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– Tengo unas cuantas cosas empaquetadas para llevarme al laboratorio. Usaré la ninhidrina y al resto le daré una pasada con Super Glue; entonces quizá tenga algo para ti. -Simon volvió a su trabajo.

Frank meneó la cabeza. El Super Glue, un cianoacrilato, era tal vez el mejor método para rociar y encontrar huellas en las cosas más increíbles. El inconveniente era que el proceso tardaba mucho en dar resultado. Un tiempo que no tenían.

– Venga, Laurie, por la pinta del cuerpo los malos ya nos llevan mucha ventaja.

– Tengo otro ester de cianoacrilato que quiero usar desde hace tiempo. Es más rápido. O si no puedo calentar el Super Glue. -Simon sonrió.

– Estupendo -exclamó el detective con una mueca-. La última vez que lo hiciste tuvimos que evacuar el edificio.

– Nada es perfecto en este mundo, Seth.

Magruder carraspeó. Quería intervenir.

– Al parecer nos enfrentamos a unos auténticos profesionales.

– No son profesionales, Sam -le corrigió Seth, muy serio-. Son criminales, son asesinos. No fueron a la universidad para aprender a hacer esto.

– No, señor.

– ¿Estamos seguros de que es la señora de la casa? -preguntó Frank.

– Christine Sullivan. -Magruder señaló la foto en el velador-. De todos modos, pediremos una identificación positiva.

– ¿Algún testigo?

– Ninguno por ahora. Todavía no hemos visitado a los vecinos. Lo haremos esta mañana.

Frank escribió un relato muy detallado de la habitación y el cadáver, y después hizo un croquis del cuarto y el contenido. Un buen abogado defensor podía dejar como un idiota a cualquier testigo de la acusación que no estuviese bien preparado. La falta de preparación significaba que los culpables salían libres.

Frank había aprendido la lección con sangre cuando era un novato y había llegado el primero a la escena de un robo. Nunca se había sentido tan avergonzado y deprimido en su vida como aquella vez cuando dejó el banquillo de los testigos, su testimonio hecho trizas y utilizado como base para dejar en libertad al acusado. De haber tenido el arma reglamentaria, aquel día el mundo se habría quedado con un abogado menos.

Frank cruzó la habitación para reunirse con el médico forense, un hombre canoso y entrado en carnes que sudaba la gota gorda a pesar del fresco de la mañana. El forense bajó la falda del cadáver. Frank se puso en cuclillas y observó las manos pequeñas de la víctima ahora metidas en bolsas de plástico; después miró el rostro de la mujer que mostraba una coloración negra y azul. La ropa estaba empapada con los fluidos corporales. Con la muerte se producía la relajación casi instantánea de los esfínteres. Los olores eran muy desagrables. Por suerte, la presencia de insectos era mínima a pesar de la ventana abierta. Aunque un entomólogo forense, por lo general, podía fijar la hora de la muerte con más acierto que un patólogo, a ningún detective, a pesar de la precisión, le agradaba examinar un cuerpo humano que se había convertido en alimento para los insectos.

– ¿Ya tiene una hora aproximada? -le preguntó Frank.

– El termómetro rectal no servirá de mucho, sobre todo cuando la temperatura corporal baja unas ocho décimas por hora. Setenta y dos a ochenta y cuatro horas. Lo sabré mejor cuando la abra. -El médico se incorporó-. Heridas de bala en la cabeza -añadió, aunque ninguno de los presentes dudaba sobre la causa de la muerte de la mujer.

– Tiene unas marcas en el cuello.

El médico forense dirigió a Frank una mirada alerta y encogió los hombros.

– Así es. Todavía no sé lo que significan.

– Le agradecería que se diera prisa con este caso.

– No se preocupe. Por aquí no abundan los asesinatos. Siempre le damos prioridad. -El detective hizo una mueca al escuchar el comentario-. Espero que disfrute al tratar con la prensa -añadió el forense-. Vendrán como un enjambre de abejas.

– Dirá moscardones.

– Como usted quiera. Yo ya soy demasiado viejo para esas tonterías. Ya se la pueden llevar.

El médico forense acabó de recoger sus cosas y se marchó.

Frank sostuvo la mano pequeña cerca de los ojos, miró las uñas cuidadas por una manicura profesional. Vio las estrías en dos de las cutículas, algo bastante lógico si se había producido una pelea antes de que la mataran. El cuerpo estaba hinchado; las bacterias hacían su trabajo mientras avanzaba el proceso de descomposición. El rigor mortis había desaparecido; esto indicaba que llevaba muerta más de cuarenta y ocho horas. Los miembros eran flexibles por la desaparición de los tejidos blandos. Seth suspiró. El cadáver llevaba aquí mucho tiempo. Algo muy conveniente para el asesino, y malo para los policías.

Todavía le asombraba cómo la muerte cambiaba a las personas. Unos restos hinchados que se parecían muy poco a un ser humano, cuando sólo días antes… De no haber sido porque su sentido del olfato había dejado de funcionar no hubiese podido hacer lo que hacía. Pero eso venía dado por ser detective de homicidios. Todos los clientes estaban muertos.

Levantó con cuidado la cabeza de la víctima y la movió a un lado y a otro para que le diera la luz. Dos pequeños orificios de entrada en el lado derecho, y un boquete de salida dentado en el izquierdo. Balas de gran calibre. Stu había sacado fotos de las heridas desde distintos ángulos, incluida una desde arriba. Los bordes limpios de los orificios y la ausencia de quemaduras o marcas en la piel le indicaron que los disparos habían sido efectuados desde una distancia superior a los sesenta centímetros.

Las heridas de contacto de armas de calibre pequeño, las que se disparaban con el cañon apoyado en la carne, y las heridas de casi contacto, disparos hechos a menos de cinco centímetros del blanco, podían reproducir el tipo de heridas de entrada presentes en la víctima. Pero si era una herida de contacto quedarían residuos de pólvora en los tejidos a lo largo de la trayectoria del proyectil. La respuesta a la pregunta la daría la autopsia.

Después Frank miró la contusión en el lado izquierdo de la mandíbula. Quedaba oculta en parte por la hinchazón natural del cuerpo dentro del proceso de descomposición, pero Frank había visto cadáveres suficientes como para notar la diferencia. La superficie de la piel mostraba una curiosa amalgama de verde, pardo y negro. Eso sólo lo podía hacer un golpe muy fuerte. ¿Un hombre? Esto resultaba confuso. Llamó a Stu para que tomara unas fotos de la contusión con una escala de colores. Por último volvió a apoyar la cabeza de la víctima en el suelo con el respeto que se merecía, incluso en estas circunstancias tan asépticas.

En la autopsia que le harían a continuación no mostrarían tanta deferencia.

Frank levantó poco a poco la falda. La ropa interior intacta. El informe de la autopsia contestaría la pregunta obvia.

El detective se paseó por el dormitorio mientras los técnicos seguían con su trabajo. Una de las ventajas de vivir en un condado muy rico, aunque rural, era que la base impositiva daba de sobras para mantener una unidad criminal pequeña pero de primera clase, dotada con todos los adelantos tecnológicos que en teoría ayudaban a la detención de los malhechores.

La víctima había caído sobre el lado izquierdo, en dirección opuesta a la puerta. Las rodillas un tanto recogidas, el brazo izquierdo estirado, el otro contra la cadera derecha. El rostro señalaba al este, perpendicular al borde de la cama; estaba casi en posición fetal. Frank se rascó la nariz. Del principio al fin, y de vuelta al principio. Nadie sabía nunca cuando iba a dejar el mundo, ¿no?

Con la ayuda de Simon, Frank trianguló la posición del cuerpo; la cinta métrica chirrió al desenrollarse. El ruido sonó como un sacrilegio en este cuarto de muerte. Miró el umbral y la posición del cuerpo. Entre los dos calcularon una trayectoria preliminar de los disparos. El resultado indicaba que los habían efectuado desde el umbral, algo curioso, porque lo lógico hubiese sido a la inversa si al ladrón le habían sorprendido in fraganti. Sin embargo, había otra prueba que confirmaba la presunta trayectoria.

Frank se arrodilló una vez más junto al cuerpo. No había marcas en la alfombra de que hubieran arrastrado el cadáver, y las manchas de sangre junto con la dispersión de las salpicaduras confirmaban que la víctima había recibido los disparos en el lugar donde estaba. Con mucho cuidado tumbó el cadáver y levantó la falda. Después del fallecimiento, la sangre se acumula en las partes más bajas del cuerpo, una condición que se llama livor mortis. Pasadas entre cuatro y seis horas, el livor mortis se quedaba fijo. En consecuencia, cualquier movimiento del cuerpo no producía cambios en la distribución de la sangre. Frank dejó el cuerpo boca arriba. Todo confirmaba que Christine Sullivan había muerto allí.