Edwina habló durante unos minutos. Cuando acabó, Kate se dio cuenta de que contenía el aliento. Lo soltó con un ruido que resonó en la habitación.
La anciana no dijo nada sino que miró a la joven con su mirada triste. Por fin se movió. Con una mano arrugada palmeó la rodilla de Kate.
– Luther la quería, hija mía. Más que a nada en el mundo.
– Lo sé.
– Él nunca la culpó por lo que sentía -añadió Edwina que movió la cabeza apesadumbrada-. Decía que estaba en todo su derecho de sentirse así.
– ¿Él dijo eso?
– En efecto. Se sentía tan orgulloso de usted, de que fuera abogada y de sus méritos. Siempre me decía: «Mi hija es abogada, y muy buena por cierto. La justicia es lo único que le interesa y tiene razón, toda la razón del mundo».
Kate notó que se mareaba. Sentía emociones para las que no estaba preparada. Se masajeó la nuca y se tomó un momento para mirar a través de la ventana. Un coche negro pasó por la calle y desapareció. Una vez más volvió la atención a Edwina.
– Señora Broome, aprecio que me diga todas estas cosas. Pero mi visita obedece a una razón concreta. Necesito su ayuda.
– Haré lo que sea.
– Mi padre le envió un paquete.
– Sí. Y se lo envié al señor Graham, como me dijo Luther.
– Sí, lo sé. Jack recibió el paquete. Pero alguien… alguien se lo quitó. Ahora nos preguntamos si mi padre le envió otra cosa, algo que pueda ayudarnos.
Los ojos de Edwina ya no parecían tristes. Ahora brillaban con fuerza. Miró a Kate.
– Detrás suyo, Kate, en la banqueta del piano. En el libro de himnos de la izquierda.
Kate levantó la tapa de la banqueta y sacó el libro de himnos. Había un paquete oculto entre las páginas. Lo miró.
– Luther era el hombre más precavido que he conocido. Dijo que si pasaba cualquier cosa con el envío del primer paquete, le enviara éste al señor Graham. Estaba a punto en enviarlo cuando me enteré de lo ocurrido por la televisión. ¿Tengo razón al creer que el señor Graham no hizo ninguna de esas cosas?
– Ojalá todo el mundo creyera lo mismo -dijo Kate.
La joven se dispuso a abrir el paquete, pero se detuvo al escuchar la voz aguda de Edwina.
– No lo abra, Kate. Su padre dijo que sólo el señor Graham debía ver lo que guarda. Sólo él. Creo que es mejor obedecer su voluntad.
Kate vaciló. Le costó vencer la curiosidad pero cerró el paquete.
– ¿Le dijo alguna otra cosa? ¿Sabía quién mató a Christine Sullivan?
– Lo sabía.
– ¿Pero no le dijo quién? -Kate miró a la anciana, que sacudió la cabeza con mucho vigor.
– Sin embargo me dijo una cosa.
– ¿Qué le dijo?
– Que si me decía quién lo había hecho no le creería.
Kate volvió a sentarse y pensó a toda máquina.
– ¿Qué quiso decir con eso?
– A mí me sorprendió mucho, se lo juro.
– ¿Por qué? ¿Por qué se sorprendió?
– Porque Luther era el hombre más sincero que he conocido. Cualquier cosa que me hubiera dicho la habría creído. Para mí todo lo que me decía iba a misa.
– Por lo tanto, la persona que vio debió ser alguien tan por encima de toda sospecha que incluso a usted le hubiera parecido increíble.
– Así es. Eso es lo que pensé.
– Muchas gracias, señora Broome. -Kate se levantó.
– Por favor, llámeme Edwina. Es un nombre curioso pero es el único que tengo.
– Después de que acabe todo esto, Edwina, me gustaría volver a visitarla si no le importa. Hablar un poco más de las cosas.
– Estaré encantada. Ser vieja tiene cosas buenas y malas. Ser vieja y estar sola es muy malo.
Kate se puso el abrigo y caminó hacia la puerta. Guardó el paquete en el bolso.
– Eso facilitará la búsqueda, ¿no le parece, Kate?
– ¿Qué? -preguntó Kate.
– Buscar a alguien tan inverosímil. Que yo sepa no abundan mucho esa clase de personajes.
El guardia de seguridad del hospital era alto, corpulento y ahora estaba rojo de vergüenza.
– No sé cómo pasó. Dejé la vigilancia durante dos, tres minutos como máximo.
– No tendría que haberse ausentado del puesto ni por un segundo, Monroe. -El supervisor, un tipo pequeñajo, se encaró con Monroe y el gigantón sudaba.
– Ya se lo dije, la señora me pidió que la ayudara con la bolsa, y yo la ayudé.
– ¿Qué señora?
– Se lo dije, una señora. Joven, bonita, bien vestida. -El supervisor le volvió la espalda, enfadado. No podía saber que la señora en cuestión era Kate Whitney, y que ella y Seth Frank estaban ya a cinco manzanas de distancia en el coche de Kate.
– ¿Le duele? -Kate le miró sin mucha compasión en las facciones o en la voz.
– ¿Lo dice en serio? -Se tocó con cuidado el vendaje de la cabeza-. Mi hija de seis años pega más fuerte. -Buscó algo con la mirada en el interior del coche-. ¿Tiene cigarrillos? ¿Desde cuándo no dejan fumar en los hospitales?
Kate buscó en el bolso y le ofreció un paquete abierto. El teniente cogió uno, lo encendió y después la miró entre una nube de humo.
– Por cierto, muy buena su actuación con el guardia. Tendría que trabajar en el cine.
– ¡Estupendo! Estoy dispuesta a un cambio de carrera. -¿Cómo está nuestro muchacho?
– A salvo. Por ahora. Intentemos que siga así. -Giró en la esquina siguiente y miró con dureza al detective.
– Verá, no entraba dentro del plan permitir que a su viejo se lo cargaran delante mío.
– Lo mismo me dijo Jack.
– ¿Pero usted no se lo cree?
– ¿Qué más da lo que yo crea?
– Para mí es importante, Kate.
Kate frenó al ver el semáforo en rojo.
– Está bien. Se lo explicaré de otra manera. Poco a poco me voy haciendo a la idea de que usted no quería que ocurriera. ¿Le parece bien?
– No, pero me conformaré por ahora.
Jack dobló en la esquina e intentó relajarse. El último frente de tormenta se había alejado, pero aunque ya no nevaba ni llovía, la temperatura rozaba el bajo cero y el viento soplaba con saña. Se echó el aliento sobre los dedos ateridos y se frotó los ojos hinchados por la falta de sueño. Entre los edificios vio la luna en cuarto creciente. Echó una ojeada al lugar. El edificio al otro lado de la calle estaba desierto. El local delante del cual se encontraba había cerrado las puertas hacía mucho tiempo. Salvo algún que otro transeúnte dispuesto a enfrentarse con la inclemencia del viento, Jack estuvo solo la mayor parte del tiempo. Por fin, se refugió en el portal del edificio.
A tres manzanas de distancia, un taxi destartalado se arrimó al bordillo, se abrió la puerta de atrás y un par de zapatos de tacón bajo pisó la acera de cemento. El taxi arrancó sin perder un segundo y, al cabo de un momento, la calle volvió a estar desierta. Kate se ciñó el abrigo mientras caminaba a paso rápido. En el momento que llegaba a la segunda manzana, un coche, con las luces apagadas, dobló la es-quina y la siguió. Kate, ensimismada en sus pensamientos, no miró atrás.
Jack le vio aparecer en la esquina. Miró en todas las direcciones antes de moverse, un hábito que acababa de adquirir y que esperaba abandonar cuanto antes. Fue a su encuentro a paso ligero. La calle estaba en silencio. Ninguno de los dos vio asomar el morro del coche por la esquina. En el interior, el hombre enfocó a la pareja con el aparato de visión nocturna que el catálogo de venta por correo anunciaba como el último invento de la tecnología soviética. Los ex comunistas no tenían idea de cómo dirigir una sociedad democrática y capitalista, pero eso no les impedía fabricar productos militares de primera calidad.
– Caray, estás helado. ¿Cuánto tiempo llevas esperando? -preguntó Kate que se estremeció al tocarle la mano.
– Mucho. Me ahogaba en la habitación del motel. Tenía que salir. Voy a ser un preso terrible. ¿Y bien?
Kate abrió el bolso. Había llamado a Jack desde un teléfono público. No le había dicho qué tenía, sólo que tenía algo. Jack compartía la opinión de Edwina Broome. Él asumiría todos los riesgos. Kate ya había hecho más que suficiente.
Jack cogió el paquete. No era difícil adivinar el contenido. Fotografías.
«Gracias, Luther. No me has desilusionado.»
– ¿Estás bien? -Jack miró a la joven.
– Sí.
– ¿Dónde está Seth?
– Por ahí. Me llevará a casa.
Intercambiaron una mirada. Jack era consciente de que Kate debía irse, quizás abandonar el país durante un tiempo, hasta que el asunto estuviera aclarado o a él le mandaran a la cárcel por asesinato. Si ocurría esto último, entonces las intenciones de Kate de empezar de nuevo en otra parte eran un buen plan.