– ¿Jack? -Él la miró-. Gracias por el helado. -Entró en la casa.
Jack puso en marcha el coche y salió del aparcamiento sin ver al hombre casi oculto por el pequeño grupo de árboles junto a la entrada.
Luther emergió de las sombras de los árboles y miró el edificio.
El aspecto de Luther había sufrido un cambio drástico en los últimos dos días. Era una suerte que la barba le creciera tan rápido. Se había cortado el pelo muy corto y un sombrero cubría el resto. Llevaba gafas de sol y un abrigo muy voluminoso ocultaba el delgado cuerpo.
Deseaba ver a Kate una vez más antes de marcharse. Le había sorprendido ver a Jack, pero no pasaba nada. Le gustaba Jack.
Se arrebujó en el abrigo. El viento soplaba cada vez más fuerte, y hacía más fresco de lo habitual en Washington para este tiempo. Miró la ventana del apartamento de su hija.
Apartamento número catorce. Lo conocía muy bien; lo había visitado muchas veces, sin que la hija se enterara, desde luego. La cerradura no presentaba ninguna dificultad, cualquiera tardaría más en abrirla con la llave. Se sentaba en una silla de la sala y miraba el centenar de objetos, todos ellos cargados con años de recuerdos, algunos buenos, pero la mayoría tristes.
Algunas veces cerraba los ojos y apresaba los olores en el aire. Sabía qué perfume usaba: muy poco e indescriptible. Los muebles eran grandes, sólidos y muy usados. El frigorífico estaba siempre vacío. Se desesperaba cuando veía el contenido poco saludable y escaso de los armarios. Mantenía las cosas en orden, pero no perfectas, era una casa donde se vivía como debía ser.
Recibía muchas llamadas. Escuchaba las voces dejando los mensajes. Le hacían desear que ella hubiera escogido otro trabajo. Como delincuente sabía muy bien la cantidad de hijos de puta que andaban sueltos. Pero era demasiado tarde para recomendarle cambiar de carrera a su única hija.
Sabía que la relación con su hija era muy extraña, pero Luther no podía aspirar a más. Recordó a su esposa, una mujer que le había querido y se había mantenido a su lado durante tantos años, ¿para qué? Para sufrir y ser desgraciada. Y después había muerto prematuramente cuando por fin había hecho algo bien; divorciarse. Se preguntó, por enésima vez, por qué había continuado con sus actividades delictivas. No había sido por el dinero. Siempre había vivido con sencillez; gran parte de las ganancias ilícitas las había repartido sin más. Su elección en la vida había trastornado a su esposa y le había hecho perder a la hija. Y también por enésima vez no encontró la respuesta a la pregunta de por qué había continuado robando a los ricos siempre bien protegidos. Quizá sólo para demostrar que podía.
Miró una vez más la ventana. Él no había estado a su lado en su momento, ¿por qué ella iba estarlo con él? Pero era incapaz de cortar el vínculo del todo, aunque ella lo había hecho. Estaba dispuesto a estar con ella si le aceptaba, pero sabía que eso no pasaría.
Luther se alejó a paso rápido; después echó a correr para alcanzar el autobús que le dejaba en Union Station. Siempre había sido una persona independiente que necesitaba muy poco a los demás. Era un solitario y le gustaba serlo. Ahora, Luther se sentía muy solo, y esta vez la sensación no resultaba agradable.
Llovía, y Luther miró a través de la ventanilla trasera mientras el autobús hacía el recorrido hacia la gran estación de ferrocarril, que se había salvado de la demolición gracias a un ambicioso proyecto de reconversión en centro comercial. El agua chorreaba sobre la suave superficie del cristal y emborronaba la visión del lugar donde había estado. Deseó volver allí, pero era pedir un imposible.
Se acomodó en el asiento, se encasquetó un poco más el sombrero, se sopló la nariz. Recogió un periódico abandonado y miró los titulares. Se preguntó cuándo la encontrarían. Cuando la encontraran, él lo sabría de inmediato; todo el mundo en la ciudad sabría que Christine Sullivan estaba muerta. Cuando mataban a los ricos, siempre eran noticia de primera plana. Los pobres y los don nadie aparecían en la sección de sucesos. Christy Sullivan ocuparía la primera página, arriba y en el centro.
Tiró el periódico al suelo, se inclinó en el asiento. Necesitaba ver a un abogado, y después se marcharía. El autobús continuó el recorrido, y él por fin cerró los ojos, aunque no dormía. Ahora estaba sentado en la sala de su hija, y esta vez, Kate le hacía compañía.
6
Luther se sentó delante de la mesa en la pequeña sala de conferencias amueblada con una sencillez franciscana. Las sillas y la mesas eran viejas y marcadas por el uso. La alfombra se veía raída y no muy limpia. Sobre la mesa sólo había un tarjetero, aparte de su expediente. Cogió una de las tarjetas: «Servicios Legales, S. A.». Estas personas no eran las mejores del negocio; estaban lejos de los centros de poder. Licenciados en escuelas de Derecho de tercera clase, sin posibilidades de acceder a las firmas tradicionales, vivían su existencia profesional esperando un golpe de fortuna. Pero sus sueños de grandes despachos, grandes clientes y, lo más importante, grandes sumas de dinero se esfumaban con el paso de los años. Aunque Luther no necesitaba lo mejor. Sólo alguien con el título de abogado y los formularios correctos.
– Todo está en orden, señor Whitney. -El chico parecía tener unos veinticinco años, todavía lleno de energías y esperanzas. Este lugar no era su destino final. Era obvio que aún se lo creía. El rostro cansado, fofo y afligido del hombre mayor que tenía detrás no compartía la misma esperanza-. Este es Jerry Burns, el abogado gerente. Él será el otro testigo del testamento. Tenemos una declaración jurada, por lo cual no es necesaria nuestra presencia en el juzgado para declarar si fuimos o no testigos del testamento. -Una mujer cuarentona, de expresión severa, apareció con el sello de la notaría-. Phyllis es nuestra notaria, señor Whitney. -Todos se sentaron-. ¿Quiere que le lea las disposiciones del testamento?
Jerry Burns parecía estar a punto de morirse de aburrimiento. Miraba al vacío, soñando con todos los otros lugares donde le gustaría estar. Jerry Burns, abogado gerente. Tenía toda la pinta de preferir estar cargando estiércol en alguna granja del Medio Oeste. Miró desdeñoso al joven colega.
– Ya las leí -respondió Luther.
– Bien -dijo Jerry Burns-. ¿Por qué no empezamos?
Quince minutos más tarde, Luther estaba en la calle con dos copias originales de su última voluntad y testamento guardadas en el bolsillo del abrigo.
Mierda de abogados, nadie podía mear, cagar o morirse sin ellos. Esto ocurría porque los abogados hacían todas las leyes. Tenían a los demás cogidos por los huevos. Entonces Luther pensó en Jack y sonrió. Jack no era así. Era diferente. Después pensó en la hija y dejó de sonreír. Kate tampoco era así. Pero Kate le odiaba.
Entró en una casa de fotografía y compró una Polaroid y un carrete de fotos. No pensaba dejar que nadie revelara las fotos que iba a tomar. Regresó al hotel. Una hora más tarde había hecho diez fotos. Las envolvió en papel y las metió en un sobre que guardó en las profundidades de la mochila.
Se sentó a mirar por la ventana. Transcurrió casi una hora. Al levantarse tropezó y se cayó sobre la cama. Sí que era un tipo duro. No era tan curtido como para permanecer indiferente ante la muerte, a no sentirse horrorizado por un hecho que había arrebatado la vida a alguien que debía haber vivido mucho más. Para colmo, el presidente de Estados Unidos estaba involucrado. Un hombre al que Luther había respetado, incluso había votado. El hombre que dirigía al país había casi asesinado a una mujer con sus manos de borracho. Si hubiese visto a su pariente más cercano asesinar a alguien a sangre fría, Luther no se hubiese sentido más conmovido o asqueado. Tenía la sensación de que él había sido la víctima, que aquellas manos asesinas le habían apretado el cuello a él.
Pero algo más se apoderó de Luther; algo que no podía afrontar. Apoyó la cabeza contra la almohada, y cerró los ojos en un esfuerzo inútil por dormir.
– Es fantástica, Jenn.
Jack miró la mansión con una fachada de casi setenta metros y más dormitorios que una residencia de estudiantes, y se preguntó para qué habían venido. El sinuoso camino particular acababa en un garaje para cuatro coches detrás del caserón. El prado estaba tan bien cuidado que a Jack le parecía contemplar una enorme piscina de jade. Los terrenos de la parte trasera formaban tres terrazas, cada una con su piscina. Tenía todos los accesorios habituales de los muy ricos; canchas de tenis, establos y diez hectáreas de terreno -un auténtico latifundio para las normas de Virginia- para deambular.
La agente inmobiliaria esperaba junto a la entrada; había aparcado su Mercedes último modelo junto a la gran fuente de piedra cubierta con rosas talladas en granito del tamaño de un puño. Calculaba una y otra vez los dólares de la comisión. ¿No formaban una pareja encantadora? Lo había repetido tantas veces que a Jack le dolía la cabeza.