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– Supongo que no está sorprendido.

– Claro que no. Pero tenemos que hablar. Tengo que informarlo con más precisión. Hay un pequeño problema.

Había una sonrisa en su voz, y yo supe de qué se trataba antes de que lo dijera.

– El Presidente me pidió que fuera a verlo a Camp David -dijo.

– Felicitaciones.

– Las felicitaciones son prematuras. Quiere charlar algunas cosas conmigo, dice el jefe del estado mayor.

– Suena a buena noticia. Se diría que ya lo tiene.

– Bueno… -dijo Truslow. Pareció dudar un momento, pero después agregó: -Estaremos en contacto. -Luego colgó el teléfono.

Caminé por la calle Milk hasta la calle Washington, el Downtown Crossing, un gran conglomerado comercial. Allí, en la calle Summer, ese pasaje entre las dos grandes tiendas del centro de la ciudad, Filene's y Jordan Marsh, caminé sin rumbo entre vendedores ambulantes con bolsas de pochoclo y tortitas, pañuelos de Beduino, camisetas de turismo de Boston, y suéteres de Sudamérica en lana gruesa. El dolor de cabeza parecía haber aflojado un poco. La calle, como siempre, estaba llena de compradores, músicos callejeros, empleados de ofici-na. Sin embargo, el aire estaba lleno de sonidos, un laberinto de gritos y murmullos, suspiros y exclamaciones, susurros y aullidos. Pensamientos.

En la calle Devonshire, entré en un negocio de electrónica, examiné sin demasiada atención una vidriera de televisores color de veinte pulgadas, sin prestarle atención al vendedor. Muchos de los televisores estaban encendidos en telenovelas, uno en la cnn, con noticias, otro en otro canal, con algo que parecía una reposición de un espectáculo en blanco y negro de la década del cincuenta que tal vez fuera El Show de Donna Reed. En la CNN la mujer de las noticias, rubia como siempre, decía algo sobre un senador de los Estados Unidos que acababa de morir. Reconocí la cara en la pantalla: Mark Sutton de Colorado, que había aparecido muerto de un tiro en su casa de Washington. La policía de Washington creía que la muerte no tenía motivaciones políticas y que era sólo resultado de un intento de robo.

El vendedor se acercó de nuevo, diciendo:

– Todos los Mitsubishis están en oferta esta semana.

Yo sonreí, le agradecí, y salí a la calle. Me latía la cabeza. Descubrí que me había quedado de pie cerca de un pase peatonal y un semáforo, escuchando. Una joven atractiva con el cabello rubio muy corto, ropa de gimnasia rosada y zapatillas, esperaba que cambiara la luz del semáforo para cruzar la calle Tremont. Estábamos muy cerca. En circunstancias normales, todos mantenemos una cierta distancia social entre nosotros y los desconocidos que encontramos en la calle. Ella estaba a unos dos metros, inmersa en sus pensamientos. Yo incliné la cabeza hacia ella en un intento por captar algo, pero ella me miró con furia como si yo fuera un pervertido, y se movió hasta quedar a cierta distancia.

La gente pasaba empujándose, todos iban demasiado rápido para mis esfuerzos débiles de novicio. Trataba de captar lo que podía pero no conseguía nada.

¿Habría desaparecido el talento? ¿O era que me había imaginado todo?

Nada.

¿Se habrían desvanecido mis poderes?

Cuando volví a la calle Washington, vi un quiosco de diarios donde mucha gente compraba The Globe y The Wall Street Journal y The New York Times, y cuando cambió el semáforo, crucé hasta allí. Un joven miraba la primera página del Boston Herald: una multitud golpea a un mafioso, decía, y mostraba la foto de una figura menor de la Mafia en Providence. Me le acerqué como si estuviera contemplando la pila de Herald. Nada. Una mujer, de unos treinta años con aspecto de abogada, miraba la pila de diarios, buscando algo. Me le acerqué todo lo que pude sin alarmarla. Nada tampoco.

¿Ya no lo tenía?

¿O era que ninguna de esas personas estaba lo suficientemente alterada, enojada, asustada como para emitir ondas cerebrales en una frecuencia detectable, si así era como trabajaba esta habilidad?

Finalmente, vi a un hombre de unos cuarenta años, en la ropa inconfundible de un inversor financiero, de pie junto a pilas de una revista de modas femeninas, Women's Wear Daily, mirando sin ver las filas de cubiertas refulgentes. Algo en sus ojos me dijo que estaba muy alterado por algo.

Me le acerqué, fingiendo mirar la cubierta del último número de The Atlantic, y probé.

…sí la echo va a salir toda esa mierda de la relación amorosa Dios sabe cómo va a reaccionar es una bala perdida por Dios qué porquería llama a Gloria y le dice ay, qué voy a hacer no tengo elección tan estúpido cogerse a la secretaria…

Eché una mirada al inversor y la cara amargada no se había movido.

Para ese entonces, yo ya había formulado un número de teorías o tal vez habría que llamarlos "conceptos" sobre lo que había pasado y lo que debía hacer en adelante.

Uno: El poderoso generador de imágenes por resonancia magnética me había afectado el cerebro de una forma especial por la cual ahora podía "oír" los pensamientos de los demás. No de todos; tal vez no de la mayoría, pero por lo menos de algunos.

Dos: Podía "oír" no todos los pensamientos sino sólo los que estaban "expresados" con cierto grado de énfasis. En otras palabras, sólo "oía" cosas que se pensaban con gran vehemencia, miedo, furia, etcétera. Además, "oía" sólo cuando estaba físicamente cerca de la persona que las pensaba, a un metro a lo sumo.

Tres: Charles Rossi y su asistente de laboratorio no se habían sorprendido por lo ocurrido. Me atrevía a arriesgar más: lo esperaban. Eso significaba que habían estado usando el aparato para ese propósito, antes de que yo apareciera en escena.

Cuatro: La incertidumbre que sentían indicaba que antes no habían tenido éxito o por lo menos que los buenos resultados habían sido escasos.

Cinco: Rossi no estaba seguro de que su experimento hubiera tenido éxito en mí. Por lo tanto, yo estaba a salvo mientras no dejara que se supiera lo que me había pasado.

Seis: Que me atraparan era sólo cuestión de tiempo. Y yo no conocía sus propósitos ulteriores para mí.

Siete: Seguramente, mi vida cambiaría por completo. Estaba en peligro.

Miré el reloj y me di cuenta de que había caminado demasiado tiempo. Volví hacia la oficina.

Diez minutos después estaba otra vez en Putnam amp; Stearns, con unos pocos minutos de descanso antes de la cita. Por alguna razón, recordaba una y otra vez la cara del senador que había visto en el noticiero de la CNN. Senador Mark Sutton (Distrito de Columbia), asesinado a balazos. Ahora me acordaba: el Senador era presidente del Subcomité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia. Y… acaso fue hace quince años… Había sido subdirector de la CIA, antes de que lo llamaran a cubrir una vacante en el Senado, y luego lo eligieron por sus propios méritos dos años después.

Y…

Y era uno de los más viejos amigos de Hal Sinclair. Su compañero de habitación en la Universidad de Princeton. Habían entrado en la CIA juntos.

Eran ya tres los muertos de la CIA: Hal Sinclair y dos de sus más íntimos confidentes.

Las coincidencias, creo yo, se dan en todas partes menos en inteligencia.

Llamé a Darlene y le pedí que hiciera pasar a mi cliente de las cuatro en punto.

14

Mel Kornstein entró en la habitación. Se había puesto un traje de Armani que parecía comprado al por mayor. No hacía casi ningún esfuerzo por ocultar su alegría. Su corbata plateada estaba manchada con una media luna amarilla de algo que tal vez era huevo.