al monumento a Washington.

Ahora respiraba un poco más rápido; el sudor comenzaba a traspasar la camiseta y manchar la sudadera de Georgetown Law que llevaba. La multitud era cada vez mayor a medida que avanzaba por las orillas del Tidal Basin. El inicio del otoño había traído a miles de personas en aviones, autocares y coches de todos los puntos del país dispuestas a visitar la capital sin el agobio de los miles de turistas veraniegos y el calor infame de Washington.