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– Una persona o vanas personas -dijo él lentamente, el tono ominoso- dentro de la CIA.

– ¿Tiene nombres?

– Esa es la cuestión Están muy aislados No tienen cara. Este grupo dentro de Langley, Ben, es un grupo del cual oímos rumores desde hace mucho tiempo ¿Ya oyó hablar de los Sabios?

– Ayer me mencionó usted una especie de consejo de ancianos Pero, ¿quienes son? ¿Que buscan?

– No sabemos Demasiado bien camuflados, detrás de una serie de fachadas

– ¿Y lo que usted me está diciendo es que estos, estos "Sabios" estuvieron detrás de la muerte de Hal?

– Especulaciones -contestó él- Es posible que Hal fuera uno de ellos.

Sentí vértigo Hal, aparentemente, había sido víctima de alguien entrenado por el servicio secreto de Alemania del Este, el Stasi Ahora Truslow hablaba de un rumano ¿Cómo encajaban esas piezas? ¿Que estaba insinuando?

– Pero algo tienen que saber sobre sus identidades -dije como provocándolo.

– Lo único que sabemos es que se las arreglaron para extraer decenas de millones de dólares de varias cuentas de la Agencia. Todo muy sofisticado, se lo aseguro, Ben Y parece que Harrison Sinclair se embolsó algo así como doce millones y medio.

– Pero usted no puede creer eso Conoce cuan modestamente vivía Hal.

– Escuche, Ben Yo no quiero creer que Hal Sinclair se robó ni un centavo.

– ¿No quiere creerlo? ¿Qué mierda me esta diciendo?

En lugar de contestarme, Truslow me entrego una carpeta forrada en papel marrón La etiqueta llevaba una designación de los archivos de la Agencia Gamma Uno, un nivel de clasificación más alto que cualquier papel al que yo hubiera tenido acceso anteriormente.

Adentro había una serie de fotocopias de cheques, impresiones de computadora, fotografías borrosas. En una había un hombre que llevaba un sombrero panamá, de pie en una especie de hall de un hotel.

No había duda de que era Hal Sinclair.

– ¿Qué significa todo esto? -pregunté aunque ya lo sabía.

– Hal en la Gran Caimán, esperando para una cita con el gerente del Banco. Es obvio. Las otras son de Hal en una serie de bancos en Liechtenstein, Belice y Anguilla.

– Lo cual no prueba nada…

– Ben, escuche. Yo era uno de los mejores amigos de Hal. Esto me duele tanto como a usted. Había días en que Hal no estaba visible… enfermo, decía, o de vacaciones. No se lo podía ubicar, o arreglaba las cosas para llamar él mismo a la oficina. Evidentemente era cuando hacía los depósitos. Tienen un archivo con los viajes que hizo usando pasaportes falsos.

– ¡Eso es mierda, Alex, no vale nada! -espeté.

Suspiró. Evidentemente la situación lo molestaba.

– Eso que ve es el registro de Anstalt, una corporación no bursátil, de "cajas de letras contables", de responsabilidad limitada. Es la firma de Sinclair. Es una corporación con base en Liechtenstein. La identidad del verdadero dueño, como verá, es Harrison Sinclair. Y tenemos copias de transferencias, e interceptamos cables en los que se envían fondos a cuentas en las Bermudas. Con otros nombres, claro está. Informes de televisión, télex, autorizaciones de transferencias. Un laberinto, Ben, un verdadero laberinto. Capa sobre capa, pasillo tras pasillo… Son pruebas, Ben, puras y simples, y me rompen el corazón, pero ahí están…

Yo no sabía qué pensar de lo que veía. Parecía que tenían lo que querían. Pero lo que tenían no cerraba. ¿Mi suegro, un actor? ¿Un estafador consumado? Había que conocerlo como yo lo conocía para entender lo difícil que era aceptar semejante cosa. Sin embargo, la duda, la semilla de la duda siempre está ahí. Nunca conocemos realmente al otro.

– La clave está en el encuentro de Sinclair con Orlov en Zúrich -siguió diciendo Truslow-. Piense, ¿qué le evoca el nombre Zúrich?

– Gnomos.

– ¿Eh?

– Los gnomos de Zúrich. -La frase, creo yo, era obra de un periodista británico de principios de la década del sesenta y se refería a los banqueros suizos, tan amables y discretos con los mafiosos y los "reyes de la droga".-Ah, sí, precisamente… Es tonto no pensar que cuando él y Orlov se encontraron en Zúrich estaban en medio de una transacción. No era una visita social. -Y agregó, pensativo: -El jefe de la CIA y el último jefe conocido de la kgb…

– Circunstancial -dije.

– Tal vez. Espero que haya una explicación para todo esto. Creo que puede haberla. Así que ya entiende, creo yo, la razón por la que quiero que usted limpie el nombre de su suegro. La Agencia me pidió que localizara una enorme suma de dinero, una fortuna que hará que los doce millones y medio que supuestamente robó Hal sean una bicoca. Necesito su ayuda. Podemos matar dos pájaros de un tiro: encontrar el dinero, por un lado, y establecer la inocencia de Hal, por otro. ¿Puedo contar con usted?

– Sí -dije-. Sí.

– Es un asunto de máxima prioridad y máximo secreto, Ben, usted lo entiende. Tendrá que pasar por la rutina de siempre: el detector de mentiras, los interrogatorios y todo lo demás. Antes de irse esta noche, voy a darle un detector de conexiones ilegales para el teléfono de su oficina, compatible con mi teléfono en el trabajo. Pero tengo que ser sincero con usted: hay gente que va a tratar de que usted no haga su trabajo.

– Entiendo -dije. La verdad era que no entendía, o no entendía del todo y ciertamente no tuve la menor idea de lo que realmente le pasaba por la mente. No hasta la mañana siguiente.

10

Me acuerdo de los hechos de la mañana siguiente con una claridad fantasmagórica, extraña, deslumbrante.

Las oficinas de Truslow y Asociados Inc, ocupaban los cuatro pisos de un viejo edificio angosto de ladrillos en la calle Beacon (apenas unas cuadras, me di cuenta, de la casa de Truslow en Louisbourg Square) Había una placa de bronce en la puerta adornada truslow y asociados inc, decía, sin ninguna explicación Si tienes que preguntar, entonces no queremos que lo sepas.

La oficina era lujosa pero agradable. Había que tocar el timbre para entrar en una pequeña antecámara, donde una recepcionista muy bien peinada controlaba a los clientes, y luego con otro timbre, los dejaba pasar a una sala de espera cómoda y tranquila, elegante, con muebles muy discretos y muy caros. Esperé unos diez minutos, hundido en una silla negra de cuero, con Vanity Fair entre las manos La selección de revistas era de ese tipo Vanity Fair o Art and Antiques o Country Life. De todo menos revistas de negocios, por Dios. Nada de títulos con la palabra Mercado.

Unos diez minutos después de la hora señalada, la secretaria de Truslow salió del supuesto asunto importante que la estaba atrasando (café y galletitas, supuse) y me escoltó por una serie de escaleras crujientes, alfombradas, hasta la oficina de Truslow Era una asistente ejecutiva clásica, treinta y cinco, linda, eficiente, bien vestida en su traje Chanel y un cinturón y un collar de la misma marca. Se presentó como Donna y me preguntó si quería algo de agua Evian, café o jugo de naranja natural. Le pedí una taza de café.

Alexander Truslow se levantó de su escritorio cuando entré. La luz de su oficina era tan brillante que deseé haberme traído los anteojos para sol. Entraba a raudales por las altas ventanas y rebotaba contra las paredes blancas.

Sentado en una silla de cuero junto al escritorio había un hombre de hombros redondos, cabella negro y cuerpo robusto. Tendría unos cincuenta años-Ben -dijo Truslow-, me gustaría presentarle a Charles Rossi.