– No dije nada de Truslow.
Me estaba interrogando, curioso, me miraba a los ojos desde una distancia incómoda, demasiado estrecha.
– Me pareció, Charlie -dije lentamente-. Me equivoqué.
Me volví hacia la mesa, reuní mi billetera, mis llaves, mis monedas, mis lapiceras, y empecé a ponérmelas en el bolsillo. Mientras lo hacía, retrocedí casualmente, alejándome de él. El dolor de cabeza se intensificó, el sudor frío también. Tenía una jaqueca en pleno.
– No dije nada de nada -repitió Rossi, la voz monótona.
Yo sonreí, asentí, sin decir nada. Quería sentarme en alguna parte, atarme un trapo en la cabeza y apretarlo con fuerza hasta que desapareciera el dolor.
Él me miró otra vez, los ojos penetrantes, profundos y…
… y oí un murmullo: ¿Lo tiene?
– Bueno, si esto es todo por hoy… -dije con jovialidad forzada.
Rossi me miraba, lleno de sospechas. Parpadeó una vez, dos, y dijo:
– Bueno, todavía no. Tenemos que sentarnos y hablar por unos minutos.
– Mire. Tengo un dolor de cabeza terrible. Una migraña, estoy seguro.
Estaba por lo menos a tres o cuatro metros, poniéndome la chaqueta. Rossi seguía mirándome como si yo fuera una boa constrictor enrollándome y desenrollándome en el medio de sudormitorio. En el silencio, traté de oír otro de esos murmullos, esas voces leves.
Nada.
¿Me lo habría imaginado? ¿Eran alucinaciones, como el aura brillante que rodeaba todos los objetos de la habitación? ¿Volvería en mí ahora, después de ese desvío momentáneo de la razón?
– ¿Suele tener migrañas? -me preguntó Rossi.
– Jamás. Seguramente fue la prueba.
– Eso es imposible. Nunca pasó antes, ni aquí ni en los generadores de imágenes de los hospitales.
– Bueno -dije-, sea como sea, tengo que volver a la oficina.
– No terminamos todavía -me explicó, volviéndose hacia mí.
– Temo que…
– No será mucho tiempo… Ya vuelvo.
Salió en dirección a la otra habitación, la de las computadoras. Yo lo miré acercarse a uno de los técnicos y decir algo, rápido, furtivo. El técnico le dio una cantidad de papeles con cuadros.
Después, volvió con las imágenes de computadora del detector de mentiras. Se sentó en una larga mesa negra de laboratorio y me hizo un gesto para que me sentara enfrente. Yo me detuve un momento, lo pensé, y después obedecí.
El extendió las imágenes sobre la mesa. Las miró, la cabeza gacha, como si las consultara. Estábamos a menos de un metro.
Oí su voz, sorda pero sorprendentemente clara: Creo que usted tiene la habilidad.
Dijo en voz alta:
– Como habrá notado, éste es su cerebro al comienzo de la prueba.
Señaló la primera imagen, y me la acercó para que la inspeccionara.
– Sin cambios durante casi toda la prueba porque usted decía la verdad.
Oí: Confíe en mí. Tiene que confiar en mí.
Luego me indicó otro grupo de imágenes y hasta yo me di cuenta con facilidad de que tenían una coloración diferente, amarilla y magenta, junto a la corteza en lugar de los rojos ocres y marrones claros más normales. Tocó con un dedo las áreas que manifestaban el cambio.
– Aquí, está usted mintiendo. -Sonrió con rapidez y agregó con amabilidad innecesaria: -Como yo le pedí que hiciera.
– Ya veo.
– Su dolor de cabeza me preocupa mucho.-Se me va a pasar pronto, no se preocupe.
– Me asusta que sea a causa de la máquina.
– El ruido -dije-. Seguramente el ruido. Pero ya se me va a pasar.
Rossi, la cabeza inclinada, asintió de nuevo.
Oí: Sería tanto más fácil si confiáramos uno en el otro. La voz parecía desvanecerse por momentos. Después volvió: decirme…
No había contestado a mi sugerencia así que dije:
– Si no hay nada más…
Detrás de usted, llegó la voz, urgente y fuerte. Se acerca. El arma está cargada. Usted es una amenaza. La está apuntando a la cabeza. Dios.
No estaba hablando. Pensaba.
Yo no dejé que se diera cuenta de que había oído. Seguí mirándolo, como si no entendiera lo que pasaba, con la mayor indiferencia posible.
Ahora, ahora. Espero que no oiga los pasos que se acercan.
Me estaba probando. Sí, me estaba probando y yo no debía responder, no debía demostrar miedo, eso es lo que quiere, quiere ver una señal, aunque sea pequeña, un brillito en los ojos, quiere que me dé vuelta bruscamente, que le demuestre que estoy oyéndolo.
– Entonces… tengo que irme a la oficina -dije con calma.
Lo oí: ¿Lo tiene?
– Bueno -dijo-. Ya hablaremos otra vez.
Oí: O está mintiendo o…
Lo miré a la cara, vi que su boca no se había movido. Sentí una vez más ese miedo desatado, ese cosquilleo en la piel, y el corazón empezó a latirme con fuerza.
Rossi levantó la vista hacia mí y me pareció que sus ojos estaban llenos de resignación. Por el momento lo había engañado, sí. Pero había algo en Charles Rossi que me hacía pensar que esa situación no duraría mucho.
13
Yo estaba sentado, exhausto, en el asiento trasero de un taxi que me llevaba por las calles anchas, repletas de gente, que rodean el Centro Gubernamental, hacia la oficina. Me latía la cabeza y el dolor era todavía peor que antes. Me sentía siempre al borde de la náusea.
Decir que estaba en las primeras etapas de una especie de pánico profundo es decir muy poco. Mi mundo estaba dado vuelta. Nada tenía sentido. Tenía muchísimo miedo de estar a punto de perder todo contacto con la cordura, con la razón humana.
Oía voces, voces no pronunciadas. Oía los pensamientos de otros casi con tanta claridad como si los hubieran expresado en voz alta.
Estaba convencido de que estaba perdiendo la cabeza.
Ahora que lo cuento, me resulta imposible separar lo que sabía entonces de lo que terminé por entender mucho más adelante. ¿Realmente había "oído" lo que creía? ¿Cómo era posible? Y, sobre todo, ¿qué querían decir exactamente Rossi y su asistente con esa pregunta interior "¿Funcionó?"? Me parecía que sólo había una explicación posible: ellos lo sabían. Por alguna razón, Rossi y su asistente no estaban sorprendidos. El generador de imágenes por resonancia magnética me había hecho algo que ellos esperaban. Porque yo no tenía dudas de que la que había alterado los cables en mi sistema nervioso era la máquina.
¿Pero lo sabía Truslow?
Y un segundo después de estos pensamientos, de haber razonado todo eso con lucidez, me encontré preguntándome, con el regusto del pánico en la boca, si no había entrado en el camino de la locura.
Mientras el taxi esquivaba el tránsito, sentí más y más sospechas. El asunto del "detector de mentiras", ¿no sería un pretexto, una forma de obligarme a pasar por la máquina?
Es decir, ¿lo habían hecho a sabiendas para que me pasara exactamente lo que me había pasado?Y otra vez, ¿Truslow estaba al tanto de la operación?
¿Habría engañado a Rossi realmente? ¿Sabría él que yo tenía esa nueva habilidad terrible y extraña?
Yo suponía, con miedo, que Rossi lo sabía. Normalmente, cuando alguien dice algo que tiene que ver con lo que estamos pensando -todos hemos vivido momentos como ese- nuestra respuesta es la sorpresa, o la excitación, o hasta la alegría. Hasta cierto punto es agradable descubrir que tenemos conexiones de ese tipo y a ese nivel con otro ser humano.