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Se dio la vuelta y cerró los ojos. El ruido del cristal de la ventana sacudido por el viento le obligó a abrirlos. Miró en aquella dirección, desvió la mirada, pero después, resignado, miró la caja.

Contenía parte de su colección de viejos trofeos y premios ganados en el instituto y la universidad. Pero esos objetos no le interesaban. En la penumbra tendió la mano para coger la foto, decidió que no, y después volvió a cambiar de opinión.

La sacó. Esto se había convertido casi en un ritual. No tenía motivos para pensar que su novia encontraría este recuerdo porque se negaba a permanecer en su dormitorio más allá de un minuto. Cada vez que se acostaban lo hacían en casa de ella, donde Jack permanecía en la cama mirando el techo a cuatro metros de altura, pintado con una escena de viejos caballeros y jóvenes doncellas mientras Jennifer se divertía sola hasta que se cansaba y se ponía boca arriba para que él la montara. O en la casa paterna, en el campo, donde los techos eran todavía más altos y los murales había sido traídos desde alguna iglesia románica del siglo xiii, todo lo cual le hacía sentir como si Dios le observara mientras la hermosa y desnuda Jennifer Ryce Baldwin le cabalgaba y que él ardería en el infierno por culpa de unos momentos de placer visceral.

La mujer de la foto tenía el pelo castaño que se curvaba en las puntas. La sonrisa le recordó el día que había tomado la foto.

Una excursión en bicicleta por la campiña del condado de Albemarle. Él acababa de entrar en la facultad de Derecho; ella estaba en el segundo curso del college de la universidad Jefferson. Aquella había sido la tercera cita pero a los dos les parecía que siempre habían vivido juntos.

Kate Whitney.

Pronunció el nombre despacio; su mano siguió instintivamente la curva de la sonrisa, el hoyuelo solitario en lo alto de la mejilla derecha que le daba al rostro un aspecto un tanto sesgado. Los pómulos casi almendrados bordeaban una nariz fina que se curvaba hacia los labios sensuales. La barbilla era afilada y proclamaba terquedad. Jack miró otra vez la cara y se detuvo en los ojos que siempre mostraban un destello travieso.

Se puso boca arriba y colocó la foto sobre el pecho para que ella le mirara directamente. Era incapaz de pensar en Kate sin ver una imagen del padre, con su ingenio agudo y la sonrisa un tanto torcida.

Jack había visitado muy a menudo a Luther Whitney en su casita, en un barrio de Arlington que había conocido tiempos mejores. Se pasaban horas bebiendo cerveza y contando cuentos; casi siempre era Luther el que hablaba y Jack quien escuchaba.

Kate nunca visitaba a su padre, y él jamás intentaba ponerse en contacto con ella. Jack había descubierto su identidad casi por accidente, y a pesar de las protestas de Kate, Jack había querido conocerle. Era difícil que ella no sonriera por una cosa u otra, pero en este asunto se mostraba siempre seria.

Después de que él se licenciara, se trasladaron al distrito de Columbia y ella entró en la facultad de Derecho en Georgetown. La vida era idílica. Kate había asistido a sus primeros juicios cuando él trataba de contener el temblor de las piernas y los quiebros de voz, y no siempre recordaba cuál era su mesa. Pero a medida que aumentó la gravedad de los crímenes de sus clientes, se esfumó el entusiasmo de Kate.

Se separaron al año de haber comenzado él a ejercer.

Las razones eran sencillas: Kate no entendía por qué había escogido defender a las personas que violaban la ley, y no toleraba que a él le gustara su padre.

En el último instante de su vida en común, él recordaba haber estado sentado en esta misma habitación, pidiéndole, suplicándole, que no se marchara. Pero ella se había ido. Habían pasado cuatro años, y desde entonces él no la había vuelto a ver.

Sabía que trabajaba en la fiscalía de la mancomunidad en Alejandría, Virginia, donde se ocupaba con gran ahínco en meter entre rejas a sus antiguos clientes por quebrantar las leyes de su estado adoptivo. Aparte de eso, Kate Whitney era una extraña para él.

Pero acostado en su cama, con ella mirándole con aquella sonrisa que le revelaba un millón de cosas que nunca había aprendido de la mujer con la que se casaría dentro de seis meses, Jack se preguntó si seguiría siendo una extraña para él; si su vida estaba destinada a convertirse en algo mucho más complicado de lo que deseaba. Cogió el teléfono y marcó un número.

Cuatro timbrazos y escuchó la voz. Tenía un tono que no recordaba, o quizá era nuevo. Sonó el pitido y él comenzó a dejar un mensaje, algo gracioso, lo primero que se le pasó por la cabeza, pero entonces se puso nervioso y colgó, las manos temblorosas, el pulso acelerado. Meneó la cabeza. ¡Caray! Había defendido a cinco criminales acusados de asesinato en primer grado y todavía temblaba como un colegial en su primera cita.

Jack apartó la foto y pensó en lo que Kate hacía en este momento. Quizá seguía en la oficina calculando cuántos años de vida arrebatarle a una persona.

Entonces Jack se preguntó qué sería de Luther. ¿Estaría en este mismo momento metido en alguna casa que no era la suya? ¿O había acabado la faena y se alejaba con el botín?

Vaya familia, Luther y Kate Whitney. Tan distintos y al mismo tiempo tan iguales. No había conocido nunca a nadie tan concentrado como ellos, aunque sus objetivos ocupaban galaxias diferentes. Aquella última noche, después de que Kate saliera de su vida, había ido a ver a Luther para despedirse y tomar la última cerveza juntos. Se habían sentado en el pequeño y bien cuidado jardín, el olor de las flores como un espeso manto sobre ellos.

El viejo se lo había tomado bien, había formulado unas cuantas preguntas y le había deseado lo mejor. Algunas cosas no funcionaban; Luther lo sabía tan bien como cualquiera. Pero mientras se iba, Jack había visto un brillo en los ojos del hombre, y entonces se cerró la puerta tras aquella parte de su vida.

Jack apagó la luz y cerró los ojos, consciente de que le esperaba otro futuro. Estaba un día más cerca de conseguir la gran recompensa de su vida, la fortuna que todos deseaban. Saberlo no le ayudó a dormir.

3

Mientras Luther miraba a través del espejo, se le ocurrió que los dos formaban una pareja muy atractiva. Era una opinión absurda en estas circunstancias, pero eso no invalidaba la conclusión. El hombre era alto, bien parecido, un cuarentón muy distinguido. La mujer tendría poco más de veinte años; el pelo largo y dorado, el rostro oval y encantador, con unos ojos inmensos azul oscuro que ahora miraban con amor a su acompañante. Él le acarició la mejilla de terciopelo; ella le besó la palma de la mano.

El hombre tenía dos vasos y los llenó con el contenido de la botella que había traído con él. Le dio uno a la mujer. Chocaron los vasos, sin dejar de mirarse; él se bebió el contenido de un trago mientras ella sólo bebía un sorbo. Dejaron los vasos, y se abrazaron. Él deslizó las manos por la espalda de la joven y después las subió hasta los hombros desnudos. Los brazos y hombros de ella eran fuertes y estaban bronceados por el sol. Él le sujetó los brazos, admirado, mientras se inclinaba para besarle el cuello.

Luther desvió la mirada, avergonzado por ser testigo de este encuentro tan personal. Una emoción extraña, si tenía en cuenta que aún se enfrentaba al peligro de ser descubierto. Pero no era tan viejo como para no apreciar la ternura, la pasión que poco a poco se desplegaba ante él.

Cuando volvió a mirar, sonrió por fuerza. La pareja bailaba lentamente por la habitación. Se veía que el hombre tenía mucha práctica; la compañera menos, pero él la guió a través de los pasos sencillos hasta que una vez más acabaron junto a la cama.

El hombre hizo una pausa para llenar su vaso y se lo bebió deprisa. Ahora la botella estaba vacía. Mientras él la abrazaba otra vez, ella se inclinó sobre él, le tironeó de la chaqueta, comenzó a deshacerle el nudo de la corbata. Las manos del hombre buscaron la cremallera del vestido y poco a poco bajaron hacia la cintura. El vestido negro cayó al suelo y ella salió del mismo, sólo con las bragas negras y medias hasta el muslo; no llevaba sujetador.

Tenía el tipo de cuerpo que pone celosas a todas las mujeres que no lo poseen. Cada curva estaba en el lugar adecuado. Una cintura que Luther hubiese podido ceñir con las dos manos. Mientras se inclinaba hacia un lado para quitarse las medias, Luther observó los pechos grandes y redondos. Las piernas eran delgadas y musculosas, sin duda el resultado de muchas horas de ejercicio bajo la mirada atenta de un entrenador personal.

El hombre se quitó el traje y la camisa, y, en calzoncillos, se sentó en el borde de la cama. Contempló a la mujer, que se tomó su tiempo para quitarse las bragas. Tenía el trasero redondo y firme, de un blanco cremoso que resaltaba con el perfecto bronceado. Al verla por fin desnuda del todo, el hombre sonrió. Los dientes blancos y bien alineados. A pesar del alcohol, los ojos aparecían claros y enfocados.