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Molly ya había resuelto otro de los problemas, como siempre. Los planos de los edificios públicos de Washington d.c son públicos y están en las oficinas de la ciudad. El problema es obtenerlos pero hay un número de compañías privadas en Washington que se especializa en esas búsquedas por un pago fijo. Mientras yo me convertía en un digno hombre maduro en silla de ruedas, Molly había hecho contacto con una de esas compañías y -por una suma exorbitante- se había hecho mandar por fax las fotocopias de los planos del edificio donde se llevaría a cabo la audiencia.

Mientras eso estaba en camino, se había inventado una identidad como editora de The Worcester Telegram y así había hablado con el Senador de Ohio al que correspondía la vice-presidencia del Comité. La ayudante de prensa del Senador estuvo más que contenta de entregarle a una editora el horario exacto de la audiencia de la noche.

"Gracias a Dios por la tecnología del fax", me dije.

Durante el vuelo de dos horas y media, estudiamos el horario y los planos hasta que finalmente me pareció que el plan era razonable y que tal vez tendría posibilidades de tener éxito.

Parecía a prueba de tontos.

A las 06:45 la camioneta que había alquilado en el aeropuerto se detuvo a la entrada del edificio del Senado. Unos minutos antes, el conductor había dejado a Molly a varias cuadras. Ella estaba enojada con esa parte del plan: si yo estaba arriesgando mi vida para salvar la de su padre, ¿por qué ella tendría que limitarse a manejar el auto de la huida? Ya lo había hecho en Baden Baden, y no pensaba volver a hacerlo.

– No te quiero ahí -le dije en el camino al Capitolio-. Con uno de nosotros en peligro es suficiente.

Ella hizo una mueca pero yo seguí explicándole:

– No estás disfrazada y aunque sí estuvieras, es demasiado arriesgado que vayamos los dos. Los enemigos de tu padre están en todo, no podemos dejar que nos vean juntos. Si reconocen a uno… Y si somos dos, son más las posibilidades de que nos vean. Y además éste es un trabajo para una sola persona.

– Pero no sabes la identidad del asesino, así que ¿para qué el disfraz?

– Habrá otros, hombres de Truslow o de los alemanes… gente que seguramente sabe cómo soy. Les deben de haber informado. Y tienen instrucciones de eliminarme si me ven, de eso estoy seguro -contesté.

– De acuerdo. Pero no entiendo por qué no puedes pasar el arma a través de la entrada de prensa y sacar al asesino. Seguramente no hay detectores de metales allí.

– Tal vez los haya, pero no estoy seguro. De todos modos, no se trata sólo de pasar el arma. La prensa está en el segundo piso… demasiado lejos de los testigos. Y del lugar donde va a colocarse el asesino.

– ¿Demasiado lejos? -preguntó Molly, que no estaba de acuerdo-. Eres muy buen tirador, Ben. Por Dios, ¡hasta yo tiro lo bastante bien como para lograrlo desde allí!

– Ese no es el punto -le contesté con brusquedad-. Tengo que estar cerca del asesino, y determinar quién es. La prensa está demasiado lejos.

Era evidente que yo tenía razón así que Molly se calló, sin ganas. En asuntos de medicina ella era la experta; en esto, en cambio, el experto era yo, o por lo menos, tenía que serlo.

El Capitolio estaba iluminado, la cúpula brillante contra la oscuridad de la noche. El tránsito rugía con todos los habitantes de las afueras que corrían a casa después de un día de trabajo en las oficinas del gobierno.

Fuera del edificio había una gran multitud: espectadores, visitantes, miembros de la prensa. Una larga línea que salía serpenteando desde la puerta: gente que esperaba que la dejaran pasar a la Sala 216, dignatarios y afortunados con pases, supuse.

Era una multitud brillante: la audiencia de esa noche era algo esperado en Washington y reunía a los grandes y a los poderosos de la capital de la nación.

Entre ellos estaba el nuevo director de la CIA, Alexander Truslow, que acababa de volver de una visita a Alemania.

¿Para qué había venido?

Dos de las mayores cadenas de televisión de los Estados Unidos cubrían el interrogatorio en vivo, cancelando para eso sus programas habituales.

¿Cómo reaccionaría el mundo cuando viera que el testigo sorpresa era nada menos que el difunto Harrison Sinclair? La impresión, la repercusión serían extraordinarias.Pero eso no sería nada comparado con el asesinato de Sinclair grabado en vivo en televisión.

¿Cuándo saldría Hal?

¿Y desde dónde?

¿Cómo podría yo detenerlo, protegerlo! ¿Cómo, si ni siquiera sabía desde dónde vendría?

El conductor puso mi silla de ruedas en la plataforma de atrás de la camioneta y la bajó a tierra. La silla dejó escapar un quejido electrónico. Luego él la desprendió del todo y me ayudó a subir. Cuando me dejó en el vestíbulo de entrada, le pagué y se fue.

Me sentía expuesto y vulnerable y estaba muy asustado.

Para Truslow y su gente y el nuevo Canciller alemán, los riesgos eran enormes. Había mucho enjuego. No podían dejar que el complot se hiciera público, eso era seguro. Entre ellos y su versión de la conquista global sólo quedaban dos hombres, dos hombres insignificantes. Sólo Hal y yo entre ellos y los restos de un nuevo mundo a dividirse en dos grandes mitades; entre ellos y una fortuna incalculable. El botín no era de cinco o de diez mil millones, no, era de cientos de miles de millones de dólares.

Frente a ese botín, ¿qué podían valer las vidas de dos tontos como Benjamín Ellison y Harrison Sinclair?

¿Había alguna duda de que no dudarían en eliminarnos, en "neutralizarnos" como decíamos los espías?

No.

Y ahí, en la habitación, más allá de la multitud, más allá de los dos detectores de metal, más allá de las dos filas de guardias de seguridad, estaba sentado Alexander Truslow, al comienzo de su discurso. Sin duda había muchos de los suyos entre los de seguridad.

¿Y el asesino? ¿Dónde estaba?

¿Quién era el asesino?

Mi mente corría en círculos. ¿Me reconocerían a pesar del disfraz, del esfuerzo que había puesto en esa parte del plan?

¿Me reconocerían!

Parecía improbable. Pero el miedo es irracional y no está sujeto a la lógica.

Yo parecía un inválido en silla de ruedas. Estaba sentado sobre mis piernas y había puesto una manta sobre ellas para completar el efecto. La silla de ruedas era lo suficientemente grande como para eso. Balog, el mago del maquillaje, había cosido los pantalones para que se parecieran a los típicos arreglos que hacen los sastres caros para los clientes ricos e inválidos. Nadie miraría mucho a un viejo en silla de ruedas. Tenía el cabello y la barba grises y las arrugas de la edad podían pasar el más cuidadoso de los exámenes visuales. Había manchas oscuras en mis manos y los anteojos me daban una dignidad profesional que, en combinación con todo lo demás, cambiaba mucho mi apariencia. Balog se había negado a hacer nada que no fuera muy pero muy sutil y yo se lo agradecía. Sin duda en esa fila de entrada, yo parecía un diplomático o un ejecutivo, un hombre de cincuenta o sesenta años que había sufrido los ataques injustos de la edad. No era Benjamín Ellison.

Por lo menos, eso quería creer.

Mi inspiración era Toby, por supuesto. Un hombre al que no volvería a ver, con el que nunca me enfrentaría en persona. Lo habían matado pero me había dado una idea antes de partir.

Un hombre en silla de ruedas atrae atención y, al mismo tiempo, la desvía. Tiene que ver con una de las características de la mente humana. La gente se da vuelta para mirarlo, sí, pero inmediatamente desvía la vista -eso puede decirlo cualquiera que haya estado en una silla de ruedas- porque es como si le diera vergüenza que alguien descubriera su curiosidad y, por eso, la persona en silla de ruedas suele adquirir cierto anonimato.