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– Muy poderoso.

– Pero seguro, muy seguro. Y algo modificado. Yo dirigí las modificaciones. -Los ojos de Rossi pasaron sobre el cemento de la habitación, como perdidos en otra cosa.

– ¿Seguro para qué?

– Está mirando el reemplazo del viejo polígrafo. Muy pronto, habrá un generador así, en cada una de las oficinas de la Agencia para investigar a los funcionarios de inteligencia, a los desertores, a los agentes y demás, y tener una verdadera "huella dactilar" de la cabeza de cada uno de ellos.

– ¿Podría explicármelo, por favor?

– Estoy seguro de que conoce las muchas desventajas del viejo sistema de polígrafos.

Claro que las conocía pero escuché cuando me las explicó.

– La técnica antigua confía en las bajas y subas de la tensión arterial, en electrodos que miden respuestas galvánicas a nivel de la piel, sudor, cambios en la temperatura de la piel y demás. Es muy primitivo y sólo… sólo sesenta por ciento efectivo. Si es que llega a tanto.

– De acuerdo -dije, un poco impaciente.

Rossi siguió, tranquilo, sin apuro.

– Los soviéticos ni lo usaban. Se limitaban a dictar seminarios sobre cómo hacer para engañarlo. Por Dios, ¿se acuerda de la vez en que veintisiete agentes dobles de Cuba que trabajaban contra nosotros pasaron las pruebas de la CIA a la perfección?

– Claro -dije. La anécdota era parte del folclore de la Agencia.

– La maldita cosa sólo registra respuestas emocionales, como usted sabe. Y eso varía muchísimo según el temperamento. Y sin embargo, se puede decir que el detector es parte fundacional de nuestras operaciones de inteligencia, nos basamos en él. No solo en la CIA, también en la adi (Agencia de Defensa de Inteligencia) y la asn (Agencia de Seguridad Nacional) y muchas agencias de inteligencia más. La seguridad operacional de lo que hacen tiene que ver con establecer la confiabilidad del producto, incluso entre los reclutas y recién venidos.

– Y es fácil engañar a esas máquinas -agregué.

– Vergonzosamente fácil -aceptó Rossi-. No sólo los sociópatas y los que no registran la variación normal de sentimientos humanos, la culpa y la ansiedad, la conciencia y lo que sea. También los profesionales bien entrenados pueden hacerlo con cierto número de drogas. O por ejemplo, causarse dolor físico durante el interrogatorio, algo así de simple, puede arruinarlo todo. Hasta pincharse con un alfiler.

– De acuerdo -le dije para apurarlo.

– Así que, con su permiso, me gustaría empezar para poder enviarlo de vuelta con el señor Truslow.

11

– Bastará con media hora -me aseguró Rossi-. En media hora, estará usted camino a la oficina de Truslow.

Estábamos en la cámara exterior del generador, inspeccionando una reconstrucción tridimensional del cerebro humano desplegada en un monitor color de computadora. En la pantalla, una imagen de un cerebro muy semejante a la realidad giraba y luego se dividía, sección por sección, como un pomelo rosado.

Una de las asistentes de Rossi, una ex estudiante del mit llamada Ann, pequeña, de cabello negro, estaba sentada frente al monitor manejando las imágenes. La corteza cerebral, me explicó en una voz suave de jovencita, estaba compuesta de seis capas.

– Descubrimos que hay una diferencia visible entre el aspecto de la corteza en alguien que está diciendo la verdad y en la de alguien que miente -dijo. Agregó confidencialmente: -Claro que todavía no tengo idea de si eso se origina en las neuronas o en otras células, pero estamos trabajando al respecto.

Produjo una imagen de computadora del cerebro de un mentiroso, que tenía un aspecto vagamente distinto que la anterior.

– Si quiere sacarse la chaqueta -dijo Rossi-, creo que va a estar más cómodo.

Yo le hice caso, me saqué la corbata también y puse todo en el respaldo de una silla. Mientras tanto, Ann fue a la cámara interna y empezó a hacer ajustes en la máquina.

– Por favor, no lleve nada metálico ahí dentro -siguió diciendo Rossi-. Llaves, hebillas de cinturones, suspensores, monedas. El reloj tampoco. Como se trata de un gran imán y sólo de eso, todo lo que sea de acero o hierro va a salirle volando de los bolsillos. Y el imán puede hacer que se le pare el reloj o algo peor. -Agregó de buen humor: -Y su billetera, por favor.

– ¿Mi billetera?-Esa cosa puede desmagnetizar tarjetas de crédito, tarjetas de cajeros automáticos, cosas así. Todo lo que tenga que ver con el magnetismo. No tiene una placa de acero en la cabeza ni nada por el estilo, ¿verdad?

– No. -Terminé de vaciar mis bolsillos y de poner los elementos en la mesa.

– De acuerdo -dijo llevándome al interior de la cámara-. Tal vez esto le parezca un poco amenazador si es claustrofóbico. ¿Lo es?

– No especialmente.

– Maravilloso. Hay un espejo para que pueda verse a sí mismo pero mucha gente se asusta si se ve acostada en la máquina. Supongo que les sugiere el aspecto que tendrán en el ataúd. -Volvió a reír.

Yo me acosté en la plataforma blanca y Ann me aseguró en ella. Las correas alrededor de mi cabeza encajaban con exactitud y estaban acolchonadas con esponjas. Todo me resultaba vagamente incómodo.

Lentamente, la asistente movió la plataforma hacia el centro de la máquina. Adentro del agujero de la rosquilla había un espejo: veía mi cabeza y mi torso.

Desde algún lugar de la habitación, oí la voz de Ann.

– Encendido del imán.

Luego, por un parlante dentro de la máquina, oí la voz de Rossi.

– ¿Todo bien ahí?

– Sí -dije-. ¿Cuánto lleva esto?

– Seis horas -dijo la voz-. No, es una broma. Diez, quince minutos.

– Muy gracioso.

– ¿Listo?

– Empecemos de una vez -dije.

– Va a oír un ruido como de golpes -volvió a explicar Rossi-. Pero mi voz será más fuerte, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -contesté, impaciente.

La correa no me dejaba mover la cabeza; esa sensación era particularmente desagradable.

– Comencemos.

En ese momento, empezó a sonar un ruido como de martillo, rítmico, rápido; menos de un segundo entre un golpe y otro.

– Ben, voy a hacerle una serie de preguntas -dijo la voz de Rossi, metálica, clara-. Conteste sí o no.

– Esta no es mi primera experiencia con un detector -contesté un poco enojado.

– Entiendo -respondió la voz metálica-. ¿Su nombre es Benjamín Ellison?

– Sí.

– ¿Se llama usted John Doe?

– No.

– ¿Es usted médico?

– No.

– ¿Alguna vez tuvo una amante?

– ¿Qué significa esto?

– Por favor, por favor, Ben. Sí o no.

Dudé. Como Jimmy Cárter, he sentido lujuria bien adentro del corazón.

– No.

– ¿Estuvo usted empleado por la Agencia, la CIA?

– Sí.

– ¿Vive en Boston?

– Sí.

Oí una voz femenina en la habitación, la voz de Ann, y luego una voz de hombre que hablaba desde muy cerca. Después, la pregunta de Rossi por el parlante.

– ¿Fue usted agente de la inteligencia soviética?

Yo chasqueé la lengua. No podía creerlo.

– Sí o no, Ben. Entienda que estas preguntas están diseñadas para controlar los parámetros de sus niveles de ansiedad. ¿Fue usted agente de la inteligencia soviética?

– No -dije.

– ¿Está casado con Martha Sinclair?

– Sí.

– ¿Está usted bien por ahora, Ben?

– Perfectamente -dije-. Siga.

– ¿Nació usted en la ciudad de Nueva York?

– No.

– ¿Nació en Filadelfia?

– Sí.

– ¿Tiene treinta y ocho años de edad?