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El servicio secreto. Eran los mejores entre los mejores. Este grupo de elite lo había demostrado una y otra vez a lo largo de los años, como también al planear esta actividad más reciente.

Poco después del mediodía, Christy Sullivan había salido del salón de belleza en Upper Northwest. Después de caminar una manzana, había entrado en el vestíbulo de una casa de apartamentos, y salido al cabo de treinta segundos envuelta en una capa con capucha que llevaba en el bolso. Las gafas de sol ocultaban sus ojos. Recorrió varias manzanas mirando los escaparates, y después tomó la línea roja hasta Metro Center. Al salir del metro había caminado otras dos manzanas y se había metido por un callejón entre dos edificios condenados. Dos minutos más tarde, un coche con los cristales oscuros salió del callejón. Collin conducía. Christy Sullivan ocupaba el asiento trasero. Después, permaneció en un lugar seguro con Bill Burton hasta que el presidente se reunió con ella al cabo de unas horas.

Habían escogido la mansión Sullivan como el lugar perfecto para el interludio romántico porque, por una de esas ironías del destino, dicha casa era el último lugar en que cualquier persona hubiese esperado ver a Christy Sullivan. Russell sabía que estaba vacía, protegida sólo por un sistema de seguridad que no era ningún obstáculo para sus planes.

Russell se sentó en una silla y cerró los ojos. En la casa tenía con ella y el presidente a dos de los miembros más capacitados del servicio secreto, Y, por primera vez, esto preocupaba a la jefa del gabinete. Los cuatro agentes que les acompañaban esta noche habían sido escogidos por el propio presidente entre el casi centenar destinado a su custodia para estas pequeñas aventuras. Todos eran muy leales y capaces. Cuidaban del presidente y aceptaban sin rechistar cualquier cosa que se les pidiera. Hasta esta noche, la fascinación del presidente Richmond por las mujeres casadas no había presentado grandes problemas. Pero lo ocurrido lo trastornaba todo. Russell sacudió la cabeza y se forzó a buscar un plan de acción.

Luther estudió el rostro. Era una cara inteligente, atractiva pero también muy dura. Casi se alcanzada a ver el proceso mental por las arrugas de la frente. Pasó el tiempo y ella no se movió. Entonces Gloria Russell abrió los ojos y su mirada recorrió toda la habitación, sin perder detalle.

Luther se encogió en un acto reflejo cuando la mirada pasó por el espejo como un reflector por el patio de una cárcel. Entonces la mirada se detuvo al llegar a la cama. Durante casi un minuto la mujer contempló al hombre dormido, y en su rostro apareció una expresión que Luther no acababa de entender. Estaba a medio camino entre una sonrisa y una mueca.

Russell se levantó, se acercó al lecho y miró al hombre. Un hombre del pueblo, o al menos así lo creía la gente. El hombre de la época. Ahora no parecía tan grande. Tenía medio cuerpo sobre la cama, las piernas abiertas, los pies casi en el suelo, una posición un tanto ridícula cuando se estaba desnudo.

La mujer paseó la mirada por el cuerpo del presidente, y se recreó en algunas partes, una actividad que a Luther le pareció sorprendente a la vista de lo que yacía en el suelo. Antes de que Gloria Russell entrara y se enfrentara a Burton, Luther había esperado oír sirenas y estar sentado allí mirando a policías, detectives y forenses por todas partes; decenas de unidades móviles de la radio y la televisión aparcadas delante de la casa. Era obvio que esta mujer tenía otros planes.

Luther había visto a Gloria Russell en la cnn y en las principales cadenas, además de en los periódicos. Sus facciones eran muy características: la nariz larga y aquilina entre los pómulos altos, regalo de un antepasado cherokee. El pelo renegrido y lacio hasta los hombros. Los ojos grandes y de un azul tan oscuro como el agua de las profundidades marinas, pozos gemelos llenos de peligros para los descuidados e inconscientes.

Luther se movió en el sillón con mucho cuidado. Mirar a esta mujer delante de una chimenea de la Casa Blanca pontificando sobre los últimos hechos políticos era una cosa, y otra muy distinta verla moverse por una habitación donde había un cadáver y un hombre desnudo y borracho que era el líder del mundo libre. Era un espectáculo que Luther no deseaba ver, aunque no podía apartar la mirada.

Russell miró la puerta, cruzó la habitación, sacó el pañuelo, y cerró la puerta con llave. Volvió a paso rápido junto a la cama para mirar al presidente. Tendió una mano, y, por un momento, Luther se puso tenso, pero ella sólo acarició el rostro del presidente. Luther se relajó, pero volvió a tensarse cuando la mano se movió hasta el pecho, y se detuvo por un momento en el vello abundante, antes de continuar hasta el estómago plano que subía y bajaba con normalidad.

Entonces la mano bajó todavía más; la mujer apartó poco a poco la sábana y la dejó caer al suelo. Metió la mano en la entrepierna. Después echó una mirada a la puerta y se arrodilló delante del presidente. Luther cerró los ojos. No compartía los peculiares gustos por la observación del dueño de la casa.

Pasaron varios minutos. Luther abrió los ojos en el momento que Gloria Russell se quitaba las medias y las bragas, y las dejaba sobre una silla. Después montó a horcajadas al presidente dormido.

Luther volvió a cerrar los ojos. Se preguntó si oirían los crujidos de la cama desde la planta baja. Quizá no, porque era una casa muy grande. Incluso si los oían, ¿qué podían hacer?

Diez minutos más tarde, Luther oyó un jadeo involuntario por parte del hombre, y los gemidos de la mujer. Pero Luther mantuvo los ojos cerrados. No sabía muy bien por qué. En parte era una combinación entre el miedo y el disgusto por la falta de respeto a la muerta.

Por fin, Luther abrió los ojos y se encontró que tenía a Russell delante. El corazón le dejó de latir hasta que el cerebro le informó que no pasaba nada. La mujer se puso las bragas y las medias. Después con toda calma se pintó los labios.

Sonreía, tenía las mejillas arreboladas. Parecía más joven. Luther miró al presidente. Dormía otra vez profundamente después de disfrutar de un sueño muy real y placentero. Luther volvió a mirar a Russell.

Resultaba desconcertante ver a esta mujer que le sonreía, en esta habitación siniestra, sin saber que él estaba allí. Había poder en el rostro de la mujer. Y una mirada que Luther ya había viste antes en este cuarto. Esta mujer era peligrosa.

– Quiero que limpien toda la habitación, excepto eso. -Russell señaló a la difunta señora Sullivan-. Un momento. Es probable que él la tocara por todas partes. Burton, quiero que revise cada centímetro de su cuerpo, y si aparece cualquier cosa ajena hágala desaparecer. Después vístala.

Burton, con las manos enguantadas, se adelantó para cumplir la órden.

Collin, sentado junto al presidente, le obligó a beber otra taza de café. La cafeína ayudaría a despertarle, pero sólo el paso del tiempo borraría todo rastro de resaca. Russell se sentó al otro lado. Cogió la mano del presidente entre las suyas. Le habían vestido, sólo faltaba peinarle. Le dolía el brazo, pero se lo habían vendado lo mejor posible. Gozaba de una salud excelente; la herida cicatrizaría sin problemas.

– ¿Señor presidente? ¿Alan? ¿Alan? -Russell le sujetó la barbilla y le volvió el rostro hacia ella.

¿Tenía él alguna idea de lo que le había hecho? Lo dudaba. ¡Él había deseado tanto echar un polvo esta noche! Poseer a una mujer. Ella le había entregado su cuerpo. Objetivamente había cometido una violación. Pero lo que no cabía duda es que había satisfecho los sueños de un hombre. No tenía ninguna importancia que él no recordara el episodio, el sacrificio. Pero ahora sí se enteraría de lo que ella iba a hacer por él.

Los ojos del presidente enfocaban y desenfocaban el rostro de la jefa de gabinete. Collin le masajeó el cuello. Russell miró la hora. Las dos de la madrugada. Tenían que marcharse. Le dio una bofetada, no muy fuerte, sólo lo necesario para conseguir su atención. Notó que Collin se ponía tenso. Caray, estos tipos eran una cosa increíble.