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La idea, supongo, era que alguno de los dos reconociera la casa, ya fuera por recuerdos personales en el caso de Molly, o en el mío, por la fotografía. Pero no tuvimos suerte. La mayoría de las casas no se veían desde el camino de tierra que rodeaba el lago. Lo único que podíamos distinguir eran los nombres sobre los buzones, algunos pintados a mano y otros forjados en hierro por profesionales. Aunque hubiéramos tenido tiempo de revisar entrando en los senderos particulares hasta el frente de las casas sobre el lago -y eso nos hubiera llevado muchos días, por cierto-, habría sido imposible porque muchos de los senderos estaban bloqueados al tránsito público. Y además, algunas casas estaban en la parte norte del lago, lejos, y sólo se podía llegar en bote.

Al final del viaje de reconocimiento frustrado, me detuve frente al Tremblant Club y estacioné allí, desilusionado.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Molly.-Ahora, alquilamos un bote -dije.

– ¿Dónde?

– Aquí, supongo.

Pero no iba a ser tan fácil. No había lugares para alquilar botes a la vista y ninguno de los hoteles en los que nos detuvimos daba ese servicio. Evidentemente la ciudad no alentaba demasiado el turismo.

Luego, el ronquido de un motor fuera de borda rompió el silencio del hermoso lago transparente a lo lejos y entonces, tuve una idea. En Lac Tremblant Nord (no en la punta norte del lago, sino justo al final del camino), encontramos varios cobertizos de botes de aluminio y madera, desiertos y medio grises ya por el tiempo. Estaban cerrados con llave, por supuesto: parecía ser un área de muelles para los residentes del lago que no tenían una propiedad frente al agua.

Abrirlos no me llevó mucho tiempo. Adentro había botes de pesca de varios tamaños. Elegí un Sunray amarillo con un motor de setenta caballos, un bote bueno, rápido, y sobre todo, uno que tenía las llaves puestas. El motor encendió inmediatamente y unos minutos después, entre nubes de humo azul, salimos por el lago.

Las casas eran muy variadas: chalets suizos modernos y cabañas rústicas, algunas sobre el agua, algunas visibles entre los árboles, algunas colgadas peligrosamente sobre las montañas. Hubo una falsa alarma, una casa de piedra que al principio parecía la indicada y resultó ser la aventura modernista de un arquitecto colocada sobre otra casa más antigua.

Y luego, apareció sin aviso, la vieja casa con frente de piedra, sobre una colina a tal vez cien metros de la orilla. Una galería sobre el lago y sobre la galería dos sillas Adirondack. Era sin duda la casa en la que Molly había pasado un verano en su infancia. En realidad, parecía no haber cambiado un ápice desde la fotografía, que tenía décadas de antigüedad.

Molly la miró, sacudida, casi en éxtasis. El color había abandonado sus mejillas.

– Es ésa -dijo.

Yo detuve el motor apenas nos acercamos a la orilla y dejé que el bote llegara por inercia hasta tierra y entonces lo até al muelle de madera.

– Dios mío -dijo Molly-. Es aquí. Este es el lugar.

Yo la ayudé a bajar al muelle y luego subí yo también.

– Dios mío, Ben -volvió a decir ella-. Me acuerdo de este lugar, me acuerdo… -Tenía la voz aguda, excitada, convertida casi en un susurro. Señaló un cobertizo de botes pintado de blanco. -Ahí fue donde papá me enseñó a pescar.

Empezó a caminar por el muelle hacia el cobertizo, perdidaen sus recuerdos. Yo la tomé bruscamente del brazo…

– ¿Qué…?

– ¡Quieta! -le grité.

El sonido apenas se oía al principio, un crujido de pasto desde algún lugar hacia la casa.

Un zas zas zas.

Me quedé inmóvil.

La silueta oscura parecía flotar hacia nosotros sobre el césped, bajando la colina, y el zas zas zas se había convertido casi en una sirena.

Un gruñido bajo.

El gruñido se convirtió en un ladrido fuerte, aterrorizante, un gruñido de advertencia, mientras la criatura -un Doberman- saltaba hacia nosotros con los dientes abiertos.

Se movía tan rápido que virtualmente se había transformado en una mancha de sombras.

– ¡No! -gritó Molly, corriendo hacia el cobertizo de botes.

Con el estómago revuelto mientras el Doberman saltaba en el aire desde muy lejos, a una distancia increíble, busqué la pistola y en ese momento oí una voz de hombre que ordenaba:

– ¡Alto!

Oí una sacudida en el agua y me volví en un movimiento brusco.

– Se pueden lastimar con ese bicho. No le gustan las sorpresas.

Un hombre alto con una malla azul marina emergía del agua a mis espaldas. El agua le caía en cascada desde el cabello mientras él se ponía de pie. El profundo tostado de su piel lo hacía parecer un Neptuno casi anciano, saliendo de su mundo submarino.

Era una figura tan ilógica que al principio mi mente no quiso registrarla.

Molly y yo lo mirábamos ambos con la boca abierta, sin hablar, sin poder decir ni una sola palabra.

Molly corrió a abrazar a su padre.

PARTE VII. WASHINGTON

64

¿Qué se dice en un momento como ese?

Durante una eternidad, nadie abrió la boca.

El lago estaba quieto; el agua opaca y detenida. No había ruido de motores ni gritos ni siquiera el canto de los pájaros. Silencio absoluto. El mundo se había quedado inmóvil.

Llorando, Molly apretó sus brazos alrededor del pecho de su padre. Hacía tanta fuerza que parecía a punto de quebrarlo. Ella es alta pero él es más alto todavía y tuvo que agacharse un poco para que lo besara.

Yo los miraba, asustado.

Finalmente, dije:

– Casi no te reconocí con la barba.

– ¿No te parece que ése es el punto? -dijo solemnemente Harrison Sinclair, la voz quebrada. Luego sonrió, una sonrisa torcida, dura. -Supongo que se aseguraron de que nadie los seguía.

– Lo mejor que pudimos.

– Sabía que podía contar con ustedes.

De pronto, Molly lo soltó, retrocedió un paso y lo golpeó en la mejilla. Él hizo una mueca de dolor.

– Vete a la mierda -dijo ella, con la voz en un susurro.

La casa estaba oscura y quieta. Tenía el olor particular de las habitaciones que han estado cerradas durante mucho tiempo: fuegos encendidos durante años, fuegos y humos que han permeado los pisos y las paredes; alcanfor y naftalina; pintura y musgo y aceite rancio.

Nos sentamos en un sillón con el tapizado de muselina descolorido ya por años de polvo, y miramos a Harrison Sinclair mientras hablaba. Estaba sentado en una silla de tela suspendida del techo por una soga.

Se había puesto un par de pantalones cortos color caqui y un suéter azul marino suelto, para no seguir con la malla mojada. Con las piernas extendidas frente a él, cruzadas en los tobillos, parecía relajado, el anfitrión amigable que se sienta con un martini frente a sus huéspedes de fin de semana.

Tenía la barba sin cortar, una barba de meses que tenía mucho sentido. Había tomado mucho sol, seguramente nadando y remando en el lago, y tenía la cara correosa y dura, la piel de un viejo marinero.

– Suponía que ustedes me encontrarían aquí -dijo-. Pero no tan rápido. Y después Pierre La Fontaine me llamó hace unas horas y me dijo que una pareja había estado haciendo preguntas en St.-Jerome, sobre la casa y sobre mí…

Molly parecía sorprendida, así que él siguió diciendo:

– Pierre es el que lleva los archivos en Lac Tremblant, es alcalde, jefe de policía y hombre importante. También cuida cierto número de residencias. Un viejo y querido amigo mío. Alguien en quien puedo confiar. Hace ya mucho que lo tengo a cargo de esta casa; años, diría yo. En la década del 50 arregló la venta, una "venta" muy inteligente para que ya no estuviera en manos de la abuela Hale. Casi no quedaron huellas de la venta: desde entonces, fue muy difícil rastrear la identidad del dueño.