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"Así que yo le hice lo mismo: creé una fotografía, una que me mostraba convincentemente muerto. Esa era la prueba que el hombre necesitaba mostrarle a Truslow para cobrar su medio millón de dólares. Y cuando ya "hubiera muerto", cuando hubieran enterrado a mi doble bajo tierra, ese agente se sentiría a salvo. Para él era un gran trato. Y para mí también.

– ¿Adonde está él ahora? -preguntó Molly.

– En Sudamérica, en alguna parte, creo yo. Seguramente en Ecuador.

Pero yo oí por primera vez uno de los pensamientos de Hal, un pensamiento bien claro: Lo hice matar.

Me parecía que las piezas del rompecabezas estaban empezando a caer en su lugar, así que interrumpí el relato de Sinclair.-¿Qué sabes sobre un asesino alemán cuyo nombre de código es Max?

– Descríbemelo.

Le dije cómo era Max.

– El Albino -contestó Sinclair enseguida-. Así lo llamábamos. El nombre real es Johannes Hesse. Hesse era el especialista en trabajos sucios de la Stasi hasta el día en que cayó el Muro de Berlín.

– ¿Y después?

– Después, desapareció. En algún lugar de Cataluña, en ruta hacia Burma donde se habían refugiado un número de camaradas de la Stasi. Supongo que se metió en el negocio pero como agente privado.

– Estaba en la lista de pagos de Truslow -dije-. Otra pregunta: ¿esperabas que los Sabios buscaran el oro?

– Naturalmente. Y no me equivocaba.

– ¿Cómo…?

Él sonrió.

– Escondí el número de cuenta en varios lugares, lugares que yo sabía que ellos registrarían llegado el momento. En casa, en las cajas fuertes de la oficina… En mis archivos ejecutivos. En código, claro.

– Para que fuera plausible -dije-. Pero ¿no crees que alguien inteligente podría haber encontrado una forma de transferir el dinero? ¿Sin detección?

– No desde esa cuenta. La pensé muy bien cuando hicimos el contrato con el banco. Una vez que yo o mis herederos legales tuviéramos acceso a la cuenta, el banco la activaba y entonces Truslow podría transferir el dinero. Pero tendría que ir a Zúrich personalmente… y por lo tanto, dejar sus huellas.

– ¡Ah, ahora entiendo! Esa era la razón por la que Truslow necesitaba que fuéramos a Zúrich! -exclamé de pronto-. Y la razón por la que, una vez que activamos la cuenta, su gente trató de matarme. Pero seguramente tú tenías un contacto confiable con el Banco de Zúrich.

Sinclair asintió, cansado.

– Necesito dormir. Necesito descansar.

Pero yo seguí diciendo:

– Así lo atrapaste: él mismo te dio sus "huellas" servidas.

– ¿Por qué dejaste la foto para mí en París? -preguntó Molly.

– Simple -contestó su padre-. Si me rastreaban hasta aquí y me mataban, quería estar seguro de que alguien, en lo posible tú, encontrara los documentos que escondí en esta casa.

– ¿Tienes las pruebas, entonces? -pregunté.-Tengo la firma de Truslow. No es que él haya sido poco concienzudo ni se haya apresurado: vigilaban a Orlov todo el tiempo y yo estaba muerto. Tuvo muchas razones para descuidarse.

– La mujer… la esposa de Berzin, me dijo que buscara a Toby. Dijo que él cooperaría.

Sinclair había empezado a hablar más despacio, se le cerraban los ojos. Cabeceaba.

– Es posible -dijo-. Pero Toby Thompson se cayó por las escaleras hace dos días. En su casa. El informe dice que se le enredó la silla de ruedas en la alfombra. Yo dudo de que haya sido un accidente. Como sea, está muerto.

Molly y yo nos quedamos sin habla por lo menos medio minuto. Yo no sabía qué sentir: ¿llorar por el hombre que mató a tu esposa?

Sinclair rompió el silencio.

– Mañana tengo una reunión con Pierre La Fontaine para hacer unos arreglos importantes en Montreal. -Sonrió. -Y para que lo sepan, el Banco de Zúrich no sabe cuánto oro hay en la bóveda. Se depositó oro por cinco mil millones de dólares. Pero faltan algunas barras… treinta y ocho, para ser exactos.

– ¿Dónde están? -preguntó Molly.

– Las robé. Las saqué y las vendí. Al valor actual, unos cinco millones. Con todo el oro que hay ahí dentro, nadie va a notar que falta algo. Y creo que el gobierno ruso me lo debe… nos lo debe… como comisión, digamos.

– ¿Cómo pudiste? -susurró Molly, casi sin voz.

– Es una fracción minúscula, Snoops. Cinco millones. Tú dijiste que querías abrir una clínica para necesitados, ¿no? Ahí está el dinero. Es tuyo. Ahora puedes hacerlo. Y ¿qué son cinco millones en un monto total de diez mil?

Todos estábamos exhaustos. Molly y yo no tardamos mucho en quedarnos dormidos en una de las habitaciones desocupadas. Las sábanas del armario estaban limpias y bien planchadas aunque olían un poco a moho.

Yo me quedé a su lado un rato, sin dormir. Había pensado en trazar un plan de acción para el día siguiente, pero en lugar de eso me dormí durante varias horas. Me despertó un sueño que tenía algo que ver con algún tipo de máquina que rugía rítmicamente, un motor tal vez, y para cuando me senté en la cama, la luz de la luna pasaba por las ventanas. Supe entonces que mi sueño había tenido que ver con un ruido externo, un ruido que se hacía cada vez más poderoso.Un latido regular, mecánico. Un chump, chump, chump, muy familiar para mí.

El sonido de la hélice de un helicóptero.

Sí, un helicóptero.

Sonaba como si hubiera aterrizado cerca. ¿Había un helipuerto en la propiedad? Yo no lo había visto. Me volví para espiar por la ventana pero la habitación que habíamos elegido daba directamente hacia el lago y el helicóptero parecía venir desde el otro lado.

Salí corriendo del dormitorio hacia una ventana en el pasillo y vi venir algo, sin duda alguna un helicóptero, desde una colina en la propiedad. Apenas si podía distinguirlo en la oscuridad, pero allá, adelante, había un helipuerto pavimentado que yo no había notado el día anterior. ¿Acaso estaba llegando alguien?

¿O ya estaba aquí?

¿O -y la idea me sacudió de arriba a abajo-, o era que alguien se estaba yendo?

Hal.

Abrí de par en par la puerta de su dormitorio y vi que la cama estaba vacía. En realidad, estaba perfectamente hecha. O la había hecho antes de partir (no muy probable) o no había dormido en ella (eso era más posible). Junto al armario había una pila de ropa como si se hubiera marchado apurado.

No estaba. No había duda alguna de que había arreglado esa partida en medio de la noche y, por lo tanto, no podíamos dudar que nos había escondido la verdad intencionalmente.

¿Pero adonde había ido?

Sentí la presencia de alguien en la habitación. Me volví: Molly estaba allí, frotándose los ojos medio cerrados con una mano y tirándose del cabello con la otra.

– ¿Dónde está, Ben? ¿Adonde fue? -me preguntó.

– No tengo idea.

– ¿El del helicóptero era él?

– Supongo.

– Dijo que iba a encontrarse con Pierre La Fontaine.

– ¿A medianoche? -dije, corriendo hacia el teléfono. En unos segundos, conseguí el número de Pierre La Fontaine en la guía. Lo disqué y lo dejé sonar mucho rato. Finalmente alguien contestó. Era La Fontaine pero tenía la voz completamente dormida. Le di el teléfono a Molly.

– Necesito hablar con mi padre -dijo ella.

Pausa.

– Dijo que iba con usted a Montreal esta mañana.

Otra pausa.

– Dios -dijo ella y colgó.-¿Qué? -le pregunté.

– Dice que tiene que venir a verlo en tres días. Aquí, a la casa. No van a encontrarse en Montreal ni en ninguna otra parte, no hoy.