Durante unos segundos, por lo menos.
Me alejé en la dirección que mi perseguidor consideraría más obvia, y por lo tanto, tal vez, menos probable: caminé con el flujo más grande de gente, Direction Château de Vincennes y Port de Neuilly.
A la derecha de una larga fila de molinetes había un área marcada como passage interdit acordonada con una cadena. Corrí hacia ella y salté. Una larga línea de gente que tenía entre las manos copias del Pariscope se arremolinaba junto a una ventanilla que vendía entradas de teatro a mitad de precio {Ticket Kiosque Theater: "Les places du jour à moitié prix"), junto a una estatua de bronce de un hombre y una mujer, los dos artísticamente deformados, inclinados uno hacia el otro. Pasé volando junto a una salida hacia el Centro Pompidou y el Forum des Halles, junto a un grupo de tres policías equipados con transmisores y revólveres, que me miraron con sospechas.
Dos de ellos empezaron a correr tras de mí.
Yo me detuve abruptamente junto a una fila de altas puertas neumáticas, que no podía atravesar.
Pero por esa razón, Dios inventó la Sortie de Sécours, la entrada de seguridad para funcionarios solamente, hacia la cual giré. Luego, para alarma de un grupo de trabajadores del Metro, la atravesé a la carrera.
Los gritos crecían detrás de mí. Se oyó un silbato agudo.
Una confusión de pasos apresurados.
Pasé frente a un negocio de medias, luego una florería ("Promotion - 10 tulipes 35F").
Ahora llegué a un corredor muy largo a través del cual se movían una serie de cintas mecánicas -"transportadores", creo que los llaman- que llevaban peatones en dos direcciones, inclinándose gradualmente, en lugar de transportarlos por una escalera mecánica común. Entre las dos había una banda de metal muy estrecha en movimiento.
Miré a mi alrededor y vi que los oficiales de seguridad del Metro que me perseguían estaban acompañados ahora por una figura solitaria en traje oscuro que corría muy por delante de ellos y se me acercaba a toda velocidad. Yo estaba contra un grupo de gente que no se movía y dejaba que los transportadores hicieran todo el trabajo.
El hombre del traje oscuro. El que yo quería perder.
Ahora que estaba más cerca, me volví para calcular la distancia que nos separaba y de pronto me di cuenta de que había visto su cara en otra parte.
Los anteojos pesados apenas lograban ocultar los círculos amarillos que le rodeaban los ojos. Ya no tenía el sombrero que le había visto en las afueras del departamento y ahora era fácil verle el pelo rubio pálido, aplastado contra la cabeza. Flaco, blanco, los labios estrechos.
En la calle Malborough de Boston.
En las puertas del banco de Zúrich.
El mismo hombre, de eso no había duda alguna. Un hombre que seguramente sabía mucho sobre mí.
Y que ya no se preocupaba por ocultar su identidad, no demasiado.
No le importaba que yo lo reconociera.
Quería que lo reconociera.
Me retorcí para pasar entre la gente, empujándolos con el codo y salté a la banda entre los dos transportadores.
Me di cuenta de que cada tantos metros, la superficie de metal estaba interrumpida por hojas de acero pensadas para que correr fuera muy difícil. Y yo, desgraciadamente, pensaba hacer exactamente eso, pensaba correr.
Era difícil, sí, y me tropecé varias veces, pero no era imposible.
¿Cómo lo había llamado la mujer de Zúrich?
Max.
"De acuerdo, viejo amigo," pensé. "Ven a buscarme, Max. No sé lo que quieres, pero ven a buscarlo."
"Inténtalo."
61
Corrí sin pensar.
A lo largo de la banda de metal, hacia arriba. Alrededor de mí oía gritos y jadeos y alaridos de sorpresa -¿Quién es ese loco? ¿Qué es, un delincuente? ¿De qué se escapa?-. La respuesta era obvia para cualquiera que mirara hacia atrás y viera a los oficiales uniformados que nacían sonar los silbatos como en una versión francesa de Chips, mientras corrían en zigzag en medio de la multitud.
Y ahora, sin duda para sorpresa de los que miraban, había no uno sino dos hombres en la banda de metal, y uno de ellos trataba desesperadamente de eludir al otro.
Max. El asesino.
Casi sin pensar en lo que estaba haciendo, salté hacia el transportador opuesto, el que iba hacia el otro lado, me sostuve un segundo en equilibrio precario y luego salté sobre el costado transparente, unos tres metros hacia abajo, hasta la escalera que corría a un costado. Bajé corriendo. No podía arriesgarme a mirar hacia atrás ni medio segundo, ni a perder el paso, así que corrí todo lo que daban mis pobres tobillos, ahogado por el martilleo fuerte, permanente del corazón, la respiración dolorosa y corta de los pulmones. Allá, adelante, sobre las escaleras, había un cartel azuclass="underline" direction pont de neuilly.
Una señal. Yo era un galgo corriendo detrás de un conejo; un prisionero que escapa de la cárcel. En mi cabeza afiebrada era cualquier cosa, cualquier cosa que me inspirara, que me sostuviera sobre mis pies a pesar del dolor, de los gritos de mi cuerpo, cualquier cosa que bloqueara el ruido de la sirena que hacían sonar mis células: Date por vencido, Ben. No te van a lastimar. No puedes escaparte, estás atrapado, ¿no te das cuenta? No vas a ganarles, son más; va a ser más fácil si te das por vencido.
No.
Claro que va a "lastimarte", me contesté en mi extraño y maníaco diálogo interno. Hará lo que tenga que hacer.
Una escalera mecánica estrecha se alzó frente a mí de pronto.¿Dónde estaban los perseguidores?
Me permití echar una mirada rápida hacia atrás, una contorsión de la cabeza, antes de subir las escaleras mecánicas.
Los policías del subte, los tres -¿habían sido tres?- se habían dado por vencidos. Seguramente después de llamar por radio a algún otro en otro sector de la estación para que me sorprendieran más adelante.
Quedaba uno.
Mi viejo amigo, Max.
Él no se rendía, ah, no. No el viejo Max. El seguía corriendo por la banda de metal, una figura solitaria y enroscada que se me acercaba, que aceleraba…
Al final de la escalera mecánica había un descansillo y a la derecha una escalera mecánica más con el cartel sortie rué de rivoli ¿Entonces? ¿Qué? ¿A la calle o a la plataforma de trenes?
Elige lo que conoces mejor.
Durante un segundo, dudé, y luego me arrojé hacia adelante, hacia la plataforma, donde las multitudes entraban y salían de las puertas abiertas.
Tal vez le llevaba dos segundos, no más, es decir que él también se detendría en el descansillo y si yo tenía mala suerte, me vería en la plataforma, un buen blanco, ya no tan móvil.
Sigue.
Hubo una señal electrónica: el tren estaba a punto de salir. De pronto, supe que no lo lograría. Corrí una vez más, desesperado, hacia la puerta más cercana pero todas se cerraron con un golpe final cuando yo todavía estaba a veinte metros por lo menos.
Y cuando el tren arrancó, oí a Max que entraba en la plataforma. Salté como loco -hacia el tren en movimiento- y me tomé del exterior con la mano derecha.
Una manija.
Gracias a Dios.
Luego mi mano izquierda encontró otra mientras el tren me llevaba lejos de la plataforma, dejando a Chatelet y a Max atrás. Apreté el cuerpo contra el tren y me di cuenta de que, en realidad, no había sido una suerte sino una idea terrible, un error espantoso. Me di cuenta de que estaba a punto de morir.