– No hay nada que me retenga aquí, Jack -murmuró Kate mientras se miraba las manos.
Él la miró y sintió más que escuchó la respuesta furiosa que salió de su boca.
– ¡Maldita sea! ¿Cómo te atreves a decir eso?
Kate le miró. Él sintió el quiebro en la voz cuando ella le respondió.
– Creo que es mejor que te vayas.
Jack se sentó en su despacho, sin ninguna gana de enfrentarse a la montaña de trabajo y la pequeña montaña de mensajes escritos en papel rosa, y se preguntó si la situación podía llegar a ser peor. En aquel momento, Dan Kirksen entró en el despacho. Jack gimió para sus adentros.
– Dan, de verdad…
– No estuviste en la reunión de los socios de esta mañana.
– Nadie me avisó de que había una.
– Se envió un nota, claro que tus horarios de oficina han sido un tanto erráticos en los últimos tiempos. -Miró con un gesto de enfado el desorden en la mesa de Jack. En su escritorio nunca había ni un papel; era una muestra del poco trabajo legal que hacía.
– Ahora estoy aquí.
– Me han dicho que tú y Sandy se reunieron en su casa.
– Por lo que veo ya no hay nada privado -comentó Jack con ironía.
– Los asuntos de los socios deben ser discutidos en presencia de todos -afirmó Kirksen furioso-. Lo que no queremos son camarillas que debiliten esta firma más de lo que ya está.
Jack estuvo a punto de soltar una carcajada. Dan Kirksen, el rey indiscutido de las camarillas.
– Creo que hemos superado lo peor.
– ¿Lo crees, Jack? ¿De verdad? -se burló Kirksen-. Que yo sepa no tienes mucha experiencia en esta clase de cosas.
– Si te preocupa tanto, Dan, ¿por qué no te marchas?
La mueca de burla desapareció en el acto del rostro del hombre.
– Llevo en esta firma casi veinte años.
– Entonces creo que es hora de un cambio. Quizá te haga bien.
Kirksen se sentó. Se quitó las gafas, limpió los cristales y volvió a ponérselas.
– Te daré un consejo de amigo, Jack. No hagas causa común con Sandy. Si lo haces cometerás un error grave. Está acabado.
– Gracias por el consejo.
– Lo digo en serio, Jack, no pongas en peligro tu situación en un intento inútil, aunque bien intencionado, por salvarle.
– ¿Poner en peligro mi situación? Te refieres a Baldwin, ¿no?
– Es tu cliente, por ahora.
– ¿Piensas en un cambio de capitán? Si es así, te deseo suerte. Durarás un minuto.
– Nada es para siempre, Jack. -Kirksen se levantó-. Incluso Sandy Lord te lo diría. Lo que toca, toca. Puedes quemar los puentes de la ciudad, sólo que antes te debes asegurar de que no queda nadie vivo en esos puentes.
Jack abandonó la silla, rodeó el escritorio y se acercó a Kirksen dominándolo con su estatura.
– ¿Eras así de pequeño, Dan, o te convertiste en una mierda de mayor?
– Te lo repito, nunca se sabe, Jack -replicó Kirksen con una sonrisa, al tiempo que iba hacia la puerta-. Las relaciones con el cliente son siempre muy tenues. Mira la tuya, por ejemplo. Se basa en tu futuro matrimonio con Jennifer Ryce Baldwin. Ahora, si la señorita Baldwin descubriera, es un decir, que no has ido a tu casa por la noche sino que has compartido el apartamento con una mujer joven, quizá no se mostraría tan dispuesta a tenerte como abogado, y mucho menos a convertirse en tu esposa.
Fue cuestión de un segundo. Kirksen se encontró cogido por el cuello contra la pared y Jack tan cerca que el aliento del joven le empañaba las gafas.
– No cometas ninguna tontería, Jack. Por muy importante que te creas, los socios no verán con buenos ojos una agresión física. Todavía tenemos algunas norma en Patton, Shaw.
– Nunca más se te ocurra entrometerte en mi vida privada, Kirksen. Jamás. -Jack le arrojó contra la puerta como quien arroja un muñeco y volvió a su mesa.
Kirksen se arregló la camisa y sonrió para sus adentros. Eran fáciles de manipular. Todos estos tipos grandes y apuestos. Fuertes como mulas y sin sesos. Sofisticados como un ladrillo.
– Sabes, Jack, tendrías que saber en qué te has metido. Por alguna razón que ignoro pareces confiar en Sandy Lord. ¿Te contó la verdad de lo ocurrido con Barry Alvis? ¿Te lo dijo, Jack?
Jack se volvió para mirarle con ojos opacos.
– ¿Utilizó la historia del asociado permanente y que no aportaba clientes a la firma? ¿O te dijo que Alvis había hundido un gran proyecto?
Jack continuó mirándole.
Kirksen sonrió con aire triunfal.
– Una llamada, Jack. La hija llama para quejarse de que el señor Barry Alvis había tenido la osadía de molestar a su padre y a ella. Y Alvis desaparece. Es así como funciona el juego, Jack. Quizá no te guste jugar. Si es así nadie te impedirá marcharte.
Kirksen llevaba planeando esta estrategia desde hacía tiempo. Tras la desaparición de Sullivan, él podía prometerle a Baldwin que su trabajo recibiría un trato preferente, y Kirksen aún tenía el mejor grupo de abogados de la ciudad. Si sumaba los cuatro millones de facturación a los que ya tenía se convertiría en el socia principal de la firma. Y el nombre de Kirksen por fin aparecería en el placa de la puerta, en sustitución de otro que sería defenestrado. El socio gerente le sonrió a Jack.
– Puede que no te caiga bien, Jack, pero te digo la verdad. Eres un adulto, ahora te toca a ti actuar.
Kirksen salió del despacho y cerró la puerta.
Jack permaneció de pie durante un segundo más y entonces se desplomó en la silla. Se inclinó hacia delante, apartó de un manotazo los papeles que había encima de la mesa y apoyó la cabeza sobre la superficie.
26
Seth Frank miró al viejo. Bajo, con una gorra de fieltro en la cabeza, pantalones de pana, un suéter grueso y botas de invierno, el hombre parecía inquieto y muy excitado por estar en una comisaría. En la mano llevaba un objeto rectangular envuelto en papel marrón.
– No acabo de entenderle, señor Flanders.
– Verá, yo estaba allí. El día aquel, en el tribunal. Ya sabe, cuando mataron al hombre. Sólo fui a ver de qué iba todo aquel escándalo. Vivo allí desde que nací. Nunca vi nada parecido, se lo aseguro.
– Eso lo entiendo -señaló Frank, con un tono seco.
– Yo tenía mi Camcorder nueva, canela fina, tiene una pantalla visor y toda la pesca. No tienes más que aguantar, mirar y rodar. Algo de primera. Así que la parienta dijo que viniera.
– Eso está muy bien, señor Flanders. ¿Y cuál es el motivo de su visita? -Frank le miró esperando una respuesta sensata.
La expresión en el rostro de Flanders demostró que había comprendido qué se esperaba de él.
– Oh, disculpe, teniente. Aquí estoy charlando por los codos, tengo tendencia a hacerlo, pregúnteselo a la parienta. Me jubilé hace un año. Nunca hablaba mucho en el trabajo. Trabajaba en una cadena de montaje. Ahora me gusta hablar. También me gusta escuchar. Me paso horas en aquel café que está detrás del banco. El café es bueno y sirven unos bollos estupendos bien cargados de mantequilla.
Frank le miró impaciente. Flanders se dio prisa.
– Verá, vine para mostrarle esto. En realidad, para dárselo. Yo tengo una copia, desde luego. -Le alcanzó el paquete.
Frank lo abrió. Miró la cinta de vídeo.
Flanders se quitó la gorra; era calvo y tenía unos mechones como trozos de algodón sobre las orejas.
– Como le dije, filmé algunas tomas muy buenas. Del presidente y del tipo cuando lo matan. Lo tengo todo. Claro que sí. Verá, yo seguía al presidente. Me metí justo en medio de todo el follón.
Frank miró al hombre.
– Ahí está todo, teniente. A ver si le sirve. -Miró la hora-. Vaya, debo irme. Llego tarde a comer. A la parienta no le gusta que llegue tarde. -Caminó hacia la puerta. Frank miró la cinta-. Ah, teniente, una cosa más.
– Sí.
– Si sacan algo de provecho de mi cinta, ¿cree que mencionarán mi nombre cuando escriban sobre ella?
– ¿Escribir sobre qué?
– Sí, ya sabe, los historiadores -contestó el viejo entusiasmado-. Quizá la llamen la cinta Flanders o algo así. O el vídeo Flanders. Ya sabe, como la otra vez.
– ¿Como la otra vez? -Frank se masajeó las sienes.
– Sí, teniente. Ya sabe, como Zapruder con Kennedy.
Por fin, Frank entendió lo que intentaba decir el hombre.
– Me encargaré de mencionar su nombre, señor Flanders. Por si acaso, para la posteridad.
– Eso es. -Radiante de orgullo, Flanders le señaló con un dedo-. Posteridad, me gusta la palabra. Que pase un buen día, teniente.
– ¿Alan?
Richmond con un ademán ausente le indicó a Russell que entrara y después continuó con la lectura de las notas en su libreta. Al cabo de unos momentos, cerró la libreta y miró a la jefa de gabinete con una mirada impasible.