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– Inútil… -gruñó pero yo no estaba interesado en sus palabras, lo único que me importaba era lo que pasaba en su mente, pero claro que no podía concentrarme lo suficiente, no era momento para eso, así que lo golpeé en el pecho.

Allá atrás, hacia la plataforma, a unos cuarenta metros, había un brillo de luz.

Y entonces unas frases en lenguaje pensado, frases que parecían llegar con una urgencia extraña, fuertes y sin embargo no del todo claras. Puedes matarme, pensaba él en alemán. Sí, si quieres puedes matarme, pero habrá otro esperando para tomar mi lugar. Y después otro…

…un segundo apenas, dejé de sostenerlo con fuerza. Los pensamientos me habían sorprendido. Él se levantó de nuevo y esta vez lo logró, y yo caí hacia atrás y mis zapatos resbalaron sobre las piedras como en un charco de grasa. Mi mano derecha salió volando hacia la pared pero no había nada de qué aferrarse excepto el aire y más allá…

750 voltios.

…mis dedos pasaron tan cerca del acero duro, frío, del tercer riel que casi perdí el aliento, pero logré retirarlos justo a tiempo, a tiempo para ver cómo Max se lanzaba por el aire hacia mí.

Busqué el arma, pero no la encontré.Con un salto brusco, me levanté, lo golpeé en la cintura y lo mandé volando sobre mi hombro hacia el tercer riel electrificado justo en el momento en que llegaba el tren, ensordecedor, increíblemente ruidoso. Vi cómo le temblaban las piernas con la electricidad un segundo antes de que el tren le cayera encima con la bocina a todo volumen, y Dios, Dios, yo no podía creer lo que veía, las piernas temblando todavía, pero ahora esas piernas estaban solas, terminadas en muslos y la parte inferior del cuerpo era apenas dos muñones partidos en la cintura, un pedazo de carne humana todavía en movimiento.

Del otro lado, llegó el aullido de otro tren. En una calma glacial, completa, trepé hacia el sendero y la seguridad del nicho. El tren llegó y yo me apoyé contra la pared. Cuando terminó de pasar, salí del túnel sin mirar hacia atrás.

63

La aldea de Mont-Tremblant era una pequeña colonia de edificios: un par de restaurantes franceses tipo campo, un supermercado Bonichoix y un hotel con frente verde y galería, extraño y fuera de lugar, que parecía un modelo a escala de uno de los grandes hoteles de Monte Carlo. Por encima de todo eso, flotaban las montañas Laurentian de Quebec, verdes y hermosas.

Molly y yo habíamos llegado en vuelos separados a Montreal. Tomamos una combinación de vuelos en dos aeropuertos diferentes de París y en líneas aéreas comerciales distintas. Ella hacia Mirabel vía Frankfurt y Bruselas y yo hacia Dorval vía Luxemburgo y Copenhague.

Yo había usado varias técnicas estándar para asegurarme de que nadie nos siguiera. Usamos los pasaportes canadienses que nos había dado mi contacto francés en Pigalle. Los dos pares de pasaportes estadounidenses -a nombre del señor y la señora Crowell y del señor y la señora Brewer- todavía estaban vírgenes y podríamos utilizarlos en cualquier emergencia. Habíamos decidido usar aeropuertos diferentes: Molly, el Charles de Gaulle y yo, el de Orly. Y sobre todo, habíamos volado en primera clase y en compañías europeas -Aer Lingus, Lufthansa, Sabena y Air France-. Las aerolíneas europeas todavía tratan a los pasajeros de primera clase como si fueran personas importantes, a diferencia de las estadounidenses que dan a sus clientes de primera un asiento mejor, un trago gratis y eso es todo. Si uno es un personaje importante, el asiento se guarda hasta último momento; generalmente lo consideran tomado apenas el pasajero muestra el pasaje aunque después no aborde. En cada vuelo del viaje, abordamos siempre a último momento, es decir que la revisión de nuestros pasaportes fue siempre de apenas un segundo.

Aunque habíamos volado dando un gran rodeo, pudimos aterrizar milagrosamente a dos horas y media de diferencia uno del otro.

Yo ya había alquilado un auto en Avis, luego recogí a Molly y empezamos nuestro viaje de 130 kilómetros por la carretera 15, hacia el norte. La autopista podía haber sido cualquiera de las tantas autopistas del mundo, y la zona industrial y suburbana, la de las afueras de Milán o Roma o París o Boston. Pero para cuando la 15 se convirtió en la 117 -la Autoroute des Laurentides-, el camino ancho, bien pavimentado, corría ya como un corte elegante entre las altas y hermosas montañas Laurentian, a través de Sainte-Agathe-des-Monts y después Saint- Jovite.

Y ahí estábamos ahora, frente a nuestros platos de escargots Florentine y trucha, como un par de boxeadores aturdidos, sin hablar. Tampoco habíamos hablado en el camino.

En parte era porque los dos estábamos realmente exhaustos y maltratados por los vuelos. Pero además el silencio era porque habíamos pasado por tanto en los últimos días, solos y juntos, que no había mucho de qué hablar.

Habíamos cruzado del otro lado del espejo: el mundo se ponía más y más y más extraño. El padre de Molly era una víctima, luego un villano, y… ahora, ¿qué? Toby había sido una víctima, luego un salvador, después un villano… y ahora, ¿qué?

Y Alex Truslow, mi amigo y confidente, el cruzado y nuevo director de la CIA, era en realidad el líder de una facción que durante años se había aprovechado ilegalmente de los conocimientos de la Agencia.

Un asesino cuyo nombre en código era Max había tratado de matarme en Boston y en Zúrich y en París.

¿Quién era, en realidad?

La respuesta me había llegado en los últimos momentos sorprendentes de mi habilidad telepática, mientras el asesino y yo luchábamos sobre las vías del Metro de París. Con un último esfuerzo de concentración, me había puesto en posición y había leído sus pensamientos.

– ¿Quién eres tú? -le había preguntado.

Su verdadero nombre era Johannes Hesse. "Max" era sólo el nombre en código.

– ¿Quién te paga?

Alex Truslow.

– ¿Por qué?

Un contrato.

– ¿ Y quién es la víctima?

Sus empleadores no lo sabían. Lo único que sabían era que la supuesta víctima era el testigo sorpresa del Comité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia.

Mañana.

¿Quién era? ¿Quién podía ser? Quedaban veinticuatro horas apenas. ¿Quién era?

Así que mientras estábamos allí, en ese lugar remoto y solitario de Quebec, ¿qué esperábamos encontrar? ¿Un árbol hueco con documentos? ¿Una lámpara con un microfilm adentro?

Yo tenía mis teorías, teorías que lo explicaban casi todo, pero la pieza final del rompecabezas aún no había aparecido. Y estaba convencido de que íbamos a encontrarla enterrada en una vieja casa sobre las orillas de Lac Tremblant.

El registro de propiedades de la aldea de Mont-Tremblant estaba en la ciudad de St.-Jerome, que no quedaba lejos. Pero no nos sirvió de mucho. El francés indiferente que llevaba los registros y entregaba licencias y otros papeles burocráticos, un hombre llamado Pierre La Fontaine, nos informó con voz cortante que los únicos registros de Mont-Tremblant habían desaparecido en un incendio a principios de la década del 70. Lo único que quedaba eran las transacciones que se habían hecho desde entonces y no pudo encontrar ninguna operación de compra o venta de una casa en el lago, que involucrara los nombres de Sinclair o Hale. Molly y yo perdimos unas buenas tres horas revisando los registros con él y no sirvió de nada.

Después recorrimos Lac Tremblant hasta más allá del Tremblant Club y los otros lugares nuevos y de moda: el Mont Tremblant Lodge con sus canchas de tenis de polvo de ladrillo y la playa arenosa, el Manoir Pinoteau, el Chalet des Chutes y las casas, tanto elegantes como rústicas.