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– Quizá le conté a Seth Frank todo lo que sé.

– Si lo hubiera hecho mi pequeño pajarito me lo hubiese dicho. -Burton sacudió la cabeza-. Pero si le interesa insistir en el tema podemos esperar a que llegue el teniente y se una a la fiesta.

Jack se levantó de un salto y corrió hacia la puerta. Ya casi tenla la mano sobre el pomo, cuando un puño de hierro le golpeó en los riñones. Jack cayó al suelo. Un instante después, le levantaron para arrojarle otra vez sobre la cama.

Jack miró el rostro de Collin.

– Ahora estamos a mano, Jack -dijo el agente.

Jack soltó un gemido y se tendió de espaldas en la cama, mientras intentaba dominar las náuseas que le había provocado el golpe. Descansó un momento, y poco a poco recuperó el aliento a medida que disminuía el dolor.

Por fin consiguió levantar la cabeza y su mirada buscó el rostro del agente Burton. Sacudió la cabeza, con una expresión de incredulidad en el rostro.

– ¿Qué pasa? -le preguntó Burton que le devolvió la mirada.

– Creía que ustedes eran los buenos -respondió Jack en voz baja.

Burton permaneció en silencio durante un buen rato.

Collin agachó la cabeza y miró al suelo.

Burton respondió finalmente al comentario. Lo hizo con voz débil, como si tuviera algo que le molestara en la garganta.

– Yo también, Jack. Yo también. -Hizo una pausa, tragó con dificultad y añadió-: Por nada en el mundo hubiera deseado verme metido en este lío. Si Richmond hubiese sabido mantener la bragueta cerrada no hubiera ocurrido nada de todo esto. Pero ocurrió. Y nosotros tenemos que arreglarlo. -El agente se puso de pie, y miró su reloj-. Lo siento, Jack, lo lamento de todo corazón. Sé que le parecerá ridículo pero es lo que siento.

Miró a Collin y asintió. Collin le indicó a Jack que se tendiera en la cama.

– Espero que el presidente aprecie lo que hacen por él -dijo Jack con un tono de amargura.

– Digamos que lo espera, Jack. -Burton mostró una sonrisa triste-. Quizá todos lo hacen, de una manera u otra.

Jack se tendió en la cama sin dejar de mirar el cañón del arma que se acercaba cada vez más a su rostro. Olió el metal. Imaginó el humo, el proyectil saliendo del cañón a una velocidad que la mirada no podía seguir.

Entonces se sintió el ruido de un impacto tremendo contra la puerta. Collin se dio la vuelta. El segundo golpe echó la puerta abajo y media docena de policías entraron en la habitación con las armas en las manos.

– Quietos. Todo el mundo quieto. Las armas al suelo. Ya.

Collin y Burton acataron la orden sin perder ni un segundo, y dejaron las pistolas en el suelo. Jack no se movió de la cama; mantuvo los ojos cerrados. Se tocó el pecho, el corazón parecía a punto de estallar. Burton miró a los hombres de azul.

– Pertenecemos al servicio secreto de Estados Unidos. Tenemos las placas en el bolsillo interior derecho de las chaquetas. Buscábamos a este hombre. Ha amenazado con atentar contra el presidente. Nos disponíamos a entregarlo a la policía.

Los polis cogieron las placas y comprobaron la identidad de los dos agentes. Otros doy agentes levantaron a Jack de la cama sin muchos miramientos. Uno comenzó a leerle sus derechos mientras el otro le esposaba.

Devolvieron las placas a los agentes.

– Bien, agente Burton, tendrá que esperar hasta que nosotros hayamos acabado con el señor Graham aquí presente. El asesinato tiene prioridad incluso sobre las amenazas al presidente. Quizá la espera resulte un poco larga a menos que este tipo tenga nueve vidas.

El policía miró a Jack y después a la maleta sobre la cama.

– Tendría que haber escapado cuando tuvo la oportunidad, Graham. Aunque tarde o temprano habríamos dado con usted. -Hizo una señal a sus hombres para que se llevaran al detenido. Después miró a los agentes boquiabiertos y sonrió de buena gana-. Recibimos un chivatazo. La mayoría de los chivatazos no sirven para una mierda. Pero este sí. Este me conseguirá el ascenso que me merezco desde hace tanto tiempo. Que pasen un buen día, caballeros. Délen recuerdos al presidente de mi parte.

Los policías se marcharon con el detenido. Burton miró a Collin y después sacó el sobre con las fotos. Ahora Graham no tenía nada. Podía contarle a la policía todo lo que le había dicho y ellos le meterían en una celda acolchada. Pobre cabrón. Una bala hubiera sido mucho mejor que el destino que le esperaba. Los dos agentes recogieron las armas y salieron de la habitación.

La habitación quedó en silencio. Al cabo de diez minutos, se abrió la puerta que comunicaba con la habitación vecina y entró un hombre. El desconocido se acercó al televisor y desmontó la tapa trasera. El aparato parecía un televisor normal pero no lo era. El hombre metió las manos en el interior y sacó una cámara. Después empujó el cable de conexión por un agujero de la pared hasta que desapareció de la vista.

El hombre volvió a la otra habitación. Había un magnetófono sobre una mesa arrimada a la pared. Recogió el cable y lo guardó en una bolsa. Por último sacó la cinta de vídeo del magnetófono.

Diez minutos más tarde el hombre, cargado con una mochila de grandes dimensiones, salió por la puerta principal del Executive Inn, dobló a la izquierda y caminó hasta el final del aparcamiento donde había un coche con el motor al ralentí. Tarr Crimson pasó junto al coche y sin mirar arrojó la cinta de vídeo a través de la ventanilla abierta sobre el asiento delantero. Siguió su marcha hasta donde estaba aparcada su Harley-Davidson 1200, la niña de sus ojos; se montó en la moto, la puso en marcha y se alejó a todo gas. Instalar el sistema de vídeo había sido un juego de niños. Una cámara activada por la voz. Casete de vídeo VHS. No sabía qué había grabado en la cinta, pero debía ser algo importante. Jack le había prometido un año de servicios legales gratis por hacerlo. Mientras volaba por la autopista, Tarr sonrió al recordar el último encuentro en el que Jack se había quejado de los avances en vigilancia electrónica.

En el aparcamiento, el conductor del coche arrancó con una mano en el volante y la otra sobre el videocasete. Seth Frank tomó la calle principal. No era muy aficionado al cine pero se moría de ganas por ver esta película.

Bill Burton estaba en el dormitorio pequeño y acogedor que había compartido con su esposa mientras criaban a sus cuatro hijos tan queridos. Veinticuatro años juntos. Aquí habían hecho el amor mil veces. En el rincón junto a la ventana, Burton se había sentado en la vieja mecedora para darle el biberón a sus cuatro retoños antes de marcharse al trabajo, para dejar que su esposa se tomara unos pocos minutos del descanso que tanto necesitaba.

Habían sido años muy buenos. Nunca había ganado mucho dinero, pero no le había dado mucha importancia. Su esposa había vuelto a estudiar para acabar la carrera de enfermería después de que el hijo menor entrara en el instituto. Tener más ingresos no estaba mal, pero lo mejor era ver que alguien que había sacrificado sus metas personales a beneficio de los demás, por fin había hecho algo para sí mismo. En su conjunto había sido una vida muy buena. Un casa bonita en un barrio tranquilo y seguro, alejado de las guerras de pandillas que se extendían por otras partes. Siempre había habido gente mala. Y también siempre había habido gente buena como Bill Burton para combatirlos. O gente como había sido Burton.

Miró a través de la ventana del dormitorio. Hoy era su día libre. Vestido con vaqueros, una camisa de franela roja y borceguíes Timberland, podía pasar fácilmente por un rudo leñador. Su esposa estaba descargando el coche. Hoy era el día de la compra semanal. El mismo día durante los últimos veinte años. Contempló su figura con admiración mientras se agachaba para descargar los paquetes. Chris, de quince años, y Sidney, de diecinueve, piernas largas y una auténtica belleza, que estudiaba en John Hopkins, con sus miras puestas en la facultad de medicina, la ayudaban. Los otros dos vivían por su cuenta y les iba muy bien. De vez en cuando llamaban al padre para pedirle consejo sobre la compra de un coche o una casa. Metas a largo plazo. Y a él le encantaba. Él y su esposa habían tenido cuatro joyas y le hacían sentirse bien.

Se sentó delante de la pequeña mesa de despacho, abrió el cajón y sacó una caja. Levantó la tapa y apiló los cinco casetes que sacó junto a la carta que había escrito aquella mañana. El nombre del destinatario estaba escrito en letras grandes y claras. «Seth Frank.» Coño, se lo debía.

Oyó las risas y volvió a acercarse a la ventana. Sidney y Chris libraban una guerra con bolas de nieve con Sherry, su esposa, pillada entre los dos bandos. Todos sonreían y la batalla concluyó con los tres tumbados sobre una montaña de nieve al costado del camino de entrada.

Se apartó de la ventana e hizo algo que no recordaba haber hecho nunca antes. Ni siquiera durante los ocho años en la policía, cuando había tenido en sus brazos a bebés asesinados a golpes por aquellos que debían protegerles y amarles, durante días y días de enfrentarse a lo peor de la humanidad. Las lágrimas eran saladas. Lloraba como una Magdalena. Su familia no tardaría en entrar. Esta noche saldrían a cenar. Por una de esas ironías del destino, hoy era el cumpleaños de Bill Burton. Cuarenta y cinco años.