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– ¿Por qué nos mintió? -pregunté.

– ¡Ben!

Molly me entregó un sobre dirigido a ella. Lo había encontrado bajo la pila de ropas.

Adentro había una nota escrita a las apuradas.

Snoops… perdóname y entiende por favor… No podía decírselo… a ninguno de los dos. Hubieran tratado de detenerme porque los dos me perdieron una vez… más tarde lo van a entender, lo prometo… Te quiero.

Papá.

Fue Molly la que, conociendo la idiosincrasia de su padre, la forma escrupulosa en que llevaba archivos y anotaciones, encontró finalmente el archivo color marrón en un cajón del estudio. Entre varios documentos personales de distinto tipo -archivos de cuentas bancarias, papeles, documentación para identidades falsas, y demás- había un montoncito de hojas que, juntas, contaban toda la historia.

Aparentemente, Sinclair había alquilado un apartado postal en St. Agathe bajo un nombre falso y en las últimas dos semanas había recibido allí cierto número de documentos.

Uno de ellos era una fotocopia de una citación y el horario de una audiencia televisada del Comité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia. La audiencia se llevaría a cabo esa misma noche, en la Sala 216 del edificio de la Hart Office, del Senado de los Estados Unidos, en Washington.

Uno de los ítems de la audiencia estaba señalado con un círculo en tinta roja: la aparición de un "testigo" no especificado a las siete de esta tarde. Sólo quedaban quince horas.

Entonces entendí.

– El testigo sorpresa -murmuré en voz alta.

66

Molly soltó un grito.

– ¡No! ¡No! Entonces está…

– Tenemos que ir con él, tiene que volver… -la interrumpí.

Todo encajaba ahora: todo tenía sentido, un sentido terrible. Harrison Sinclair, el testigo sorpresa, era la víctima del próximo asesinato de los Sabios y sus socios alemanes. Una ironía terrible me pasó por la cabeza: Sinclair, a quien habíamos creído enterrado, estaba vivo de pronto pero lo matarían de nuevo en cuestión de horas.

Molly (que debe de haber pensado lo mismo) se retorció las manos, se las llevó a la boca. Se mordió los nudillos como para no gritar. Empezó a caminar de un lado a otro en círculos frenéticos, tensos.

– Dios, Dios -susurraba-. Dios. ¿Qué podemos hacer?

Yo también estaba caminando, me di cuenta de pronto. No quería asustar a Molly. Los dos necesitábamos calma, pensamientos claros.

– ¿A quién podemos llamar? -dijo ella.

Yo seguí caminando en círculos.

– Washington -dijo ella-. Alguien en el comité.

Yo meneé la cabeza.

– Demasiado peligroso. No sabemos en quién podemos confiar.

– Alguien en la Agencia…

– ¡Eso es ridículo!

Ella seguía mordiéndose los nudillos.

– Entonces otra persona. Un amigo. Alguien que pueda ir a la audiencia…

– ¿Ir? ¿Para qué? ¿Ir a enfrentarse con un asesino entrenado? No, tenemos que ir nosotros. Alcanzarlo.

– ¿Pero cómo? ¿Y dónde lo alcanzamos?

Empecé a pensar en voz alta.

– Ese helicóptero no va directo a Washington.-¿Por?

– Demasiado lejos. Y va demasiado lento.

– Montreal.

– Seguramente. Pero no podemos darlo por sentado. Yo calculo que las probabilidades son altas. Puede ir a Montreal y ahí se va a detener por un tiempo…

– O tomar un avión a Washington. Si controlamos los vuelos desde Montreal a Wa…

– Ah, sí, sí -dije, impaciente-, pero si es que toma un vuelo comercial. Seguramente, tiene un charter.

– ¿Por qué? ¿No te parece más seguro un vuelo comercial?

– Sí, pero un avión privado tiene horarios más flexibles y es más anónimo en otros sentidos. Yo en su lugar, alquilaría un avión. Supongamos que el helicóptero lo lleva a Montreal… -Miré el reloj. -Seguramente ya está allí.

– ¿Pero adonde? ¿En qué aeropuerto?

– Montreal tiene dos, Dorval y Mirabel, para no hablar de los miles de privados que hay desde aquí a la ciudad.

– Pero tiene que haber un número determinado de compañías de charters en Montreal -dijo Molly. Sacó una guía de teléfonos de debajo de la mesa, cerca del sillón. -Si las llamamos…

– ¡No! -exclamé un poco demasiado fuerte-. La mayoría no va a contestar el teléfono a esta hora de la noche. Y ¿quién dice que tu padre arregló con una compañía canadiense'! Podría haber sido con una de las miles de compañías de charters en los Estados Unidos…

Molly se dejó caer en el sillón. Las manos, contra la cara.

– Dios… Dios, Ben. ¿Qué podemos hacer?

Yo miré el reloj de nuevo.

– No hay salida -dije-. Tenemos que llegar a Washington y hacerlo ahí.

– Pero no sabemos dónde va a estar en Washington.

– Claro que sí. En el edificio del Senado, en la audiencia, Sala 216 para más datos.

– Pero ¿y antes? No tenemos idea de dónde va a estar antes.

Tenía razón, por supuesto. Lo más que podíamos esperar era que apareciera en la sala vivo y…

¿Y qué?

¿Cómo mierda íbamos a impedir el testimonio de Hal, a protegerlo?

La solución, me di cuenta de pronto, estaba en mi cabeza. Mi corazón empezó a latir con la fuerza de la excitación y el miedo.

Unos momentos antes de morir tan horriblemente, Johannes Hesse, alias "Max", había pensado que otro asesino tomaría su lugar.

Yo no podía detener a Harrison Sinclair pero sí a su asesino.

Si alguien podía hacerlo, ése era yo.

– Vístete -le dije-. Ya sé qué hacer.

Eran las cuatro y media de la mañana.

67

Tres horas después -casi las siete y media de la mañana del último día- nuestro avioncito tocó tierra en un pequeño aeropuerto en la parte rural de Massachusetts. Quedaban menos de doce horas y aunque era un lapso de tiempo sin rupturas, yo temía (con buenas razones) que no fuera suficiente.

Desde Lac Tremblant, Molly había contactado a una pequeña compañía de charters llamada Compagnie Aéronautique Lanier, con base en Montreal, que promocionaba su disponibilidad de servicios en casos de emergencia a cualquier hora del día o de la noche. La llamada había pasado al piloto de guardia y lo había despertado. Molly le había explicado que era médica y quería volar al Aeropuerto Dorval de Montreal por una emergencia. Dio las coordenadas exactas del helipuerto de su padre y una hora después nos recogieron en un Bell 206 Jet Ranger.

En Dorval, arreglamos con otra compañía de charters para volar de Montreal a la base Hanscom de la Fuerza Aérea en Bedford, Massachusetts. Cuando nos pidieron que eligiéramos el avión -la oferta era entre un Séneca II, un Commander, un King Air Jet a propulsión, o un Citation 501- nos decidimos por el Citation, que era de lejos el más rápido, capaz de alcanzar unas 350 millas por hora o más. En Dorval, pasamos la aduana con facilidad: apenas miraron nuestros pasaportes estadounidenses falsos (usamos los del señor y la señora Brewer, lo cual nos dejaba un par más, vírgenes, por si alguna vez necesitábamos ser el señor Alan Crowell y señora). De todos modos, cuando Molly explicó que se trataba de una emergencia médica, nos pasaron por allí a toda velocidad.

En Hanscom alquilamos un auto y yo manejé los cuarenta y cinco kilómetros lo más rápido que pude, justo en el límite de velocidad. Cuando le expliqué mi plan a Molly, nos quedamos sentados en un silencio amargo. Ella estaba aterrorizada, pero seguramente se dio cuenta de que no tenía sentido discutir conmigo, ya que ella no lograba diseñar un plan que fuera menos riesgoso para salvar la vida de su padre. Yo necesitaba aclarar mi mente lo más posible para pensar en las posibilidades de fracaso y encontrarlas antes de que se dieran. Sabía que Molly hubiera querido que yo le dijera que todo saldría bien, pero yo no podía hacerlo y además apenas si tenía tiempo de madurar mi plan hasta el momento crucial.